Instrucciones para ver Érase una vez en… Hollywood

  1. Considere por un momento las advertencias del título, que son por lo menos tres: a) Que lo que veremos es un cuento de hadas, es decir, un relato que se acoge a todas las libertades y límites que promete el «había una vez». b) Que ese cuento de hadas se quiere un homenaje a los amaneramientos de cierto cine italiano: este «érase una vez en…» es también el de dos películas de Sergio Leone: Érase una vez en el Oeste(1968), el mejor spaguetti western de la historia, y Érase una vez en América (1984), una película que prueba que las maneras del western a la italiana se pueden adaptar muy bien a otros géneros y temas. c) Que el cuento de hadas lo será sobre un reino de hadas, de hecho su mayor fábrica: Hollywood. En la suma de estas advertencias Quentin Tarantino anuncia su deliberación: «Lo que verán, señoras y señores, es una colección de reflejos y espectros narrativos. O si prefieren, verán una ficción que copia a otras y, mientras lo hace, persigue reproducir el aura de un lugar y tiempo de leyenda».

 

  1. Recuerde también, ya sentado en su butaca, que esta es una película de Tarantino. O sea, la de un director que siempre regresa, con abandono negligente, a la misma historia: alguna venganza, algún desquite violento. Lo que importa –y a veces brilla– en sus películas son, en cambio, las escenas y sus detalles. No olvide, por ejemplo, que lo que sobrevive incluso de Pulp Fiction no es la historia que cuenta y, tampoco, realmente, los personajes que construye: lo que uno guarda en la memoria son pedazos de cine: un baile retro; un diálogo sobre hamburguesas entre asesinos; un matón que, cual inspirado predicador, cita a gritos la Biblia en un café de mala muerte. (Para algunos, estos encantos parciales son insuficientes; por eso, para este grupo de insatisfechos, la mejor película de Tarantino es, a la fecha, la menos tarantinesca: Jacky Brown de 1997). Si usted está consciente de esto –que Tarantino es un gran director de escenas y no de películas– estará también preparado para disfrutar de varios de los memorables fragmentos de Érase una vez en… Hollywood: verá a una actriz, Sharon Tate, que se divierte viendo en una sala de cine –entre perfectos extraños– la película en la que aparece, Las demoledoras (1969); verá a un viejo actor y a una niña actriz prodigio –Jodie Foster– que conversan, esperando su escena, sobre su oficio y los estragos del tiempo; verá al hermoso Brad Pitt recorriendo carreteras en su hermoso auto, bajo la hermosa luz dorada del sol californiano, con hermosa música de fondo.

 

  1. Concéntrese en los placeres amnésicos de la imagen. O sea, no pierda su tiempo luchando contra la sensación de que la película no va a ninguna parte. Dos pulsiones conviven en esta y otras películas de Tarantino: la reproducción detallada y reverente de referencias; la impaciencia con las tramas causales. Versión algo deslucida del «realismo histérico» de la narrativa norteamericana, sus películas por ello rara vez nos conmueven pero con frecuencia nos asombran y divierten. Además, lo bueno de Érase una vez en… Hollywood es que Tarantino no trata de esconder que su novena película no va a ninguna parte: es una cinta abiertamente antológica, que acumula secuencias según un impronta narrativa relajada, suelta, digresiva. Uno también va al cine por razones que tienen poco o nada que ver con la adquisición de un conocimiento sobre el mundo y sus gentes; uno puede ir al cine simplemente porque encuentra placer viendo a un buen actor interpretar a la perfección a uno malo (aquí, Leonardo DiCaprio en el papel de Rick Dalton); o porque la minuciosa imitación de una vida que ya no existe basta y sobra y es mucho más interesante –en sus cuidados miméticos– que tres consuetudinarias películas de superhéroes juntas.

 

  1. Póngase en los zapatos de ese espectador teorizado hace 25 años por las teorías del postmodernismo. A saber, un espectador que –como Tarantino y otros directores de su generación (los hermanos Coen, por ejemplo)– no ha tenido otra versión y experiencia de la realidad que la adoración –¿la idolatría?– de un alud caótico e indigesto de imágenes de televisión y cine, de pedazos de canciones y publicidad, de artículos de consumo y referencias a la cultura de masas. Si es claro que para este espectador el arte no imita la realidad, tampoco lo es que la realidad imite al arte: el arte para él imita otro arte porque simplemente no hay otra realidad que el arte. A partir de esta limitación, este espectador se imagina el hecho estético como la amorosa acumulación de reliquias de la cultura de masas, como la expresión de los fervores de un fan, como la curaduría de citas y homenajes. No hay una sola escena en Érase una vez en… Hollywood que no sea una referencia o una reproducción de cierta memoria cultural que es, al mismo tiempo, escasamente histórica. Para Tarantino, como para tantos, el pasado es una suerte de shopping mall de estilos y artefactos y por eso sus años sesenta son el amontonamiento eufórico de canciones específicas, de autos deseados, de ropa peculiar, de escenas de películas menores, de programas de televisión olvidados, de restaurantes famosos, de muebles y actores icónicos. Y de gente hablando y hablando sin parar de todo eso.

 

  1. Y recuerde que películas como esta buscan no uno, sino tres encandilamientos simultáneos. Se supone que nos tenemos que encandilar con: a) el aura de las estrellas e íconos –históricos o ficticios, no importa– de una época dorada de la cultura de masas: los sesenta; b) el aura de las estrellas de nuestra época –DiCaprio, Pitt, Robbie– en el acto de encarnar –dobles perfectos– el aura de estrellas e íconos de hace 50 años; c) el aura del trabajo de mímesis reverente, de reconstrucción y homenaje devotos del mismo Tarantino. Estos niveles tienen que estar a la vista: por eso, en todo momento, sabemos que el actor Brad Pitt interpreta a un misterioso doble llamado Cliff Booth que es idéntico a la estrella de cine y modelo por todos conocido, Brad Pitt, al que Tarantino obliga –para regocijo general– a quitarse la camiseta. Tarantino tiene muchas virtudes: la sutileza no es una de ellas.

 

  1. Al tratar de adivinar el final, piense como el director. En su defecto, abandone la sala. Tarantino piensa así: «Todos saben cómo acaba esta historia, pero a mí la historia me aburre sobremanera. ¿No sería más entretenido que Hitler no se suicidara, acorralado en su bunker, el 30 de abril de 1945? ¿O que la familia de Charles Manson no asesinara a la actriz Sharon Tate y sus amigos el 9 de agosto de 1969?». Si a usted lo divierten estas tonterías –que Tarantino considera «audacias»–, quédese a hasta el final de Érase una vez en… Hollywood. Si no, váyase a su casa antes del rutinario baño de sangre final. Algo más: quizá los que no nos criamos jugando videojuegos o viendo slasher films seamos por siempre incapaces de entender la gracia de un perro que destroza largamente las carnes y huesos de un ser vivo. Y quizá nunca descubriremos humor o ironía en la imagen de un cuerpo que se retuerce, a gritos, consumido por las llamas de un lanzallamas.

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2 comentarios

  1. Mi película de Tarantino favorita es Jacky Brown y no me considero un insatisfecho. Mi escena favorita de este film en realidad son dos: las que comparten Dalton y la niña. Mi nivel de dispersión en la sala viendo la película fue del 88.5%. En mi humilde listado «Once upon…» queda un poco mal parada, segunda de abajo para arriba, solo superada por Death Proof. Abrazo desde Patagonia a ti Mauricio y a todes quienes lean esto

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