El regreso de David Lynch

  1. Cuando la serie televisiva Twin Peaks se estrenó en abril de 1990, lo hizo con los prestigios de un experimento artístico: más que un policial breve (de sólo 8 capítulos en su primera temporada), era la prolongación –por otro medio– de la «visión» o el «universo» de un director de cine, David Lynch. Y es que para entonces, en efecto, Lynch –de cuarenta y pico años– tenía a mano un mundo propio, derivado de su experiencia de 20 años en la realización de cortometrajes vanguardistas y de la dirección de tres películas ya de culto: la punkoide Eraserhead (1977), la melodramática El hombre elefante (1980) y la perfecta Terciopelo azul (1986). A pocas semanas de su estreno en Estados Unidos, Twin Peaks se convirtió en un hecho común, de esos que se comentan con extraños haciendo la cola en el banco o mientras esperamos a los hijos a la salida del colegio.

 

2.»¿Quién asesinó a Laura Palmer?» , la pregunta que organizaba este policial, le permitió en principio a Lynch volver al esquema moral y narrativo expuesto didácticamente en la que entonces y ahora es su película más famosa, Terciopelo azul: un pequeño pueblo gringo de postal –sin minorías ni pobreza– es trastornado por un crimen perverso. O «detrás de la normalidad inmaculada del sueño americano se esconde una realidad paralela que es siniestra, violenta, barroca, extraña»: esa es la tesis que, con mayores o menores complicaciones, Lynch ha fatigado siempre.

 

  1. Una tesis de banalidad evidente, quizá: el que las perfecciones aparentes de cualquier cosa escondan un lado oscuro y maligno es algo que sospechamos todos de todo. Horror mayor sea acaso imaginar que detrás de las superficies del mundo no hay nada y que los pueblos y las gentes son exactamente como declara su apariencia.

 

  1. El talento de Lynch no pasa, felizmente, por sus ideas o sus construcciones dramáticas –de relativa simplicidad y hasta torpeza– sino por el genio para ilustrar esa moral narrativa según un repertorio de maneras y manierismos audiovisuales. Nombremos algunas de esas marcas de estilo: abruptas rupturas de registro (en el universo de Lynch, se pasa del terror filosófico a la comedia gruesa en pocos segundos); secuencias oníricas de teatralidad deliberada; detalles visuales fuera de lugar (un anillo, un tronco, un tic) que anuncian una revelación que nunca llega; distorsión del sonido y de la imagen como índices de la realidad detrás de la nuestra; diálogos planos y malactuados en contraste tonal con los horrores visuales que se sospechan a la vuelta de cada esquina; digresiones visuales que sugieren una relación «explicativa» con la trama principal pero que con frecuencia no van a ninguna parte y son falsas pistas.

 

  1. Twin Peaks funcionó como televisión en la medida en que las exigencias formales del policial controlaban la tendencia de Lynch a dejarse consumir por su propio estilo. Un detective del FBI, Dale Cooper, investiga la muerte de una adolescente en un pequeño pueblo del Noroeste estadunidense. Este escueto esquema narrativo se transforma pronto en pretexto y es abandonado: ya en su segunda larga temporada de 22 capítulos, Lynch convierte su policial en la indisciplinada exploración de una teoría del mal, con posesiones malignas, realidades paralelas, desdoblamientos y dobles. Para entonces, Twin Peaks había perdido su audiencia. La serie es cancelada.

 

  1. Twin Peaks: El retorno, 18 capítulos de una tercera temporada que aparece 27 años después de la segunda, es un retorno al menos triple: el de la serie que regresa, claro, luego años de especulaciones sobre su regreso; el regreso también de Lynch, que no dirigía nada significativo desde la película Inland Empire de 2006; pero sobre todo el regreso del agente especial Dale Cooper, perdido o desaparecido en alguna dimensión paralela a la nuestra hace un cuarto de siglo. Estos regresos son la feliz ocasión para la puesta en escena de un amplio archivo de señales y guiños «lyncheanos», algo así como si Kafka se hubiese dedicado a la manufactura de relatos kafkianos, Fellini a la de películas fellinescas y Saenz al incentivo de la pequeña industria de reliquias saenzeanas. Este es un Lynch que quiere ser lyncheano a toda costa.

 

  1. El Twin Peaks redivivo –que la crítica ha celebrado casi por unanimidad– es de grandes ambiciones: establece al menos seis distintos hilos narrativos, conectados levemente. Si la serie original convocaba a un poco más de 30 personajes (entre principales y secundarios), su continuación parece una fiesta VIP hollywoodense: más de 250 personajes, muchos de ellos cameos creados para que X o Z estrella se dé el gusto de estar y decir que ha estado en Twin Peaks.

 

  1. Digresiones , escenas, sueños y homenajes se amontan sin fin y tediosamente. Se supone que nosotros, los espectadores, conectaremos los hilos. Y en ese supuesto hay otro: tenemos también que creer que en el popurrí de fragmentos se manifiesta la visión de un genio, la marca «Lynch», y que lo que vemos sigue el plan de un Gran Autor. En los hechos, la historia contada es de poco interés, cercana a esoterismos de shopping mall: exiliado por 27 años en otra dimensión –una que no escatima en su consumo de cortinas rojas–, Cooper intenta volver al mundo. Un doble maligno lo ha reemplazado, maldad que la serie sugiere disfrazando a Kyle MacLachlan: ojos negros, melena y ropa de redneck sureño con camioneta. Entre tanto, el buen Cooper reencarna en un tercer Cooper: Dougie que, averiguadas las cosas, era un tulpa, muñeco conjurado a partir de un esfuerzo mental-espiritual (según el misticismo tibetano que Lynch practica). Etc. Etc.

 

  1. Autoindulgente, ensimismado, este Lynch se abandona a sus manías. Para mí, lo mejor del regreso de Twin Peaks son los números musicales con que acaba cada episodio: Nine Inch Nails, The Cactus Blossoms, Au Revoir Simone, Rebekah del Río. Por lo demás, la ocasión se presta para recordar que, también en el cine, hay más de una manera de llegar a viejo. Unos –como Bergman o Ozu– mejoran con los años y llegan al final con películas memoriosas, críticas, generosas en su melancolía. Otros, como Kurosawa o Coppola, incurren en una pulsión filosófica, especulativa o sermoneadora. Algunos más –como Tarkovsky o Rocha o Kubrick– siguen intentado no ser los mismos hasta el final, a veces sin éxito. Lynch, a sus 71 años, pertenece al grupo de Woody Allen: los satisfechos con perpetuar, en tanto estilo, la parodia de sí mismos. El mundo, para ellos, se ha detenido.

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