10 CLOVERFIELD LANE Sobre la “Era del Terror”

10 Cloverfield Lane (2016) pertenece al pequeño grupo de “películas virtuosas” que el cine de terror ha producido en los últimos años. En un momento en que este género se ha privilegiado con una producción amplia merced a la enorme demanda del público, estas cintas han tenido la virtud de retornar a los orígenes del género, poniendo énfasis en el suspenso y dando algunos giros a mecanismos anteriormente probados.

Entre los mejores ejemplos se encuentran No Respires, también del 2016, dirigida por el uruguayo Fede Alvarez, Huye (2017) de Jordan Peele y Un lugar tranquilo (2018) de Jhonn Krasinski. 10 Cloverfiel Lane está dirigida por Dan Tratchtenberg, y se la puede encontrar tanto en Netflix, como en los puestos de venta callejeros.

Hitchcock en dos ambientes

 La película tiene una clara filiación “hitchcoquiana”, no tanto por la concentración de pocos personajes en un espacio reducido, sino por la forma en que la confrontación de caracteres se utiliza para ir resolviendo las interrogantes de la historia. La primera referencia que se me viene a la mente es La Soga de 1948, en la que el maestro del suspenso enfrentaba dentro de un living – comedor a un profesor universitario, con dos de sus alumnos, culpables del asesinato de un tercero.

En 10 Cloverfield Lane, Michelle (Mary Elizabeth Winstead), que acaba de tener una disputa amorosa, sufre un accidente y despierta lesionada en un refugio subterráneo en compañía de Howard (John Goodman), quién la rescató, y de Emmett (Jhonn Gallagher Junior) que al igual que ella es un huésped obligado en los dominios de Howard.

Michelle, dañada en una pierna, intenta salir, pero Howard le informa que la tierra ha sido atacada por extraterrestres y que el ambiente externo se encuentra contaminado. El, desde hace años venía preparándose para la contingencia y Emmett, el albañil que le ayudo en la construcción, pudo refugiarse también, al ver que algo catastrófico ocurría en el exterior.

El mecanismo dramático de la cinta está basado en la ambigüedad del personaje encarnado por el solvente Goodman, que desarrolla la capacidad de generar sensaciones ambiguas hasta la resolución final; en un instante las de un déspota psicótico, al otro las de un protector extravagante. De igual manera, a lo largo del metraje Michelle no sabe exactamente (y nosotros tampoco) si está jugando un rol de salvadora del cautiverio o de destructora de un refugio seguro.

Mediante el enfrentamiento entre dos caracteres similares (ambos, más allá de las formas o intenciones, son dominantes) Goodman y Winstead, van generando una tensión que va ganando intensidad. Es un mecanismo de avances y retrocesos, que tal como ocurre en los clásicos del género, se alimenta de pequeños indicios y evidencias de signo contrario (hacia la mitad del desarrollo del conflicto aparecen sólidas evidencias que parecen demostrar que el villano es inocente, pero al iniciarse la resolución, y de manera sorpresiva, nos encontramos con las contradictorias). En ese sentido la construcción narrativa de la película es modélica.

La era del miedo

 Uno de los aspectos más simpáticos de la cinta, es que combina dos de los mayores espectros de los que se alimenta el cine de terror contemporáneo: el del psicópata irracional (asesinos en serie, violadores, masacradores de escuelas), y el del desastre masivo (invasión extraterrestre, epidemia zombi).

Claramente ambas expresiones tienen un correlato directo en el imaginario colectivo mundial e inclusive en la agenda mediática contemporánea: ¿acaso no son recurrentes los titulares que de cuando en cuando nos alertan acerca de amenazas apocalípticas que luego se diluyen o por lo menos se opacan repentinamente?; ahí están los ataques de ántrax, las epidemias de ébola o gripe H1N1, etc. También está la imagen de un mundo que pareciera poblado de asesinos, sin que sepamos exactamente donde termina la realidad y donde comienza el sensacionalismo.

La tentación de ligar el triunfo reciente del amigo Bolsonaro en Brasil (y el auge general de la ultraderecha), con el éxito sin precedentes del cine de terror en las taquillas contemporáneas, es demasiado fuerte. El día en que se escribe este artículo, las carteleras comerciales de La Paz exhiben cinco películas de terror (La Monja, La Bruja, Halloween, Pesadilla Siniestra y el Payaso Sinestro) de un total de quince en exhibición.

¿Qué ha provocado que este género crezca en forma exponencial?, ¿de dónde ha salido la adoración por los cuchillazos, mutilaciones, masacres y hecatombes colectivas? ¿Tiene esto que ver con los neofascistas que consiguen votos atizando los miedos imaginarios a migrantes, mujeres y homosexuales?, ¿Cuánto tienen que ver los aliens que atacan la tierra en la pantalla, con esos otros aliens a los que no les importa arriesgar todo lo que tienen para cruzar las fronteras de los países del primer mundo? He ahí algo de trabajo para nuestros sociólogos contemporáneos.

En un mundo que ha alcanzado la suficiente capacidad tecnológica y financiera para garantizar el  bienestar de los seres humanos, como nunca antes en la historia (basta el trabajo de una persona para producir el alimento de otras cientos de miles), pero en el que el miedo y la incertidumbre se han vuelto parte de la vida cotidiana (inestabilidad laboral, inseguridad, epidemias reales o inventadas), la catarsis ya no se limita a las salas de cine, sino que se también se traslada a los políticos que vociferan el odio a diestra y siniestra.

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