Sobre los clásicos en tiempos de pandemia
- Hace meses que la producción de películas y series permanece detenida. Mucho de lo que todavía se estrena, por streaming y on demand, se estrena porque ya estaba listo o casi listo antes de la peste. Las salas de cine dejaron de funcionar por meses y ahora que vuelven –en China, en ciudades de Europa, en Santa Cruz– lo hacen poco a poco y sin mucho éxito: puede que sea realmente una mujer maravillosa pero ¿quién quiere arriesgar su vida por La Mujer Maravilla?
- Las ceremonias de nuestra cultura cinematográfica común –esas que son las mismas en cada rincón del mundo– fueron postergadas para más tarde, para cuando quizá nos animemos a ir a una sala: Wonder Woman 1984 se estrenará ahora en octubre, Black Widow (la última de Scarlett Johansson) y Sin tiempo para morir (la última de James Bond) en noviembre, y ya en 2021, Los cazafantasmas en marzo, Godzila vs. Kong en mayo y Batman en octubre. Y así, hasta el infinito. Aunque describir estas películas como “estrenos” sea confundir un poco su naturaleza y mejor sea hablar de ellas en tanto repeticiones, capítulos, variaciones, reapariciones (¿cuántos Batmans hemos visto en los últimos 15 años?, ¿cuántos James Bonds?).
- La decisión hollywoodense de posponer la recuperación de sus inversiones fuertes fue tomada, en parte, luego de hacer experimentos. Disney, por ejemplo, probó las aguas estrenando por streaming una de sus superproducciones postergadas: Mulan, la versión en carne y hueso de su película de dibujos animados. Verla por internet en casa cuesta ahora mismo 30 dólares. Aunque no se han discutido sumas, hay indicios de que estos experimentos no están funcionando. Para nada.
- Todo esto parece describir otra de las pérdidas provocadas por la pandemia. Pero apenas lo es. Aliviados de la presión de ver o hablar de películas “nuevas”, de repente tenemos más tiempo para ver lo es nuevo para nosotros: esas películas que no hemos visto y que deberíamos haber visto. Es decir, los clásicos. Es claro que dos vidas enteras no nos alcanzarían para ponernos al día con el pasado.
- En otras artes, las definiciones de lo que es un clásico abundan. “Libros que nos avergüenza confesar que no hemos leído”, decía Ítalo Calvino de los de la literatura. “Libros que ya conocemos sin haberlos leído”, decía Borges. Pero en el cine, un arte de masas, ¿qué es un clásico? Hace unos días estaba comprando DVD en una tienda que los tiene todos –y que nunca cerró con la pandemia–; detrás mío, alguien entró y le escuché preguntar: “¿Tiene La guerra de las galaxias, pero de las clásicas, las antiguas?”.
- A veces, una “clásica” es simplemente cualquier película antigüita cuyo título nos suena familiar. Eso incluye: a) las taquilleras viejas (como Lo que el viento se llevó de 1939); b) o las que siguen pasando en la tele luego de años (como Avatar de 2009); c) o las que hemos visto muchas veces (como La guerra de las galaxias de 1977). A estos usos de la palabra, podemos añadir dos, menos frecuentes: d) son clásicas las “obras maestras” identificadas por los historiadores del cine (Vértigo de 1958); e) o las que nos impresionaron sobremanera (y acaso traumaron) cuando éramos más jóvenes, no importa si malas (como Infierno en la torre de 1974) o buenas (como La conversación, del mismo año).
- Para muchos, basta la taquilla para definir lo clásico. Si nos concentráramos en los últimos años de la década del 70, por ejemplo, el cine clásico sería el de las películas más taquilleras de cada uno de esos años: La guerra de las galaxias. Episodio IV (que en 1977 recaudó 503 millones de dólares); o Grease (que en 1978 recaudó 336 millones); o Moonraker (que en 1979 recaudó 210 millones) o La guerra de las galaxias. Episodio V: El imperio contrataca (que recaudó, en 1980, 400 millones). ¿Son todas estas “películas clásicas”? Si los son, lo son de distinta manera: si hay gente que todavía regresa a Grease (Brillantina) o a Moonraker (una de las James Bond con Roger Moore), es probable que lo haga en un espíritu de divertimento entre nostálgico y kitsch. En cambio, como mi anécdota del comprador de DVDs clásicos lo demuestra fehacientemente, hay niños de todas las edades que todavía siguen descubriendo La guerra de las galaxias. En un sentido clásico, los clásicos son entonces esas malas películas que seguimos viendo, como atrapados frente al televisor del lobby de un dentista, con un único canal de cable en la pantalla, obviamente un canal en quiebra pues no tiene otra que poner las mismas películas una y otra vez.
