El extravío “francés” de Wes Anderson
(O de cómo construir una casa de muñecas de 25 millones de dólares para que un tonto se entretenga en ella)
1. En el cine estadounidense, Wes Anderson ocupa hoy, entre los notables de su generación, el lugar que hace unas décadas ocupaba Woody Allen en la suya. A saber: la del director “idiosincrático”, aquel que, a fuerza de fatigar ostentosamente las mismas señas temáticas y estilísticas, termina identificado con los portentos de un mundo paralelo, un mundo que es suyo y de nadie más.
2. Como en tantos, en el caso de Anderson las marcas de su obsesión son reconocibles al tiro: vea usted hoy cualquiera de sus diez películas y verificará que son variaciones cada vez más fervorosas del mismo repertorio. Proveedor de un barroco pop impulsado por los aires de ironía que exige el consumo responsable, Anderson se acerca hoy a la parodia de sí mismo. A estas alturas, hay que esperar de sus películas la misma confiada regularidad que exigimos de otros productos.
3. ¿Qué esperar de una película de Anderson? Mínimamente, que será la comedia de un grupo de excéntricos melancólicos que ensayan, casi casualmente, diversas disfuncionalidades, fracasos y dislocaciones. Y que esa comedia será relatada como los afanes de una legión de muñequitos colocados en una casa de muñecas, en retablos en los que la cámara se planta al frente exacto de lo que quiere mostrarnos. Y también hay que imaginar que esos retablos tendrán las perfecciones de las fotografías en una revista de decoración de interiores, es decir, que habrá un show de composiciones visuales en una paleta de colores mezclados para la ocasión, con atractivos diseños en tapices y empapelados, cortinas de aire y caída peculiares, muebles arquetípicos (recién salidos de un dibujo infantil), inmaculadas máquinas antiguas, ropa vintage. Y tenemos que resignarnos a que el resto (mientras la cámara se resiste a moverse de su sitio y los actores nos miran como posando para un retrato) estará al servicio de esas naturalezas semimuertas (tan simétricas, tan analmente ordenaditas) en las que los personajes deambularán recitando diálogos, tal vez tristes porque saben que lo que dicen ya fue escrito por otros y que lo suyo es un oficio de solo citas.
4. Se puede hablar por eso de una “marca Wes Anderson” y de su legión de devotos. Entre los devotos, están los actores que han aparecido regularmente en sus películas, en historias similares, en sets y encuadres repetidos, como si esto del cine fuera el arte de un circo itinerante. En La Crónica Francesa, la nueva película de Anderson, la lista de los devotos empieza por su elenco de puras estrellas, de Benicio del Toro a Frances McDormand, de Tilda Swinton a Willem Defoe, de Bill Murray a Owen Wilson, de Timothée Chalamet a Léa Seydoux.
5. Wes Anderson, que nació en 1969, es parte de una gran generación de directores del cine norteamericano, la de los nacidos entre 1954 y 1971 y que es la de los hermanos Coen, Spike Lee, David O. Russell, Richard Linklater, Alexander Payne, David Fincher, Steven Soderbergh, Quentin Tarantino, Kelly Reichardt, Denis Villeneuve, Darren Aronovsky, Noah Baumbach, James Gray, Paul Thomas Anderson, Sofía Coppola.
6. Se dice que lo que comparte este grupo es su temprana cinefilia voraz e indiscriminada, hecha posible en parte por las facilidades que, a mediados de los años setenta, proporcionaron el Betamax y el VHS. Este modelo de educación tiene en Tarantino a su alumno ejemplar: de erudito autodidacta que atendía un videoclub a celebrado director, la de Tarantino es una sensibilidad sin otra experiencia que la del cine. Pero esto no basta para explicar a esta generación (por otra parte diversa): también en la anterior (Scorsese, Coppola, Schrader) había cinéfilos diagnosticados y confesos. Lo que los diferencia es tal vez la relación con su propia enfermedad: si en Scorsese o Schrader o Coppola había o hay una relación crítica e histórica con el cine (cercana a la que, en el cine francés, tuvieron Truffaut, Godard o Rohmer, todos ellos críticos antes de ser directores), la cinefilia de los hermanos Coen, o de Tarantino o de Wes Anderson es más bien una fascinación encandilada, de fan que encuentra en el cine imágenes que podría imitar o citar, de cineasta que acude a la historia del cine no para buscar su posible lugar en ella sino como si hacer cine fuera un interminable baile de disfraces y la historia del cine un gran ropero.
