Toni Erdmann: Una comedia alemana de tres horas

  1. La extraordinaria Toni Erdmann es una comedia alemana de 162 minutos de duración. Ya esta sola descripción bastaría para justificar algún asombro: ¿una comedia alemana?, ¿una comedia de tres horas? ¿Y encima buena? Y sí, Toni Erdmann es todo eso.

 

  1. Esta comedia alemana de tres horas ha conseguido de hecho algo que ninguna otra cinta en décadas: ser elegida la mejor película (de 2016) por las tres encuestas anuales más prestigiosas de la crítica cinéfila: las de las revistas especializadas Film Comment, Sight & Sound y Cahiers du Cinéma.

 

  1. Un padre, Winfried, intenta reconstruir lazos y afectos con su hija, Ines, una consultora corporativa de alto vuelo. Para hacerlo, viaja e invade la vida laboral de la hija en Bucarest. A ratos lo hace disfrazado: peluca, dientes postizos. Ese personaje o alter ego paterno es el «Toni Erdmann» del título (que copia a algún personaje del comediante Andy Kaufman).

 

  1. Como es evidente de su resumen, la trama básica de Toni Erdmann comercia con fórmulas clásicas y arquetipos populares. La ruptura generacional que retrata es un asunto no sólo de temperamentos, sino de gruesos contrastes culturales y políticos: Winfried –»un maestro de música semijubilado, tirando a hippy, bromista y bonachón»– parece disfrutar de la vida en la misma medida en que su hija Ines –»una fría mercenaria de la globalización capitalista, tiesa y formal»– no puede hacerlo. Pero estas obvias premisas son sólo un principio, un pretexto: Toni Erdmann no es la comedia del padre de izquierdas que rescata a su hija de las infelicidades del éxito de derechas.

 

  1. Y no lo es –entre otras virtudes– porque su minuciosa descripción de las infelicidades de la globalización, aunque esquemático, adquiere poco a poco una densidad cómica inusual. Es cierto que Maren Ade, la directora, no quiere que queden dudas sobre dónde está su corazón. Tal vez por eso la película se traslada a la capital de Rumania: Ade imagina que acaso en esos márgenes de Europa sea más fácil que en Alemania (¿?) señalar los contrastes entre el lujo y la pobreza, entre los nativos y los representantes del capital, entre los espacios minimalistas del gusto transnacional y un disfraz tradicional búlgaro, puro pelos y tercer mundo. Pero Ade no deja que su corazón interfiera con su curiosidad: Toni Erdmann se detiene largamente en las ceremonias, las violencias, las dinámicas, los eufemismos, las jerarquías, los divertimentos de la cultura empresarial globalizada. De repente, en esa su atención, esta deja de ser una comedia sobre un padre y su hija y se convierte en otra cosa: una película sobre el trabajo.

 

  1. Toni Erdmann, el personaje creado por el padre, es el que, en principio, introduce las perturbaciones necesarias para convertir a esta en una de esas comedias tan frecuentes en el capitalismo tardío: comedias de la incomodidad. Este modo –del que el ya mencionado Kaufman es el gran precursor y del que la serie televisiva The Office, en sus dos versiones, es el ejemplo más conocido– propone malentendidos tensos, excesivos, ridículos, casi insoportables. Y los prolonga más allá de lo que es aconsejable, como si la clásica caída por la cáscara de plátano en la acera fuera filmada en cámara lenta, repetida, analizada por los transeúntes, justificada en detalle por el caído.

 

  1. Ade, joven directora de la llamada «escuela de Berlín» (de la que sale mucho de lo mejor del cine alemán reciente), en sólo su tercera película (luego de cinco años de trabajo, dos de ellos en el guion, y cientos de tomas: filmó más de 100 horas), logra algo que justifica los entusiasmos cinéfilos: la suya es una comedia en la que la lógica narrativa de cada escena y el arco o diseño dramático de la película toda se ofrecen capaces de transfiguraciones asombrosas.

 

  1. Por ejemplo, sus escenas. Que parecen improvisadas porque son impredecibles en los términos de la rutina dramática o cómica; en realidad, son construcciones en las que a cada momento la situación deviene otra o cambia de curso delante de nosotros. Esto, claro, es posible por el trabajo de los actores centrales (Sandra Hüller y Peter Simonischek), nunca presencias actorales tan presentes como en esta película. Y esas escenas –al mismo tiempo precisas y digresivas– son parte de un relato abierto, que sugiere enlaces y conexiones que no son los que se recomiendan o codifican en esas clases de guion que han arruinado tanto cine. Por eso Toni Erdmann dura casi tres horas: es el justo tiempo que Maren Ade necesita para «cerrar» –es solo un decir– su relato.

 

  1. Si Toni Erdmann es una gran película sobre las relaciones entre padres e hijos –como Historias de Tokio de Ozu o Todos están bien de Tornatore–, lo es porque en ella el padre y su hija ensayan delante del otro la caricatura de sí mismos, sus prejuicios, su ignorancia sobre vidas que no conocen, sus reclamos (que no vienen al caso porque no tienen remedio). Y porque en ese gran teatro de la tragicomedia filial, los extremos y el ridículo no son vehículos de epifanías de autoayuda sino de la aceptación resignada de lo que somos o podemos, apenas, ser. Al fin de esta melancólica comedia alemana de tres horas, el padre es el mismo jubilado de izquierdas del principio; la hija, la misma consultora internacional «despiadada». Lo único acaso diferente es que hay entre ellos una relación posible, a pesar de las condiciones –generacionales, económicas, culturales– que ellos no solo no han elegido sino que no pueden o no quieren cambiar.

 

  1. El final abierto, ambiguo, triste de Toni Erdmann no es material hollywoodense. Lo que Hollywood hubiera hecho con esta historia, en el mejor de los casos, es conducirla hacia una moraleja voluntarista: el padre ya consciente de las dificultades patriarcales que enfrenta una mujer en el mundo corporativo; la hija convertida en una consultora internacional «de gran corazón». Y tal vez esa será la suerte de esta película en Hollywood después de todo: se prepara ya un remake gringo, con Kristen Wiig (la de Damas en guerra y Los cazafantasmas) y nada menos que el octogenario Jack Nicholson.

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