El hilo fantasma y el cine de Paul Thomas Anderson

1. Un genio de la alta costura se enamora de una camarera. De él, Reynolds Woodcock, ya sabíamos –por los diez primeros minutos de la película– que es obsesivo, ensimismado, intransigente, algo violento. Y que tiene una hermana solterona que lo administra, una madre muerta que lo persigue en sus sueños y relaciones utilitarias con mujeres jóvenes que despacha –a través de los oficios de su hermana– cuando se cansa de ellas.  De la camarera, Alma, como suele suceder con las musas, no sabemos nada. Al menos al principio.

 

2. El hilo fantasma es la octava película de Paul Thomas Anderson, el director estadounidense más interesante de su generación (o, si se quiere ser menos canonizante y más informativo, uno de los más interesantes entre otros interesantes: Wes Anderson, Noah Baumbach, Alexander Payne, Spike Jonze, Steven Soderbergh, Quentin Tarantino). Ocho películas –todas buenas– que tienen poco en común salvo el hecho de que cada una de ellas –con la excepción de la primera, Hard Eight (1997)– es una película narrativa clásica –de trama compleja y personajes fuertes– y, al mismo tiempo, un experimento formal de elusiva definición.

 

3. A diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, Anderson parece poco interesado en los modelos o puntos de partida que ofrecen los géneros y sus convenciones. Es por eso difícil imaginarlo haciendo irónicas películas de acción o de vaqueros o de ciencia ficción o de gansters o de hadas, a la manera de los hermanos Coen o de Tarantino o de Soderbergh o del otro Anderson, Wes. Su temperamento, su curiosidad,  lo mueven más bien a afrontar cada película como un relato problemático que, para resolverse, demanda la invención de soluciones formales específicas. Y esa invención se establece en un diálogo silencioso y contencioso con películas de los directores que admira: Altman, Welles, Kubrick, Hitchcock, Scorsese.

 

4. Por ejemplo, en Magnolia (1999), su película  más conocida, la exploración desinhibida de un único motivo melodramático –las dificultades casi insalvables para amar y ser amados– lo llevan a probar las posibilidades formales del relato de múltiples personajes –decenas– que perfeccionó Robert Altman  (y que alcanza su mejor definición en Vidas entrecruzadas de 1993) y también a intentar una redefinición del musical –como la que intentó Nashville (1975), del mismo Altman–. (Anderson, de hecho, imaginó las historias entrecruzadas de Magnolia a partir de canciones de Aimee Mann).

 

5. El hilo fantasma es, en varios sentidos, una primera vez para Anderson: es la primera película suya que no tiene que ver –densamente– con la cultura norteamericana (se sitúa en Londres, en los años 50 del siglo XX); es su primera indagación claustrofóbica (de interiores bañados en pálida luz blanca y exteriores

mojados y borrosos); es la primera película en la que es además el director de fotografía y camarógrafo. Pero, sobre todo, es la primera vez que su tema recurrente –el retrato de algunas manifestaciones monstruosas del deseo masculino, pura testosterona e hibris– se desliza, sin que nos demos mucha cuenta de ello, hacia el punto de vista de una mujer.

 

6. Y así, al terminar de verla, caemos en cuenta: El título de la película es como casi todo en ella: un rodeo, un disimulo, una distracción.

 

7. La misteriosa referencia tiene un explicación literal: “los hilos o hebras fantasmas” –nos informa la película al comenzar– son los pequeños mensajes u objetos que Woodcock coloca y esconde en los forros y dobleces de su obra –sus vestidos– y que sólo él conoce.

 

8. Pero es claro que no se pueden nombrar hebras y fantasmas sin declarar una voluntad alegórica, una explícita invitación a la interpretación. ¿Cuáles son pues aquí esos sentidos convocados como pensando en un profesor de estudios culturales que descubre –en su euforia o deriva metafóricas– tejidos y espectros por todas partes? Las posibilidades se nos brindan como en bandeja: ¿Nos quiere recordar Anderson aquello de que “todas las historias de amor son historias de fantasmas”? ¿Los hilos son aquí los de la sangre, o sea, de la rutinaria imposibilidad de salvarse del espectro materno (“encuentro reconfortante pensar que los muertos vigilan a los vivos”, dice Woodcock)? ¿Los fantasmas son las deliberadas alusiones a la película Rebeca (1940), de otro cock famoso(Hitchcock), clásico de trama engañosamente idéntica? ¿O son estos fantasmas aquello que los personajes encuentran, sorprendidos, en sí mismos, al final, como en un doblez que ignoraban? Etc.

 

9. No son pocas las virtudes del cine de Anderson: la decisión de materializar sus historias desde la minuciosa reconstrucción de espacios y oficios específicos (aquí, los de un atelier de alta costura), o su voluntad de estilo (que conduce a un lenguaje de primerísimos primeros planos y un idiosincrático montaje,  lúcido pero desorientador), o su habilidad de obtener actuaciones memorables (previsiblemente, de Daniel Day-Lewis en esta película, pero hasta de Adam Sandler en Punch-Drunk Love [2002] o de Tom Cruise en Magnolia]. De tales encantos, para mí el mayor es sin embargo este: el logro de narraciones que –sin recurrir a las estereotípicas indirecciones, manierismos y elipsis que uniforman el “cine arte” contemporáneo– son la realización de un realismo imprevisible y sorprendente.

 

10. “Te quiero postrado en una cama. Indefenso, suave y abierto. Y sin ninguna otra ayuda que la mía. No vas a morir. Quizás desees morir, pero no vas a morir”.  Sin énfasis, como estipulando las condiciones de un contrato, Alma dice así lo que quiere de Woodcock. Esta es, en El hilo fantasma, una gozosa declaración de amor y también un plan. Cuando llega,  no podemos sino pensar que es –como el inesperado mensaje que encontramos escondido en un vestido– inevitable.

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