Los regresos en el cine boliviano (II): de La nación clandestina a Insurgentes
- Decíamos en la primera entrega de este serie, que Vuelve Sebastiana (Jorge Ruiz, 1953) no es sólo el principio de la visibilidad del cine boliviano sino de una obsesión moral: la de los peligros de la migración del campo a la ciudad. Es a la descripción de esos peligros que Jorge Sanjinés dedicará su obra cinematográfica.
- En La nación clandestina (1989) –acaso el clásico indiscutido del cine boliviano del siglo XX– no es Sebastiana sino Sebastián (Mamani/Maisman) el que regresa. Y lo hace más de una vez, como marcando con sus retornos esa deseada culturalización de la política que distingue esta etapa del cine de Sanjinés. En la comunidad aymara, en el ayllu, se buscarán los principios de otra política.
- En Vuelve Sebastiana el regreso impuesto a la protagonista anunciaba vagamente las que serían las improntas culturales del nacionalismo revolucionario: ese rol más bien ceremonial, estático y emblemático que la «autenticidad» congelada de lo indígena adquiriría en los rituales estatales del 52. En cambio, en La nación clandestina los regresos de Sebastián son más bien respuestas a la violencias impuestas por el Estado: la historia o biografía de Sebastián es la historia o biografía del 52. En ello, es un personaje cuasi alegórico.
- La servidumbre previa a la Revolución, la Revolución del 9 abril de 1952 y su posterior deriva, el Pacto Militar-Campesino, la dictadura banzerista (1971-1978), el regreso a la democracia y su defensa: 30 años de historia boliviana son aludidos –y simplificados– como si se pudieran explicar en función de un proceso oscilante entre las plenitudes rurales y las alienaciones degradantes de lo urbano. En todo esto, además de algunas influencias –la del ensayo «Las masas en noviembre» (1983) de René Zavaleta Mercado, por ejemplo– en esta película de Sanjinés la impronta del movimiento katarista es clara.
- Del katarismo, Sanjinés rescata una noción de la práctica política en la que horizontes de distinto alcance histórico y cultural se superponen, en la síntesis a ratos tensa de una historia colonial larga (que tiene en la rebelión del migrante Tupac Katari, de 1781, su momento central) y de una historia reciente –en buena medida alienante–, la del Estado de 1952 (con sus formas de subordinación corporativa de lo campesino). Lo que parece importar aquí –tanto al katarismo como a Sanjinés– son las formas en que esas temporalidades (la larga y la corta) se interfieren, se cruzan, se califican, se distorsionan. En concreto, y en una idea que ya aparece en Yawar Mallku, de 1969, de aquí proviene el cuestionamiento de Sanjinés a una izquierda política que en el horizonte de la corta duración –el Estado del 52– se cree emancipatoria pero que, en sus prácticas concretas, hereda de la historia larga el racismo, el mito de la desigualdad de los hombres (continuidad algo trágica de lo colonial que Zavaleta Mercado llamó «la paradoja señorial»).
- Y, además, Sanjinés retoma del katarismo la propuesta de algunas tradiciones de organización comunitaria como posibles modelos de democratización social y política. En La nación clandestina, esa forma es la democracia directa del ayllu, postulada –más allá de su particularidad cultural aymara y más allá de que su retrato en la película corresponda o no a una realidad sociológica verificable– en tanto ideal normativo, generalizable a toda la sociedad boliviana.
- Estas son algunas de las pulsiones kataristas que Sanjinés busca representar como regresos a la comunidad, regresos que se superponen y se sobredeterminan. Es por eso también que, aunque escoja un eje referencial para la organización temporal de la película (la ruptura aymara con el Estado en la llamada “crisis de noviembre de 1979”, que es también la temporalidad del último regreso de Sebastián a su comunidad), parece siempre más interesado en explorar los modos en que esos distintos tiempos –de la memoria larga y corta– se cruzan y se califican. En otras palabras: Sebastián, que regresa a su pueblo para expiar sus errores, es sin embargo el resultado de esos errores, versión andina acaso de una temporalidad hegeliana en la que los errores no son sino momentos de la verdad. Lo cual, a su vez, nos conduce –como en Hegel– a la cuestión de la representación, problema que Sanjinés resuelve en la teoría y práctica de lo que llamó «el plano-secuencia integral»: complejas continuidades visuales que no sólo integran espacios sino tiempos. Es precisamente esta tensa conjunción de tiempos, en tanto articulación de un contenido a una forma, la que Sanjinés negará casi un cuarto de siglo después, cuando los herederos indirectos del katarismo funden otro Estado y ese Estado financie su película Insurgentes.
- Insurgentes (2012), el décimo largometraje de Sanjinés, es un costoso programa de regresos históricos lineales, ofrecido como respuesta a la clásica pregunta sobre los orígenes del presente: ¿cómo llegamos aquí? O en otras palabras: ¿cuál es la genealogía de esta “revolución que puso a la cabeza del Estado boliviano a un indígena”? Para responderla, Sanjinés intenta la recreación de hitos o mitos de una memoria antiestatal más bien larga (de Tupac Katari a Evo Morales) y más bien aymarocéntrica.
- Es claro que la historiografía que sugiere la película –en buena medida trazada por un relato en off, como en Vuelve Sebastiana– está sobredeterminada por los tres a prioris teóricos que guían su lectura del presente: a) que el «Proceso de cambio” es una revolución; b) que Morales la encarna; c) que es necesario establecer una contrahistoria emancipatoria de lo nacional-popular en Bolivia. Pero son estos mismos a prioris los que hacen de Insurgentes la primera película de Sanjinés que es configurada desde las comodidades de la victoria, no desde la distancia crítica. El pasado, desde tales fastos victoriosos, es convocado en tanto materia prima de un catecismo de sacrificios y “muertes por nosotros”, el precio que “tuvimos que pagar” para llegar adonde llegamos.
- Desde las melancolías de la derrota histórica, no pocos tenemos dificultades para adscribirnos a la celebración en Insurgentes, pedagógica y estatal, de lo que no vemos sino como un “de cambio de élites”. Con cierta verosimilitud, es legítimo responder a los presupuestos de la película diciendo que el «Proceso de cambio” no es sino una reconstitución neocolonial (los señores son ahora otros, con los mismos hábitos), que Evo Morales es un líder sindical que emula más a René Barrientos que a Tupac Katari y que la genealogía nacional-popular que la película da por evidente hace aguas por todos los costados.