Testimonio clasemediero: Imágenes de un naufragio

1. ¿Abrieron los cines después del 21 de octubre? No tengo la menor idea: desde ese día, como tantos, dejé de prestar atención a la cartelera y me entregué, a tiempo completo, a la crisis nacional.

2. Mi esposa me ha dicho que lo mío es ya patológico: “ya dejá de buscar y leer noticias, te va a hacer mal”. Entre tanto, mientras espero que periódicos y agencias de noticias actualicen sus páginas digitales, y como muchos, intento trabajar. Pero solo soy capaz de poco o nada: es como si mi cuerpo y mi cabeza no me pertenecieran, poseídos por la desorientación y la ansiedad, por la rapidez de los hechos, por no saber qué es qué.

3. Podría decir, canchero, que “a ratos intento ver los noticieros televisivos nacionales”. Pero estaría mintiendo: lo cierto es que los veo con voracidad, algo que no había hecho antes. De esas horas y horas de cobertura, rescato dos impresiones: a) confirmo mis sospechas sobre las inmensas limitaciones profesionales del periodismo televisivo en Bolivia; b) compruebo los estragos causados por casi una década en la que el periodismo en la tele se redujo aquí, casi exclusivamente, a la crónica roja y policial y al ejercicio muscular de extender o poner un micrófono delante de alguien.

4. Un periodista relata en vivo un tour por uno de los aposentos del expresidente Morales: “Esta –nos dice– es una mesa de madera fina y hay varias sillas”. Luego, vemos al mismo periodista mostrar el closet de la residencia, mientras sus colegas hurgan en los cajones: “Aquí vemos un par de zapatos del exmandatario”. Acaso estas escenas retraten bien las habilidades y torpezas del periodismo televisivo boliviano.

5. ¿Cuáles son esas limitaciones? Menciono algunas:

a) Es un periodismo que apenas logra hacerse presente y estar ahí para señalar lo obvio: que una mesa es una mesa, que unos zapatos son zapatos, que hay una marcha que viene, que hay una marcha que va, que la gente en la cola hace cola.

b) Es un periodismo que se guía menos por una brújula propia que por la imitación: no es difícil llegar a la conclusión de que su consigna es hacer lo que otros hacen. ¿Es por eso que se aglomeran en los mismos lugares, cubren exactamente las mismas noticias, hacen las mismas preguntas, dicen las mismas tonterías, comparten la misma ignorancia?

c) Es un periodismo elemental incluso en el manejo de sus herramientas de trabajo, como el lenguaje. Un reportero nos dice que “hay varias sillas”, agotado tal vez de antemano por la tarea de contar las ocho sillas que vemos.

d) Es un periodismo intensamente desinformado, que no puede hacer preguntas, que rara vez escucha las respuestas, y que no se hace cargo incluso de los contextos inmediatos: ¿cuánto costó la residencia presidencial? ¿quién fue el arquitecto? ¿qué dijeron otros –en una ruidosa polémica– sobre su diseño?, ¿cuál la historia de los muebles?, ¿esa era la famosa cama de 21.670 Bs.?

6. Busco notas e imágenes del periodismo televisivo internacional. Mucho de lo que veo (de la cobertura argentina, por ejemplo) es pasmoso y me provoca vergüenza ajena: bien intencionado a veces, fiel a protocolos profesionales, pero casi invariablemente minuciosamente desinformado, repleto de errores de hecho o de interpretación básica de esos hechos. Con frecuencia nos parece que están hablando de otro país y que las imágenes que muestran son puestas al servicio –mero color local– de una película salida de la cabeza de alguien que está convencido de que entiende pero que es obvio que no entiende un carajo.

7. Busco fuentes alternativas: ¿qué dicen los otros? Me incorporo por eso a varios grupos de Whatsapp: el de movilización de mi barrio, el del trabajo, el de mi sindicato. Pronto descubro que Sartre, cuando escribió en 1944 que “el infierno son los otros”, no sabía de lo que hablaba: el verdadero infierno son los otros en un grupo de Whatsapp.

