Atrapados en un ascensor

 

Uno: La claustrofobia aqueja al cine boliviano. Este año, cintas como Hospital Obrero de Germán Monje y Zona Sur de Juan Carlos Valdivia intentaron ya exploraciones de este registro, formal y alegórico al mismo tiempo: un grupo de personajes heterogéneos, representativos, es forzado (por la enfermedad, el crimen, el orden social) a convivir en un limitado espacio, separado del exterior social.

Dos: Como en las roadmovies, en estas derivaciones bolivianas de la claustrofobia hay algo sintomático: parecería que en estos tiempos de “conflicto radical” (real o presumido), nuestro cine no encuentra otra manera de poner en contacto clases y regiones que obligando a los personajes que las representan a compartir el mismo espacio. El procedimiento es escolar, como cuando a una maestra se le ocurre encerrar a los niños levantiscos en un cuarto y los amenaza con un “No me salen hasta que se porten como seres humanos, se conozcan y se pongan de acuerdo”.

Tres: El ascensor de Tomás Bascopé, lograda opera prima, es la más literal de estas alegorías recientes: dos asaltantes y su víctima comparten tres días en un ascensor atascado. Es más: la ciudad misma que los rodea, Santa Cruz, vive una especie de pausa, de desperfecto: el carnaval que suspende en el aire, supuestamente, la “normalidad”.

Cuatro: Como la convivencia es consecuencia de un asalto en curso, y como los personajes son, convenientemente, estereotipos de clases sociales, buena parte de la película se ocupa de giros en la historia que derivan de cíclicos cambios de poder dentro del ascensor. Lo que vemos es la versión política del juego de la botella o, si se quiere, del juego de “¿quién tiene el revólver?”. En medio de la violencia, las clases sociales esquemáticamente representadas aprovechan la ocasión para contar sus historias: sobrias, aunque de estirpe telenovelesca (por ejemplo, “el joven rico que secretamente odia al padre y, de paso, esconde dolorosamente su homosexualidad). Hay también algo de sintomático en este deliberado retrato de clases: la “baja”, por ejemplo, es imaginada, reaccionariamente, como un lumpen desorganizado y resentido.

Cinco: Hay en El ascensor, que por lo demás es una correcta y convencional película de género, atractivos inusuales. Es inteligente, por ejemplo, la correlación que establece entre poder y discurso ético. Quiero decir: en atisbos medio nietzscheanos, en la película el discurso de la justicia y equidad de los personajes va variando de acuerdo a su posición en la breve economía del poder generada por la posesión del revolver (y es así que el lumpen, cuando está frente al revolver, acude al discurso de los derechos humanos; y a la simple violencia arbitraria cuando tiene el instrumento de poder en sus manos). También es inteligente en la película la articulación de sus temas al contacto físico, corporal. En ello, la película encuentra, creo, uno de sus atractivos: los cuerpos aquí, con más efectividad que los diálogos, sirven para aludir no sólo a las violencias de clase, signadas políticamente por el resentimiento, sino también los “acercamientos entre personajes” (que comparten olores, sudores, trago, y terminan organizándose para orinar).

Seis: Se ha dicho, y el mismo director es uno de los que ha insistido en esta filiación, que ésta es una película de actores (tres muy buenos: Pablo Fernández, Jorge Arturo Lora y Alejandro Molina). Lo es, en buena medida: no es difícil imaginarse que sin ese trabajo de los tres principales la cosa no hubiera funcionado. Hay, sin duda, momentos en los que, por ejemplo, Molina (que interpreta al ladrón de poca monta y lumpen, al colla del grupo) tiene que lidiar con diálogos flojos, cercanos al cliché. Pero por lo general las actuaciones son casi impecables. De hecho, uno de los peligros más evidentes de un proyecto como éste (de director primerizo) era, en cambio, optar por disimular esos límites “teatrales” abusando de la cámara (es decir, convirtiendo el relato en un repertorio de todos los planos interesantes que se pueden imaginar en un espacio reducido). Pero no: la cámara, felizmente, no interfiere y es más bien discreta, precisa, madura en su decisión de no meterse mucho en el asunto.

Siete: Quizá agotada con su propia y buscada claustrofobia dramática, la película explora cambios de registro (hacia el humor, generalmente). Intenta incluso que esos cambios sean formales: diferente textura fotográfica, efectos especiales. Por ejemplo, se nos ofrece un encuadre general: al principio y final de la película vemos imágenes de televisión que, con una reportera profiriendo estupideces de antología, señalan a aquello que rodea al ascensor. Este encuadre es útil, entre otras cosas porque tiene el tino de hacer del exterior un simulacro (imágenes de tv, panorámicas de postal). Pero en uno de esos cambios de registro la película coquetea con el riesgo de arruinar lo que en ella sí funciona: las secuencias dedicadas a Rambo, guardia del edificio, cuarto personaje central, relevo cómico. Caricaturesco (prestado de una mala comedia gringa), sobreactuado, su intrusión nos mueve incluso a sospechar que la relativa sobriedad del resto fue alcanzada por azar. Es más: Rambo introduce un desbalance en una de las fortalezas del guión: el contrapunto entre una ciudad ausente (pues está de fiesta, vacía, casi una maqueta) y el interior del ascensor.  

Ocho: Otro de los discretos logros de la película es el final. A diferencia de Hospital Obrero (que extrae una deslucida moraleja “humanista” de la convivencia forzada de sus personajes) o de Zona Sur (que no sabe si optar por la alegoría o la nostalgia), El ascensor termina de la única manera en que podía hacerlo bien: en vez de resolver algo que no se puede resolver en una película (¿qué va a pasar con sus historias en el mundo de afuera?), suspende el relato y acaba con sus personajes. En ello, el suyo es un final feliz.

Y medio: Llegar a ver El ascensor fue para mí una experiencia cercana a la tramitación de un carnet: un proceso entre absurdo y exasperante. Luego de consultar en más de un medio escrito el horario de las funciones, opté por sacarme tiempo un lunes en la noche. Al llegar a la Cinemateca Boliviana descubrí en la boletería que la información enviada a los medios era incorrecta: era otra la cinta que se proyectaba en esa sala a la 19:00 (información “correcta” sólo disponible en la boletería, pues en el resto de la Cinemateca los variados cartelitos repetían la información equivocada). Ya que estaba allí, decidí ver lo que daban (una película canadiense, parte de un ciclo). En la entrada de sala, me mandaron a otra, de video. Y en la sala de video, esperé 25 minutos a que alguien, incluyendo el “proyeccionista”, se apareciera. Sin suerte. Me fui. Este irresponsable juego de sillas chinas al parecer fue desencadenado para abrirle espacio a una cinta taquillera, 2012, de uno de los mayores fabricantes de bodrios del cine hollywoodense: Roland Emerich, ese de Día de la Independencia.

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