Buey rojo sangre de Rodrigo Bellott: parece que una de terror
1. A que nos falte, mejor es que nos sobre.
No han pasado ni quince minutos y ya Buey rojo sangre (2021), el quinto largometraje de Rodrigo Bellott, nos ha mostrado los que –estimamos– serán los materiales de su relato: a) imágenes sangrientas (que son sangrientas menos por su violencia que por el abundante derrame, literal, de un líquido rojo sangre); b) personajes de los que sabemos y sabremos poco, incluso la relación que los une; c) pesadillas sinfín de las que los personajes se despiertan obviamente aterrorizados y sudorosos; d) símbolos y representaciones del mal que se avecina (un monstruoso buey o minotauro, por ejemplo, del que se ofrecen tres versiones, una tras otra, en esos minutos iniciales); e) la repetición de diálogos y escenas, casi como si fueran errores y no lo que son: avisos de que esta realidad no es lo que parece ser a primera vista.
2. Una de terror.
O sea, por lo visto en sus primeros minutos, nos queda claro que Buey rojo sangre no se ocupará de ofrecernos explicaciones sobre su historia y sus personajes. Y no importa que no lo haga: la película misma ha saturado su relato con indicios y señas, casi de manual, de su pertenencia a cierto género, ese para el que basta y sobra que aparezcan de pronto o se anuncien machaconas presencias malignas. Pero entonces descubrimos que estas claridades, las del cine de terror, son una ilusión, tal vez una trampa.
3. Las dos historias.
Una pareja, Amir y Amat, llega a Tarija invitada por la activista ambiental Amancaya, asistida por su hermano, Amaru. Amancaya es una vieja amiga de Amir y lo recluta para escribir un reportaje sobre la selva húmeda tarijeña. En esta primera historia se anuncia tempranamente, en una serie de interpolaciones de rápidas imágenes sangrientas, la inminencia del daño, aunque no se sabe si lo que estamos viendo son premoniciones del futuro inmediato, incluyendo el de la película, o intervenciones alegóricas de la Madre Tierra (que, contra toda evidencia, dizqué “condena o rechaza a los que intentan explotarla”), o simplemente las pesadillas de uno de los personajes. Pero luego esa historia –que incluye un número de fonomímica y una larga y tediosa excursión ecológica explicativa– es socavada por una revelación que patea el tablero: Amat había sido nomás un esquizofrénico no medicado y lo que hemos visto hasta ahora en la peli no es “la realidad”. Muy pronto, esa sospecha se suelta el botón del pantalón y se hace general en su indiscriminación: puede que Amat no exista, puede que el hermano de Amancaya tampoco, puede que lo que hemos visto sean solo las alucinaciones de fulano o perengano. Etc.
3. El discreto encanto de los trucos narrativos.
Bellott incurre aquí en la tentación de creer que los trucos narrativos o formales garantizan un acceso a la complejidad. En su defensa, hay que recordar que la misma tentación es común en la época: piense, amable lector, a manera de ejemplos, en los clásicos contemporáneos El club de la pelea (1999) de David Fincher, El cisne negro (2010) de Darren Aronofsky y Estoy pensando en acabar con esto (2020) de Charlie Kaufman. En todas ellas, el truco es, detalles más o menos, el mismo: lo que consideramos que está sucediendo en “la realidad” representada por la película está sucediendo, en parte o en su totalidad, solo en la cabeza de uno de sus personajes. En Buey rojo sangre el truco se multiplica: lo que ocurre, ocurre dentro de más de una cabeza, aunque es difícil explicar cómo las alucinaciones de uno son incorporadas a las alucinaciones de otro (¿las alucinaciones se pusieron de acuerdo?). Pero según prueba también nuestra breve lista de ejemplos, el truco no garantiza nada: la de Fincher es una alegoría gruesa y obvia; la de Aronofsky es un tedioso ejercicio claustrofóbico; Kaufman logra un relato fantástico que funcionaría a pesar de, y no gracias a, su truco final.
4. No toda historia de fantasmas es una historia de amor.
Como en esos relatos de Borges en que un personaje sueña a otro y los dos son, a su vez, soñados por un tercero (que acaso sea un dios, a su vez soñado por otro dios), en Buey rojo sangre los personajes centrales imaginan (o se inventan) a los otros. Dicen que es inevitable que eso suceda en una historia de amor: en eso pensaba el narrador David Foster Wallace cuando escribió, para ser citado por la posteridad, que “toda historia de amor es una historia de fantasmas”. Pero lo inverso no es cierto: no toda historia de fantasmas es una historia de amor, algo que hace patente la película que comentamos. Las que se nos presentan son, de hecho, las fantasmagorías de la enfermedad y es difícil encontrar en ellas otra cosa que una patología contaminada por el cine mismo (de terror) o por una exuberante incoherencia algo desprovista de encantos narrativos.
