Diez apuntes sobre Diariamente (2021) de Joaquín Tapia
1. De qué trata la película. “Esto que van a ver es sobre Bolognia y Caliri, algo de Irpavi, barrios de la zona sur de la ciudad de La Paz”, nos informa la narradora, más o menos al principio de Diariamente, estupendo y reciente ensayo documental/ficcional de Joaquín Tapia. Poco después, añade, según uno de los tantos gestos acumulativos que definen esta película: “Pero también es sobre Máximo Aguilar, chofer del sindicato TransBolognia, divorciado, y que aquí vemos, una sombra al lado de su Mitsubishi Galant del 92”.
2. Cuáles son sus partes. Si tenemos paciencia, comprobaremos que la película cumple su promesa: es el elaborado, acaso barroco retrato de una zona de la ciudad y, al mismo tiempo, la sucinta y parca relación de personajes que viven y trabajan en esa zona. Luego de los primeros 25 minutos, que Tapia llama una “introducción” y en los que se nos presentan a la narradora (Daily Mercado), al protagonista (el chofer Max) y el lugar (Bolognia, Caliri, Irpavi), entramos en materia, es decir, en la exploración de un contexto. Es el mismo Max el que nos conduce a él, en un sueño, al descorrer cortinas cual maestro de ceremonias hacia la que es, primero, la “Historia elemental” de esos barrios, que luego crece y deviene – a través de una variedad de casos tratados, maneras de tratarlos y recursos convocados para hacerlo a lo largo de 150 minutos– en una explicación de las “tres caras del derecho propietario”; a saber: “Catastro” (I), Usucapión (II) y “Juntas vecinales” (III). Solo cuando nos faltan minutos para llegar a la tercera hora de película, volvemos a la historia de Max (narrada en los 70 minutos restantes).
3. El género al que corresponde. Una sola suele ser la experiencia repetida del cine: a poco de comenzar a ver una película, sabemos de qué va la cosa, qué se quiere con ella, cuál es el modo empleado y lo que ese modo requiere de nosotros, en un juego de condicionamientos pavlovianos y los conocidos placeres infantiles de la repetición. Con Diariamente esto no sucede: aunque mientras la vemos no sea imposible encontrar en ella el eco de sus admiraciones, esos reconocimientos no nos sirven para averiguar adónde va, qué quiere hacer, qué está haciendo. Esta incertidumbre será sin duda ocasión de incomodidad para algunos espectadores. Pero si esos mismos espectadores no se dejan llevar por las costumbres de su consumo, podrán tal vez descubrir el placer y hasta la novedad que hay en la experiencia de seguir un relato que parece armarse delante nuestro, ensayando modos y materiales, estableciendo conexiones y justificando demoras, poco disciplinado en su adopción de tonos o en la satisfacción de expectativas.
4. Sus temas. Son tres los temas o motivos, que, sin ser declarados, nos acompañan durante este relato: a) la ciudad como el fruto complejo y no resuelto de múltiples historias; b) las maneras en que lo público y lo privado no solo se necesitan sino que se entrelazan e iluminan; c) la cuestión misma, apremiante aquí, de qué es un relato y cuáles sus posibles formas.
5. Lo que dice la película de la ciudad de La Paz. Diariamente se aproxima, en sus presupuestos, al cine boliviano reciente que regresa, para negarlos, a varios de los sentidos tradicionalmente asignados –en el nacionalismo revolucionario o en el pachamamismo– a la separación entre el campo y la ciudad en los Andes (véase, por ejemplo, Max Jutam [2010] de Carlos Piñeiro, Enterprise [2010] de Kiro Russo, y, sobre todo, El corral y el viento [2014] de Miguel Hilari). En estas películas, la ciudad ya no es el lugar en el que las virtudes del campo se van a la mierda (como ocurre en el cine de Jorge Sanjinés) y tampoco el campo es un refugio o reservorio de lo que nos falta (como en el pachamamismo esotérico y sus efectos). Más allá de la negación de simplificaciones, Tapia hace de la ciudad el resultado incierto de diversos procesos: la presión de olas migratorias, la transformación de haciendas en barrios (el caso de Bolognia e Irpavi), la ocupación riesgosa y no planificada de terrenos deleznables, los accesos privilegiados y corruptos al Estado, el loteamiento por la fuerza de la plata o de la organización o de la perseverancia, las contradicciones y vacíos jurídicos, el desempleo que hace de la tierra una de las pocas riquezas a la vista, las debilidades del Estado, etc. Esta es una historia caótica, violenta, a ratos misteriosa, que, aunque llena de ruido y furia, nunca carece de significados.
