La segunda edición de El Loco, 54 años después

  1. Por lo menos esto está claro: que son pocos los que hoy dudarían en incluir El Loco (1966), el interminable libro de Arturo Borda, entre “los clásicos de la literatura boliviana”. Pero también es probable que la unanimidad del consenso que ha canonizado este libro en tres tomos y 1.660 páginas pierda algo de su encanto si nos hacemos la pregunta inmediatamente necesaria: ¿y qué queremos decir en Bolivia cuando decimos que un clásico es un “clásico”?

 

  1. O, si se quiere, acaso la categoría misma de “los clásicos” –salvo para diyeis de FM y comentaristas deportivos– no tenga mayor sentido en un país en el que se lee poco y a veces a la fuerza; en el que buena parte de las lecturas formativas en los colegios son libros de autoayuda (de izquierda o de derecha, no importa); en el que los tirajes de las ediciones son hoy los mismos o menores que los de hace 50 años.

 

  1. La definición de los clásicos suele ser un trámite institucional, resultado visible de ejercicios y aspavientos de la autoridad. Son los aparatos educativos, los especialistas, los consensos de la opinión de oídas los que nos señalan con insistencia aquellos libros que hay que leer, o que vale la pena leer, o que nos debería dar vergüenza no haber leído. Felizmente, si El Loco es un clásico de nuestras letras, no lo es según estas definiciones: su estatuto de “clásico” es más bien el resultado de una conexión viva con los lectores.

 

  1. O sea: sin que nadie obligue a nadie a leerlo y sin que, de hecho, se lo lea en su totalidad, El Loco es un libro que ha mantenido relaciones de fervorosa complicidad con varias generaciones de lectores. En diferentes épocas y con diferentes beneficios, los lectores de El Loco han ido estableciendo un grupo específico, el de los “bordianos”. Aunque un tanto más pequeño como culto que el de los “churatistas” (los devotos en los cinco continentes de la obra de Gamaliel Churata), el de los que releen a Borda comparte la misma intuición: la sospecha de que las textualidades desparejas de su autor dicen algo que otros textos no dicen.

 

  1. Acaso sea inevitable o previsible que, en un país de tan escasos lectores, las lecturas que nadie nos ha obligado a hacer se conviertan en actos que nos definen e identifican. Dejan así de ser solo lecturas y devienen actos de devoción, con sus respectivos objetos de culto: es difícil explicar de otra forma que los tres tomos de la edición de 1966 de El Loco hayan llegado a costar 3.000 Bs. Ni extraordinaria en sus rasgos materiales (nada en ella impresiona, salvo el aura de los años), ni notable por el celo de su cuidado (pues las erratas y torpezas gráficas no son infrecuentes en su texto), esa primera edición de El Loco adquirió el valor de su escasez.

 

  1. El repetido desencuentro entre vida y obra en la cultura boliviana –ya tempranamente teorizado por Gabriel René-Moreno– es otra de las razones que contribuyen a la leyenda que rodea la edición de El Loco. En pocas palabras: la idea de que la obra letrada es imposible en Bolivia porque las condiciones de la vida social (con sus violencias rituales y sus penurias sinfín) lo impiden. Este desencuentro tal vez tiene un correlato objetivo en la historia de las ediciones de algunos clásicos que, como las vidas que los impulsaron, son obras inconclusas: La lengua de Adán de Emeterio Villamil, Últimos días coloniales en el Alto Perú de René-Moreno, Lo nacional-popular en Bolivia de René Zavaleta Mercado. O es un impasse del analfabetismo funcional que encuentra una comprobación en el hecho de que entre la primera y segunda edición de libros que tampoco dudaríamos en llamar “clásicos” median a veces no años sino décadas: casi tres décadas entre las primeras y segundas ediciones de Juan de la Rosa de Nataniel Aguirre (1885/1909) y Sangre de mestizos de Augusto Céspedes (1936/1962), o las ocho escandalosas décadas entre la primera y segunda edición de Íntimas de Adela Zamudio (1913/1999). Para complicar las cosas, El Loco enfrentaba además los contratiempos de su volumen: ¿dónde encontrar un editor que se animara con sus 1.660 páginas?

 

  1. En 1966 fue la Alcaldía de La Paz la que, a 13 años de la muerte del autor, decidió la publicación de un original de 1.300 páginas dactilografiadas, dividido en nueve carpetas, en posesión del hermano del autor, Héctor Borda. Ya entonces los familiares de Borda creían que se habían perdido dos partes del libro. Hoy, el resto de los originales está extraviado. Por eso hay que agradecer que los responsables de la edición hicieran lo que siempre es mejor en Bolivia: aprovechar cualquier oportunidad inusual (el Estado dispuesto a pagar una edición de 1.660 páginas) y aprovecharla de la mejor manera. Alcira Cardona (que cuidó la edición), José de Mesa y Teresa Gisbert, que la impulsaron: sin ellos, no sólo no tendríamos una primera edición de El Loco sino tampoco, probablemente y a secas, El Loco.

 

  1. También la Alcaldía de La Paz es la responsable de la segunda edición de El Loco, que acaba de aparecer nada menos que 54 años después de la primera. Al cuidado de Miguel Pecho, es una edición elegante, limpia (se han corregido en ella erratas e infelicidades gráficas de la primera), en un solo gran tomo de 1.018 páginas y 20 láminas a color (retrato del autor y 19 reproducciones de sus cuadros). Esta publicación fue el acto final de la gestión de Andrés Zaratti, secretario municipal de culturas, en un cierre melancólico pero memorable de 20 años de una serie de gestiones caracterizadas por el entusiasmo y la sinceridad.

 

  1. La segunda edición de El Loco presta un servicio urgente: pone a disposición de muchos lectores un libro que solo conocían en fotocopias o ejemplares celosamente prestados por sus dueños. (Fruto de una larga paciencia de años, luego vendrá otra edición de El Loco, la tercera, más académica y para especialistas, proyecto en curso con el apoyo de la Carrera de Literatura de la UMSA).

 

  1. Y, si cumple su destino, la segunda edición servirá además para presentar el texto a una nueva generación de lectores. En su breve introducción de 1966, los esposos Mesa Gisbert decían que no creían “que la obra literaria de Borda pueda encajar en ninguno de los géneros conocidos”. ¿Cómo deberíamos describirla hoy, 54 años después, a esos nuevos lectores? Habría que decirles, para empezar, que es un libro desigual, de textualidades heterogéneas, que rara vez leemos de un tirón. O que es probable que no sea un libro sino varios y que la relación entre esos varios libros dentro del libro está sujeta a interpretaciones. Y también que es un libro en el que muchos han encontrado, como en un continente inexplorado, algo que parecía destinado a ellos, algo que los estaba esperando.

 

  1. Aunque con los objetos de la devoción ajena nunca se sabe, yo no veo en la aparición de esta segunda edición de El Loco sino razones para celebrar.

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