- Y, como bien sabemos (por nuestra historia patria reciente y algún refrán italiano), las cosas siempre pueden empeorar. Considérese, a modo de prueba, esos mismos años: durante cada año de fines de los 70 también estuvieron entre las diez películas más taquilleras del mundo algunas que hoy nos parece imposible imaginar en una lista (pues en las de hoy solo hay espacio para un parnaso de superhéroes): Annie Hall de Woody Allen (en 1977), El francotirador (en 1978), Apocalipsis ya (en 1979), El hombre elefante (en 1980).
- Resumamos: en su uso dominante, la palabra “clásico” sirve para hablar de placeres cinematográficos de inclinación ritual y narcisista, sirve para nombrar el consumo repetido y repetitivo. Es un “clásico” lo que vemos muchas veces y que ya hemos visto muchas veces. Si nuestros padres se entregaban en 1977 a la euforia de una guerra medieval que fatiga las galaxias, nosotros lo haremos –en una historia que no se repite como farsa sino como distracción– en diciembre de 2023 con el anunciado estreno del episodio 10 (¿o -1?) de la misma interminable guerra galáctica. Hace 50 años nuestros padres seguían los pasos, en Moonraker, del Bond de Roger Moore, ese de la sonrisa de cojudo; en un mes podremos hacer lo propio, gracias al estreno de Sin tiempo para morir, con las angustiadas contorsiones faciales –consecuencia acaso de contratar a Dostoiesvki como guionista– del Bond de Daniel Craig.
- Las repeticiones de estos “clásicos” son, claro, de más larga data y registro. Cuando se estrenó en 1977 la primera Guerra de las galaxias, Pauline Kael –tal vez la más influyente crítica de cine en lengua inglesa de la segunda mitad del siglo XX– llamó la película de Lucas “una manifestación algo mediocre del wagnerismo pop”. Se refería con ello al hecho de que la estructura y atmósfera del espectáculo organizado por Lucas le parecía como copiado de las óperas de Richard Wagner –con sus malvados encapuchados, sus zonas mágicas, sus batas hasta el tobillo, sus duelos con focos–. Estos eran los años en que Woody Allen hacía el chiste aquel de que “cuando escucho la música de Wagner me dan muchas ganas de invadir Polonia”. Es decir, lo que Kael sugería era que, además de copiar cosas de aquí y de allá –como Wagner–, Lucas emulaba, en su guerra, una estética nazi.
- Entre las otras cosas robadas por Lucas (¿y no es el robo uno de los procedimientos que revelan a un arte clásico?), no es la menos importante el hecho de que su película es la libre adaptación de otra, una de samurais medievales de Akira Kurosawa: La fortaleza escondida (1958). Hace poco volví a ver la de Kurosawa en un bluray perfecto. Y mientras la veía, sentí algo que no sentía hace mucho frente a una película: la felicidad o al menos esa sensación de descubrirse en el acto pasajero de ser feliz.
- Poco antes había escuchado a un comediante contar esta historia: su pareja le propone, a modo de combatir el tedio de una noche de pandemia, ver una nueva película. “¿Y qué tal es la película?”, pregunta él. “Dicen que más o menos”, responde la pareja. “Bueno”, se dice así mismo el comediante, “tengo un poco más de 50 años y está claro que ya no tengo el tiempo para ver películas que ‘están más o menos’”. Pensé que quizá, por defecto, esta sea otra posible definición de un clásico cinematográfico: una película que no nos hace perder el poco tiempo. La carne es triste, sí, pero nunca veremos todas las buenas películas.