Perfidia: Un regreso a la escena del crimen

 

Uno: Sabemos por el diccionario que la perfidia es la “deslealtad, traición o quebrantamiento de la fe debida”. Pero, aunque lo sepamos, también intuimos que lo que nombra la palabra no es una deslealtad rutinaria, y que con la “perfidia” se habla de devastaciones intensas, excesivas, totales. O, si se quiere, que alude a quebrantamientos que habitan el purgatorio de los boleros: “nadie comprende lo que sufro”, escribe Alberto Domínguez, el autor de la canción que luego Los Panchos, Manzanero y ahora Rodrigo Bellott retoman. Domínguez añade: “solo, temblando de ansiedad estoy, todos me miran y se van”.

Dos: El que está solo es Gustavo, un mochilero que llega (o regresa?) a Ithaca, Nueva York. Una larga toma inicial anuncia, dejándonos suspendidos en la espera, el aislamiento: un paisaje invernal –desolado y hermoso– pasa morosamente por el vidrio manchado de un vehículo. Luego, vemos a Gustavo (que, como en estos minutos iniciales, ocupará en la película diferentes espacios y, sobre todo, un cuarto de hotel), casi ausente o en todo caso recluido en una deliberada interioridad. La película, es cierto, también podría haberse llamado “interiores”, aunque aquí esos interiores no sean los de la desnudez emocional sino de los rituales del cuerpo, de una presencia fantasmal que encuentra en pequeñas tareas físicas las únicas corroboraciones de su existencia. Parecería que los únicos que podemos ver a Gustavo somos nosotros, los espectadores.

Tres: Por lo dicho, es claro que Bellott explora en Perfidia (2009) otros modos narrativos y, sobre todo, otro tono. Sus dos largometrajes anteriores (Dependencia sexual de 2003 y ¿Quién mató a la llamita blanca? de 2007), aunque en géneros distintos, apuntaban a las posibilidades de la saturación (verbal, visual, temática), en un procedimiento que ha sido emparentado con la tradición del barroco andino. Visceral, su cine suponía en esas películas la renuncia a dejar las cosas en paz, a los momentos muertos, a la contemplación. Aunque, habría que anotar, esa inmersión en el frenesí de las cosas (y “Frenesí” es el otro gran bolero de Alberto Domínguez) nunca condujeron necesariamente a la comunicación o la epifanía intersubjetiva: aunque hablaran hasta por los codos, esos personajes de Bellott también estaban solos.

Cuatro: Un mochilero llega (regresa?) a una Ithaca invernal, recibe una llamada en una gasolinera desierta, se registra en un hotel y espera. Eso es todo. Sabemos, por detalles, que esa espera no es una cualquiera: en el cuarto de hotel, lo vemos sacar de la mochila media docena de pasaportes, recibir por debajo de la puerta un sobre con fotos, guardar un fajo de dólares. Y, antes de eso, lo observamos cumplir los cuidados casi obsesivos de una preparación ritual: cambia de rostro o disfraz, se corta las uñas y guarda los restos en una bolsita, plancha su ropa. En parte, Gustavo hace lo que un hombre solo hace en un cuarto de hotel: ver pasar el tiempo, dar vueltas inútiles, arreglar su equipaje, masturbarse, mirar televisión. A la vez, esos movimientos están en Perfidia ligeramente fuera de eje, anuncian algo ominoso en su meticulosidad desquiciada.

Cinco: Creo que el secreto de Perfidia radica en no caer en la tentación de pensar que es una película de suspenso. Si bien se anuncia “algo” (quizá un sangriento regreso a la escena del crimen, como en La Odisea), lo que importa –como en el poema de Konstantinos Kavafis que escuchamos en la película– es el viaje que conduce a ese algo. Un viaje que, en Perfidia, no consiste en demorarse en un show de naufragios y monstruos sino en lo que hace un hombre sin nombre en un cuarto de hotel.

Seis: Así –y si así lo decidimos– tenemos la opción de dejarnos seducir por los placeres de una cámara (en mano) que gira lentamente, casi como explorando el entorno, casi como buscando a su personaje (que entra y sale de planos que juegan no sólo con lo que vemos sino con lo que sospechamos cerca). Y si nos concentramos en los rituales del personaje –que son los de una novia que se prepara para su boda–, las recompensas son, al menos para este espectador, innegables, pequeñas piezas de cine que funcionan en sí mismas: el lento cambio de rostro frente al espejo; o los desplazamientos coreográficos del protagonista contra una pared, como queriendo tocar algo que está más allá, acaso perdido.

Siete: Es posible pensar Perfidia como un diálogo con Lisandro Alonso, director argentino que suele hacer de hombres solos y silenciosos, que regresan a la escena de un crimen, el objeto único, y mítico, de su cine. En esta cercanía, sin embargo, se define la diferencia de Bellott: no sólo su uso intenso de la música lo distingue (que en Perfidia es un gran uso), sino la tendencia a romper o variar los modos emocionales que propone. Uno de esos notables momentos de quiebre, en Perfidia, llega cuando Gustavo, desnudo, hace la fonomímica de “Si no supiste amar” de Luis Miguel. Lo que se produce es una hipnótica versión gay de Robert De Niro hablándole al espejo en Taxi Driver, un numerito musical en el que la cámara devuelve la mirada y la pistola es un micrófono.

Ocho: Bellott ha sugerido que se podría inferir el experimentalismo de su película del hecho de que escuchamos, en toda ella, sólo tres minutos de diálogo. Y es cierto: casi las únicas voces son en realidad ruidos, palabras grabadas y autómatas, fórmulas de cortesía y banalidades. La disciplina de esta renuncia se rompe un poco con la recitación, in extenso, del poema “Ítaca” de Kavafis, inscrita en un flashback destinado quizá a resolver el misterio de la película pero innecesario en sus detalles emocionales (el poema y la escena corren el riesgo de convertirse en una suerte de “clave”, bastante simple, de la película). Perfidia –creo– no necesitaba conducir su parquedad hacia el didactismo. Si los rituales que vemos no eran los de una película de Tarantino sino los de un concentrado bolero pasional, esa información tiene, como revelación, poca importancia. Lo que importaba era el viaje y su demora, no el exterminio de los pretendientes.

Y medio: Perfidia, que duró poco en cartelera, se estrenó en 25 funciones diarias en salas del eje central del país. Esa difusión inicial es mucho más generosa que la que este tipo de cine –limitado al circuito de los festivales– recibe en cualquier parte del mundo. Con ello quiero decir que Perfidia pertenece a un cine que sólo lentamente, y con dificultades, encuentra a sus espectadores, no importa si en una o 25 salas. Por lo pronto, encontró a este espectador, es decir, a mí.

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