7. Se ha dicho, con cierta justicia, que al que más se parece Wes Anderson, en su generación, es a Tarantino. En el cine de ambos, el mundo es la cita de otras películas, de otras imágenes, de otros diálogos, de otros géneros, de otras representaciones. Según esta versión perezosa del dogma de la autonomía del arte, para Tarantino Hollywood es en realidad “Hollywood” y los nazis son solo los “nazis”; para Anderson, Budapest es “Budapest” y Francia es “Francia”.
8. La Crónica Francesa (The French Dispatch) ha sido celebrada como la mejor película de Wes Anderson. Y lo es en cierto sentido: es la que más se parece a sus obsesiones. Por lo mismo, es también la más aburrida.
9. Las tendencias caricaturescas de Anderson (oportunas en sus dos mejores películas, las animadas El fantástico señor Fox e Isla de perros) se manifiestan en La Crónica Francesa sin ningún pudor: no hay en ella ninguna actuación que no sea una sobreactuación; ningún set que no sea una maqueta o miniatura perfecta; ningún gesto que no sea una pose; ninguna palabra que no sea la imitación de otras.
10. También se dice que esta película es un “sentido homenaje al periodismo”. En concreto, y sin mayores secretos, lo que ofrece Anderson es una versión boba de la sala de redacción, hacia 1970, del The New Yorker, el más influyente semanario en lengua inglesa. A punto de cumplir un siglo de publicación ininterrumpida, impecablemente editada, con un 1 millón y pico de tiraje, esta revista de “interés general” reúne hoy (como reunía antes) a algunos de los mejores escritores y críticos de la época. (Un conocido ejemplo de su influencia: es la revista en la que se inventó, ya en los años 40 del siglo pasado, el “nuevo periodismo norteamericano”, un modo del reportaje literario que se pondría luego de moda en latinoamericana, varias décadas después, con el vago nombre de “crónica”).
11. En La Crónica Francesa se cuentan cuatro historias con el pretexto de que cada una es un reportaje, por autor distinto, del número final de la revista en cuestión. Hay la nota inicial turística (risible en su profusión de baguettes y boinas), el retrato de un artista desquiciado (de violencias dignas de los Looney Tunes), la crónica política sobre Mayo del 68 (aquí plena farsa cojuda) y una enredada historia culinario-policial (relatada por una imitación torpe del escritor James Baldwin). Cierra el show el obituario del director de la revista (un Bill Murray que, según su costumbre, a lo largo de la película recita, con cara de palo, diversas tonterías). Como esta revista gringa tiene su sede en “Francia”, el contenido, o por lo menos el “look” del asunto, es el de un universo en el que el periodismo del New Yorker (de abundantes méritos) no lograra recrear otra cosa que la Francia de Pepe Le Pew y el Inspector Cluoseau.
12. Con la aparición de cada nueva película de Anderson, la crítica vuelve a hacerse la misma pregunta retórica: ¿hay algo en este cine además de sus inmejorables superficies? Sus defensores (que con esta nueva película son muchos) suelen plantear las cosas en esos términos: “Detrás de sus perfecciones estilísticas, en el cine de Anderson hay una verdadera melancolía, un patetismo conmovedor, una ironía mordaz, etc.”. Los detractores dicen casi lo mismo: “Detrás de sus excelencias estilísticas, no hay mucho, y a ratos no hay nada”.
13. El problema del estilo de Anderson no es que sea un espejismo: el problema es que ese espejismo conduce con frecuencia al tedio. Por eso, aunque relativamente breve (107 min.), terminar de ver La Crónica Francesa se hace una tarea cuesta arriba: los brillos de la dirección de arte no alcanzan para alejar el aburrimiento que provocan historias que declaran en todo momento su “estar ya de vuelta” cuando en los hechos nunca van más allá de ideas como de turista gringo que se ríe de lo que no entiende o de lo que entiende mal. Por los indicios de esta película, no sería injusto concluir que a Anderson, en su involución acelerada, no le interesan gran cosa sus propios personajes (y mucho menos las historias de esos personajes), distraído como está armando sus casitas de muñecas, sus minuciosas vitrinas de fin de año, sus gruesas ironías de adolescente desinformado que se ríe de sus propios chistes.