Los otros amores de Wiñay
1. Entre las obsesiones narrativas que distinguen al cine boliviano, pocas han sido tan fatigadas como la del viaje. Quizá compartimos una fe: la que nos hace creer que en los esfuerzos y epifanías de una travesía seremos capaces de encontrar y representar una solución, un conocimiento liberador.
2. La road movie se convierte pronto entre nosotros en un ejercicio de autoayuda culturalista: al conectar o reunir extraordinariamente lo que la rutina social separa, el viaje es el mecanismo por el que aspiramos a reparar las distancias, a deshacer las alienaciones, a desandar las rupturas, a remediar los olvidos y culpas históricos que nos atormentan. De paso, esperamos la transformación: tenemos la ilusión de que al entrar en contacto obligado con otros que son diferentes, descubriremos o decidiremos lo que somos.
3. La lista de películas bolivianas que comparten la misma fe en los poderes del viaje es larga e ilustre: de Vuelve Sebastiana (1953) de Jorge Ruiz a Søren (2018) de Juan Carlos Valdivia, pasando, claro, por Mi socio (1982) de Paolo Agazzi, La nación clandestina (1989) de Jorge Sanjinés, Cuestión de fe (1995) de Marcos Loayza, ¿Quién mató a la llamita blanca? (2006) de Rodrigo Bellott, El ascensor (2009) de Tomás Bascopé e Yvy Maraey (2013) de, otra vez, Valdivia.
3. Fiel a esta tradición del cine boliviano, Wiñay, la nueva película de Álvaro Olmos, se ofrece a primera vista como otro viaje que no solo es un viaje. La ambición aquí en juego ya se anuncia en el título, de programática claridad: Wiñay, dicen los diccionarios, es al mismo tiempo “crecer, desarrollarse” y “para siempre”. O sea: Lo que veremos es un viaje que se sabe de entrada o quiere ser un proceso de aprendizaje, un perdurable desplazamiento no solo físico sino, sobre todo, “interior e espiritual”.
4. En Wañay, las que están en plan de crecer no son ni niñas chipayas perdidas, ni cambas y collas negociando sus identidades, y mucho menos aymaras, q’aras o karais alienados y a la ansiosa persecución de la redención o la autenticidad. Son, en cambio, dos mujeres maduras de clase media –Susane (Marie Soriano) y Soledad (Sarah Tamayo)–, que, sin conocerse, comparten por azar un viaje al yungas cochabambino.
5. El viaje que relata Wiñay prefiere deshacerse de las pesadas cargas alegóricas que suelen tener estas andanzas en nuestro cine. Por ejemplo, pronto nos damos cuenta de que más que en plan de autodescubrimiento –y a pesar de las promesas del título–, Susane y Soledad se ponen en movimiento para escapar, con algo de urgencia, de sus vidas: necesitan dejar de estar donde estaban. Acaso por eso Olmos, que es el guionista además de director, dedique tan poco tiempo a la justificación del asunto: sin mayores ceremonias, a los pocos minutos de película ya estamos en ruta, camino a algún lugar en la selva donde las aguarda la promesa de los rigores iniciáticos
de la ayahuasca. “Quiero olvidarme de todo”, dice Susane al explicar su deseo. “Para mí es importante empezar y terminar algo”, dice Soledad cuando el viaje se les complica.
6. La discreta cotidianidad de lo que sucede en el camino es una diferencia mayor de esta road movie: los episodios narrados no buscan alcanzar ninguna excepcionalidad cómica, dramática o simbólica. Son de una banalidad entrañable, aunque las protagonistas los vivan en tanto grandes aventuras: se les pincha una llanta, se pierden, les roban el auto, bailan en una chichería, recuperan el auto, se indisponen, se cuentan cosas, no avanzan, etc. Mientras tanto, elípticamente, la película nos va explicando por qué Susane quiere olvidarse de su vida y por qué Soledad quiere empezar y terminar algo.
7. ¿Es esta Wiñay de Olmos pariente de la Søren de Valdivia? Si lo es, lo es sin la filosofía de refrigerador y sin los paisajes de brochure de “Bolivia marca país”. O tal vez en realidad solo sea –si de comparaciones cojudas se tratara– una tímida versión de Y tu mamá también, sin el comentario político, sin el sexo y sin el mar.
8. Otra de las diferencias aquí visibles: al igual que en el cine de Martín Boulocq, en Wiñay el paisaje no se afana en una estética del sublime geográfico (y poca importa que esa sublimidad sea publicitaria o cultural-política). Se diría que Olmos persigue construir un relato intimista en medio de grandes espacios, por lo general vacíos. De ahí su decisión estilística de pegarse a los personajes (y su renuencia a usar planos abiertos), decisión que se extiende e intensifica con la insistencia en no estabilizar la cámara de ninguna manera: cuando las protagonistas corren, la cámara corre con ellas (y pese a que el aparato, a diferencia de ellas, no tiene oído interno para corregir las imágenes). Estas premeditadas marcas de estilo a veces funcionan: la cámara inestable, por ejemplo, contribuye de manera orgánica al retrato de una intimidad fracturada (en la caminata por un maizal o cuando se acompaña el rostro de Susane alejándose en su auto, en una secuencia memorable, como si lo que estuviéramos viendo fueran esas viejas imágenes a punto de desintegrarse del primer cine silente).
9. Hay que agradecer que en Wiñay lo rural –ese recurrente espacio de la alteridad en el cine boliviano– no sea motivo de sublimaciones reverenciales o histerias paternalistas. Aunque un episodio con una huaca (desafortunadamente musicalizado con aires nativistas) se acerque peligrosamente a ello, aquí los contactos con el campo son más bien respetuosos e impersonales: está claro que las protagonistas no son de ahí y que no quieren serlo. Es más: su ajenitud deriva menos del hecho de que sean q’aras o de la ciudad y más de que son mujeres viajando solas, en una película en la que, salvo por una anciana, lo que hay a la vista es un repertorio algo chato de hombres chatos, muchos mudos o en plan de seducción (que es lo mismo).
10. Wiñay cuenta dos historias: En la primera, se relata el viaje frustrado de dos mujeres que, más que crecer o conocerse a sí mismas, quieren olvidar o escapar de dificultades y tristezas comunes: una decepción amorosa, la crisis de un matrimonio, la muerte del padre, el desempleo repentino. En la otra historia, la verdadera, se cuenta algo más interesante: una historia de amor improbable, la de dos mujeres que se hacen amigas. En medio de ruinas reclamadas por la selva, la película tendrá en la quietud de esta cercanía amorosa un final definitivo y feliz.