6. Lo que nos enseña. Mucho. O por lo menos le enseñó mucho a este reseñador, que no es lo mismo que “mucho” a secas si se considera que su ignorancia es vasta (y que no es menos lamentable por el hecho de que, según ha comprobado, la comparte con tantos otros). La crisis quizá ya irreversible e insalvable del periodismo boliviano, abrumado por básicas insuficiencias formativas sinfín, crea el espacio propicio para este ensayo documental y su invaluable suplencia cognitiva: allí donde nadie se entera mucho de nada, ver algo que investiga, descubre, aclara, informa y explica es un placer inusual. En ello, Diariamente es una excepción entre los ejemplos destacados del documentalismo boliviano reciente, con frecuencia perjudicados por la creencia de que la estetización reflexiva de la realidad los exime de estar bien informados.
7. Lo que dice de nuestros vicios públicos y virtudes privadas. Lo que dice es que son difíciles de separar. Cuando estamos terminando de verla, cuatro horas después de haberla empezado, nos damos cuenta de que puede que las caóticas y frágiles vicisitudes de la formación de un barrio sean cercanas a las inflexiones del destino de Max, chofer recuperado recién del alcoholismo que intenta construir un sentido para su suerte (luego de una ruptura que fue, dice, “como una quemadura”), reparación que pasa, en su caso, por el entusiasmo con que retoma la relación con su hija (Fabiola Quispe).
8. Lo que dice sobre su relato. Que se tomará su tiempo, pues los contextos necesarios no son pocos: el barrio, la ciudad, la historia boliviana, el Estado, la formación geológica de la Tierra, la cultura. Es para esos contextos que se acude a una narradora, que nos anuncia o prepara o esclarece los rumbos y velocidades del relato. “Espero que se haya visto que vamos a tardar un poco en llegar a nuestro tema”, nos advierte; o “adelantemos un poco esto”, nos dice en otro lugar. El de Diariamente es, en suma, un relato que habla consigo mismo, atento sin duda a sus propias decisiones narrativas pero también pendiente de que no nos extraviemos, arrastrados quien sabe por los inmensos apetitos de su afán. Porque no hay pudores que perjudiquen aquí la pulsión narrativa, y la película usa, al ¬¬trazar sus historias públicas y privadas, a cuanto material le sirva: paisajes, documentos legales, fotos, mapas, diagramas, recortes de periódico, tomas aéreas, clips televisivos de archivo, explicaciones de expertos, actos oficiales, testimonios, confesiones, sueños, vestidos, accesorios, televisores prendidos, música escuchada al pasar.
9. Lo que podemos sacar en limpio luego de verla. Me imagino que más de una cosa, además de su servicios informativos y sus frecuentes bellezas formales. Yo quedo satisfecho sobre todo con esta: Diariamente es una memorable reflexión sobre los principios, esos que a veces confundimos –para nuestro perjuicio– con los orígenes. ¿Cuál es el principio de un barrio? ¿De una ciudad? ¿De una costumbre? ¿Del derecho propietario? ¿De un relato? ¿De una historia? ¿De una crisis personal? ¿De la decadencia de un lugar?
10. La política de película, en comparación con otras. Para mí serán difíciles de olvidar las tomas de Max en su taxi, en la noche, recorriendo su barrio (y mientras lo acompaña la música perfecta de Piero Umiliani). Pero la belleza melancólica de esas imágenes, en Diariamente, se inscribe en diálogo con una obsesiva elaboración contextual, como si fuera imposible hablar de una cosa (Max ensimismado entre las ruinas de su vida, mientras maneja) sin hablar de la otra (el barrio, la historia, la corrupción). Compárese esta política con la de un cine ficcional de aires documentales como el de Chloé Zhao, la ganadora del último Óscar con Tierra de nómadas. En este, la realidad más allá del cine sirve vagamente, sin mayores especificidades, para las recreaciones o más bien los recreos de una voluntad afanosamente estética. Por eso se ha dicho que no es casual que la artífice de un cine que no ofende a nadie (pues evita disciplinadamente hacerlo) acabe dirigiendo películas de superhéroes (en el caso de Zhao, Eternals, ahora en cartelera), género que también exige que no se ofenda a nadie.