“El niño y la garza”, un otro tipo de imaginación
“El niño y la garza”, la última película del consagrado animador japonés Hayao Miyazaki, cofundador del mítico Studio Ghibli, ha batido varios récords: es la película más cara que haya sido producida en Japón, ha sido un éxito de taquilla en todo el mundo, pese a que careció completamente de publicidad, y también es la más taquillera de Miyazaki, uno de los más conocidos y queridos cineastas asiáticos. Al mismo tiempo, la película ha recibido “aclamación universal” de la crítica, según el agregador Rotten Tomatoes, que representa el “mainstream” cinematográfico actual. También ganó el Globo de Oro y está nominada para el Oscar de la categoría de animación.
Hay en esta recepción, por supuesto, como siempre en estos casos de reaparición de un artista que ya se creía retirado, una mezcla de apreciación de los grandes valores del filme y de homenaje al maestro que, con “El niño y la garza” ha emitido, según varios críticos, su “canto de cisne”.
Considerada en sí misma, la película es bella y simultáneamente oscura. Esto último, tanto porque la genera un tipo de imaginación con el que no estamos familiarizados, una fantasía no occidental, llena de recovecos narrativos, de elementos místicos y de monstruos malvados y bondadosos; cuanto porque tiene un sesgo autobiográfico que, según el eufemismo de los críticos que aman a Miyazaki, “puede ser mejor apreciado por los fanáticos del director y de su estudio”. La oscuridad puede llevar a que el espectador se sienta perdido en ciertos momentos, o aburrido, pero eso no impide que quiera continuar el visionado del filme, que siempre sorprende con sus bellas transiciones, sus inopinadas metamorfosis, sus dibujos a veces muy lindos y a veces muy raros, sus colores ocres, distintos. La fuerza de estos valores es tal que atrae al gran público a una exhibición que, sin esta fuerza, resultaría más “de nicho”. Además, casi toda película animada –y sin duda las de Miyazaki– tienen la propiedad de conectarnos con nosotros mismos cuando éramos niños, y esto produce un placer inefable. Aunque no se trate, por supuesto, de animaciones para niños, las cuales ya no nos interesan.
La historia comienza con la pérdida del protagonista, Mahito, un chico de Tokio, de su madre en el incendio en un hospital. Japón lucha en la Segunda Guerra Mundial. Tiempo después, el padre de Mahito se casa de nuevo con la hermana menor de su difunta esposa y lleva a su hijo al pueblo de ambas, donde se hará cargo de una de las industrias bélicas. Se alojan en la finca familiar de las dos mujeres. Está habitada por un grupo de criadas muy parecidas entre sí que son rapaces a la vez que maternales. En la finca hay una torre misteriosa cuya entrada ha sido clausurada y que el niño no debe visitar. De la torre proviene una garza que, como muchos animales en el mundo fantástico de Miyazaki, es una suerte de daimon o demonio del bosque, que atrae al niño a la torre diciéndole que su madre está viva. Lo que sigue calza en el modelo narrativo de la búsqueda de un objeto imposible dentro de un escenario mágico. El mundo de la torre es más raro que el país de las maravillas de Alicia y menos alegre que este. Está poblado de varias versiones antropomórficas de pájaros y batracios, y por otras criaturas indefinibles, plasmáticas, que quizá son una versión japonesa de los duendecillos occidentales. Y en fin. No tiene caso hacer una catalogación detallada de lo que en realidad es una catarata de seres que aparecen y desaparecen y que, además, se transforman a menudo.
Hay que hacer notar que en esta película, como en otras del mismo director, aunque la historia arranca gracias a la necesidad de buscar algo y consiste en un viaje lleno de vicisitudes y magia, pronto el objetivo inicial pierde centralidad y la trayectoria del héroe se ramifica o, mejor dicho, se fragmenta, porque se halla en un mundo en el que no impera la lógica aristotélica, la misma que, en cambio, ejerce un férreo dominio sobre la imaginación occidental.
Al salir de la sala, uno no queda fascinado y alegre como tras haber visto “Wonka”, sino más bien intrigado y pensativo; eso sí, consciente de que, por 124 minutos, ha estado expuesto a una obra de arte.