8. Quiero concentrarme (¿distraerme?) en el trabajo: reanudo una edición pendiente de Últimos días coloniales en el Alto Perú, la gran crónica de Gabriel René-Moreno. Me distraigo primero al pensar que quizá, de aquí a unos años, a alguien se le ocurrirá escribir un libro parecido: Últimos días postcoloniales del proceso de cambio. Y al avanzar en la edición llego a la parte en que René-Moreno reconstruye y analiza la función que tuvieron en la insurrección charquense de 1809 los pasquines anónimos, los rumores, los chismes. ¿La centralidad en esta crisis del Whatsapp y del Twitter prolonga una antigua tradición insurreccional altoperuana?

9. Dejo de editar a René-Moreno para seguir buscando algo que aplaque mi sed de respuestas. Reviso lo que dicen los “analistas”. Compruebo que los nacionales, en general, están de acuerdo en describir lo que vivimos como un fin de época: asistimos al ocaso de un ciclo estatal, de un sistema, de un modelo hegemónico. Sus opiniones oscilan entre la desolación y el pragmatismo: “se nos quiere obligar a escoger uno de los extremos de una guerra falsa”, “las animosidades exacerbadas en esta crisis serán de lenta y difícil reparación”, “hay que buscar primero la pacificación del país”, “se debe intentar incorporar al MAS a una nueva institucionalidad”, “las elecciones sin fraude hay que hacerlas lo más pronto posible”, etc. Para todos estos analistas es muy claro esto: no hay nada de clásico, consuetudinario o conocido en esta crisis. Cuando nos despertamos, Evo ya no estaba aquí.

10. En cambio, para muchos de los analistas que nos leen desde afuera –y con pocas excepciones, como la de Raquel Gutiérrez o Raúl Zibechi o Alfredo Grieco y Bavio (excepciones que dicen cada una algo distinto)– lo sucedido, lo que sigue sucediendo, es un relato que ellos ya se sabían de memoria. Es gente poco interesada en entender: sus “análisis” son más bien performances dirigidas a un público cautivo, a una audiencia de conversos en necesidad de reafirmar los artículos de su fe. O “golpe de Estado racista perpetrado criminalmente con ayuda del neoimperialismo norteamericano” o “primer grito libertario en una gesta que augura el fin de la dictadura del socialismo del siglo XXI”, la crisis en Bolivia es mera materia prima, pretexto de un libreto confesional que desdeña por igual el pensamiento y los hechos. Estas “intervenciones solidarias” tienen por eso escasa utilidad para nosotros, más allá de su interés etnográfico: ilustran más un hábito institucional lejano, no una práctica que nos sirva. Véase, a manera de ejemplo, en una suerte de versión izquierdista de la alt-right latinoamericana, la delirante explicación del académico argentino Néstor Kohan, combinación perfecta de exasperación militante, slogans, frases hechas, gestos de fidelidad clientelar a un establishment académico, fakenews por doquier, ignorancia muy segura de sí misma, reglamentarias apologías y denuncias (sus “héroes” son gente como el tira Juan Ramón Quintana; sus “traidoras a la causa” son gente como Silvia Rivera, Raquel Gutiérrez, etc.).

11. Si continúo usando mis días como lo hago ahora: ¿llegaré a entender lo que pasa? ¿Y si dejara de leer y ver tanta noticia? ¿Y si me alejara un poco? ¿Qué supondría concretamente “alejarse”? ¿Alejarse sería, por ejemplo, seguir con mis rutinas de consumo cultural, aquello de “leer revistas en la tempestad”? Pero, más allá de la tranquilidad que ofrecen las certezas confesionales, ¿escaparse de la realidad es realmente posible? ¿Y si me dedicara a ver algo reparador –comfort food para el alma–, por ejemplo una buena serie gringa de abogados, de esas en las que las instituciones, aunque a tumbos, funcionan y la justicia tarda pero llega? ¿El deseo utópico es ridículo en este momento? Si digo que ahora mismo no sé si celebrar o llorar, ¿traiciono a alguien o a algo?

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