5. Más complicada que compleja.
Quizá porque tiene que andar escondiendo sus cartas para que el truco funcione, Bellott no alcanza a proponer personajes que despierten algún tipo de identificación, de empatía. Aunque las actuaciones sean impecables (y, en algunos casos, memorables), es difícil sentir apego por esos personajes y su suerte. Y eso sucede porque acá el truco aquel de que “todo está en sus cabezas” es solo un truco, truco que, además, obstruye precisamente el mínimo desarrollo de los personajes. Y es ese mínimo faltante el que nos impide conseguir las mínimas identificaciones necesarias para que los sufrimientos que se exhiben nos importen. Más complicada que compleja, la película amontona en cambio, en un sostenido pastiche, su errática miscelánea visual: una caldera que pita ominosa aquí, un minotauro fisiculturista allá; un bosque gótico por aquí, voces que susurran su locura por allá. Etc.
6. Los límites de la experimentación.
En la filmografía de Bellott hay un afán de experimentación, afán que suele manifestarse en una doble inclinación: se ensayan modos del relato y del punto de vista y, a la vez, se lo hace dentro de los límites de un género reconocible. Por ejemplo: el documental o reality abordado desde una pantalla dividida en dos (en el mejor segmento de Dependencia sexual, de 2005), los quiebres y digresiones en los múltiples estilos posibles de una barroca farsa de carretera (¿Quién mató a la llamita blanca? de 2006), el intimismo minimalista, claustrofóbico y estático de un cuarto de hotel (de Perfidia, de 2009) o los cruces entre representación y ‘realidad’, teatro y cine, en Tu me manques (2019). Y se puede, sobre estos afanes, decir lo que se dice de las formas del cine en general: que en sí mismos no garantizan nada. Lo que en Dependencia sexual funciona bien (la multiplicación de los puntos de vista y de los tiempos narrativos) ya no funciona bien en Tu me manques (tal vez porque no hay nada en el mundo que salve un melodrama educativo). En Buey rojo sangre todo está bien hecho, con cuidado, con efectividad. Aquello de repetir, con variaciones, escenas y diálogos es, por ejemplo, un recurso que contribuye a la atmósfera pesadillesca del asunto. Pero esta y otras virtudes (la fotografía, las actuaciones, la banda sonora) no son suficientes para hacernos olvidar de que las psicologías aquí en juego son planas o inexistentes, que mucho en el relato depende de escenas rutinarias o del escamoteo de la información, y que esta última, como en una de esas películas basadas en un relato de Agatha Christie, nos la proporciona al final un personaje que entra por la ventana y nos aclara con rapidez qué es qué y quién es quién. “Ah”, decimos aburridos, “así que así había sido la cosa”.
7. Sobre el llamado “terror clásico”.
Aunque la ausencia en ella de motosierras, payasos siniestros o largas escenas de tortura podrían hacernos pensar que esta película de Bellott, por contraste, es un “homenaje al cine clásico de terror”, creo que tal adscripción sería un equívoco. A diferencia de los clásicos del género, lo que caracteriza Buey rojo sangre es una comprensión peculiar (que intuyo problemática) de lo que los cursos de guion llaman subtexto, eso que en una película o escena se sugiere o presume pero no se muestra (y que nosotros, los espectadores, reconstruimos al interpretar la película o escena). Al principio, todo está a la vista, expuesto sobre la mesa, como la llamativa sangre del título y otros lugares comunes del género: monstruos animalescos, casas ominosas, personajes que esconden algo, gente horrorosamente amable u hostil, ruidos y música acorde con todo lo anterior, etc. Pero luego resulta que es mucho lo que no habíamos sabido y que esa nuestra ignorancia depende menos de las opacidades del mundo y de la gente (pues caras vemos pero corazones no sabemos) y más del simple hecho de que la película se guarda esa información para el final, cuando nos será proporcionada con apresuramiento y en tanto las “claves” del asunto (a diferencia del cine de terror clásico, en el que el subtexto nunca deja, al fin de cuentas, de serlo: no hay explicación que explique el comportamiento de los pájaros de Hitchcock). El resultado es simple: Buey rojo sangre cuenta unahistoria de gente absorta en una locura rutinaria y cansadora, como suelen ser, por lo general y por otra parte, las locuras.