Luz de luna: Deliberadas perfecciones

  1. Es claro que Chiron, el protagonista de Luz de luna –la sorpresiva ganadora del Óscar a la mejor película– no sabe quién es. Luego de una hora y 50 minutos de narración es claro que, nosotros, los espectadores, tampoco.

 

  1. Contribuyen a nuestra incertidumbre algunos gestos deliberados de la película: por ejemplo, su organización narrativa, que no es descriptiva sino elíptica. Porque lo que vemos en Luz de luna son tres relatos o, más bien, escenas de tres momentos de la vida de Chiron, que cambia en ellos de cara y de mirada y de voz y de caminar.

 

  1. Tres personajes con el nombre de uno: El niño de grandes ojos del primer relato se convierte en el flaco y alto adolescente de ojos rasgados del segundo, que en el tercero deviene una mole de músculos y dientes de oro.

 

  1. Las discontinuidades cuasi fantásticas del personaje central de Luz de luna se establecen sobre un naturalismo de fondo, extremo: si algo está claro es que los tres personajes llamados «Chiron» comparten la «tragedia» de ser negros, pobres y gays. Es por eso que quizá no sepamos nada de ellos salvo el hecho de que son presas perseguidas, incapaces de relacionarse sino de formas dolorosas, siempre al borde de la violencia.

 

  1. ¿Son estos personajes algo más que sus miradas de terror? ¿A qué dedican su tiempo libre, como preguntaba Perales? ¿Qué hacen cuando no están escapando?

 

  1. Parece que Barry Jenkins, el casi primerizo director y guionista de Luz de luna, no puede decidirse entre dos modos narrativos: por un lado, las discontinuidades líricas que copia de los directores que admira (Terrence Malick, Wong Kar-wai) y que conducen, en su película, a secuencias autosuficientes y hermosas: un padre enseñando a un niño a nadar; adolescentes tocándose en una playa; dos adultos que inician o retoman una relación en un café al fin de la noche.

 

  1. Y, por el otro, una larga acumulación de determinaciones brutales, como extraídas de un folletín periodístico con el propósito de atormentar a Chiron: mala madre adicta al crack; buena madre sustituta; gran papá sustituto que es traficante de drogas (que también vende, claro, a la madre adicta); un enamorado que lo golpea en público (por presión de bulis homofóbicos); una reprimida vida adulta en la que se convierte en la mismísima imagen de aquellos que lo abusaron. ¿No es esto demasiado, incluso para una víctima tan perfecta: un chico pobre, negro y gay? Y, lo que importa más, ¿no es un confusión desafortunada pensar que los modos de Wong Kar-wai pueden servir para contar otra vez Precious o Los olvidados?

 

  1. Jenkins parece tener una fe: que se puede narrar la misma historia de otra manera y que, al hacerlo, la historia cambiará. Pero creo que esa es una esperanza académica, de cinéfilo de festival.

 

  1. Poco importa que aquí la cámara se acerque a sus personajes en una perfecta intimidad formal, o que la luz de Miami sea reproducida en toda su gloria tropical, o que algunos actores secundarios (el estupendo Mahershala Ali) añadan a sus personajes matices y riquezas ausentes en el guión. Y menos relevantes aún son esas ansiosas lecturas que hacen de los vacíos narrativos de la película una invitación a otros lugares comunes, ya teóricos: que no sabemos quién es Chiron porque él, definido violentamente desde afuera, tampoco lo sabe; que el personaje es siempre otro porque los modelos de masculinidad en la cultura afroamericana son así de represivos y esquizofrénicos; que la idea de la «luz de la luna» –en la que «todos los afrodescendientes son azules», explica alguien en la película– anuncia ya la construcción de un personaje que es uno y muchos, individuo y alegoría. No: lo que hay es la misma historia, la de una serie de gruesos estereotipos que acabaron, extraviados, en una película hecha para los críticos.

 

  1. Pocos consensos tan unánimes como el que rodea a Luz de luna. Los sitios Rotten Tomatoes y Metacritic, que tabulan y generalizan las calificaciones del jet set del periodismo cinematográfico angloamericano, le dan un 98 y 99 sobre 100. O sea: sólo uno o dos de cien críticos no piensan (o no pensaron) que esta es una película perfecta. Y sin duda lo es, pero su perfección no es ni narrativa ni cinematográfica sino cultural: es la película perfecta, sobre el tema perfecto, en el momento perfecto, para un perfecto público de críticos. Es dudoso que sobreviva a tantas perfecciones.

 

Publicaciones Similares

Deja un comentario