Las mejores películas del Óscar 2020

  1. El próximo domingo 9 de febrero, en un largo show sin presentador, se entregarán los premios Óscar a las mejores películas de 2019. Este, que acaso sea el único ritual global del cine, es, como se sabe, un asunto de gustos ajenos que se pueden diagnosticar demográficamente: los que eligen son los 6.000 miembros de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, una logia profesional masculina (80%), blanca (94%) y cercana a la senectud (casi el 60% tiene más de 60 años).

 

  1. Hace mucho tiempo que no sucedía en Bolivia: la posibilidad de ver todas las nominadas al Óscar antes de la entrega de los premios. Si usted gusta, puede comprar ahora mismo –en la calle, en el quiosco de su esquina– los DVD de las nueve nominadas por un modesto total de 30 Bs.

 

  1. También hay que destacar esto: las nominadas son más interesantes que de costumbre. No digo que sean obras maestras (salvo quizá un par), sino películas que hacen algo inusual, a veces muy bien o de manera extrema. Por ejemplo:

 

  1. Aunque convencional en su progresión narrativa y caricaturesca en el retrato de sus personajes, Ford vs. Ferrari (de James Mangold) es plenamente disfrutable si nos damos cuenta de que es una película protagonizada no por Matt Damon y Christian Bale, sino por los autos del título (esas mercancías hermosas). En esa antigua y constitutiva relación del medio (el cine) y la ilusión de velocidad (de trenes, caballos, autos, aviones), es difícil pensar en muchas cintas que hayan alcanzado a provocar lo que esta: esa elegante sensación de encandilamiento (estético) y terror (fisiológico) que define nuestra vicaria participación en su carrera de autos.

 

  1. En Érase una vez en… Hollywood, Quentin Tarantino también es negligente con el entramado narrativo de su historia, pero lo es para entregarse a su mayor talento (y el único consistente): la construcción de escenas. Si pensáramos esta, su novena (y, según ha anunciado, penúltima película), como una antología de cortos cinematográficos, no sería difícil defender la idea de que consigue por lo menos dos breves piezas o secuencias perfectas: la que se imagina a Sharon Tate (Margot Robbie) en un sala de cine viendo una película en la que ella aparece; o la que conjetura el duelo entre un doble llamado Booth (Brad Pitt) y una colonia de hippies desquiciados (la familia Manson).

 

  1. En cambio, Joker (de Todd Phillips) y Jojo Rabbit (de Taika Waititi) son deliberadas provocaciones, en un cine que se concibe como un cálculo de las reacciones del espectador y como un sistema de préstamos (de Taxi Driver y El rey de la comedia, de Scorsese, en el caso de Joker; del humor con o sobre nazis de Chaplin y Lubitsch y Benigni en el caso de Jojo Rabbit). Pero estas inclinaciones melodramáticas y gruesos préstamos cinéfilos son de alguna manera redimidos –o tal vez hasta son excusables– por la exuberancia de la puesta en escena, por el exceso de las actuaciones. ¿O no es cierto que recordaremos al Joker esquelético y danzarín de Joaquin Phoenix? ¿O a la madre entrañable de Scarlett Johansson y al nazi incompetente de Sam Rockwell en Jojo Rabbit?

 

  1. El irlandés, en cambio, será recordada como la película en la que, al final de su carrera, Martin Scorsese decidió amontonar, uno sobre otro, los tropos, los gestos y tics de su larga fascinación con el cine de mafiosos. El resultado es una película inútilmente perfecta, larga (3 horas y media) y tediosa (sus personajes son apenas una serie de manierismos). Para mí, será además la película en la que vi por primera vez algo siniestro: la indiscriminada manipulación digital del rostro de los actores.

 

  1. Las virtudes que la crítica ha encontrado con política unanimidad en las Mujercitas de Greta Gerwig provienen de su inteligente “actualización” de un clásico decimonónico de Louisa May Alcott, una novela irredimible para no pocos lectores (lo que se dice, un plomazo). La que era la cronológica (y sosa) educación sentimental de Meg, Jo, Beth y Amy –las cuatro hermanas y mujercitas del título– deviene, en la adaptación de Gerwig, un experimento con el tiempo: los recuerdos van y vienen, saltamos de un espacio a otro y un trauma resucita el anterior. No contenta con la demostración de estas destrezas nostálgicas, Gerwig añade, por el mismo precio, guiños metanarrativos, incluyendo uno de conocido prestigio entre los intelectuales: convierte a una de las mujercitas (Jo) en la escritora de la historia que vemos en la pantalla. Felizmente, la película se cierra con algo más interesante: una secuencia que muestra el proceso de fabricación de un libro (adivine cuál) a fines del siglo XIX.

 

  1. Historia de un matrimonio, dirigida por Noah Baumbach, el esposo de Gerwig, es algo así como una película del Woody Allen de los años ochenta, pero sin los chistes. Es tan previsible en su marcha hacia la tragedia como Joker y también como esta última apuesta sus cartas a las interpretaciones. Aquí, de Adam Driver (con un rostro del que se ha dicho que es como un rompecabezas al que le sobran piezas) y Scarlett Johansson (que al parecer el 2019 recordó que solía ser una buena actriz y no solo utilería en el universo infantil de Marvel). Es, como la mayoría de las nominadas de este año, recomendable por los placeres parciales que ofrece: escenas tendenciosamente calculadas (la del clímax, por ejemplo) que permiten a los actores demostrar que no son solo celebridades sino gente capaz de fingir bien el sufrimiento de gente común y corriente (sin que, al hacerlo, nos olvidemos por un minuto de que son celebridades). Esto gusta en Hollywood: actores de lustrosa perfección encarnando diversas minusvalías (físicas o mentales). En Historia de un matrimonio, la minusvalía consiste en pertenecer a la clase media.

 

  1. La lucidez de Sam Mendes en 1917 radica en saber con precisión qué es lo quiere: no la historia de dos soldados que tienen que cruzar, con improbable destino, un campo de batalla en medio del infierno, sino la de la cámara que los acompaña o sigue. O sea: lo que Mendes persigue no es contarnos una historia (que, sin embargo, nos cuenta), sino deslumbrarnos con un ejercicio formal y técnico. En un solo plano secuencia con pocas o ninguna interrupción (según entendamos qué constituye una “interrupción”), Mendes crea o despliega una sucesión de espacios (infernales, ya dijimos) y, sobre todo, un punto de vista: esa cámara pegada al suelo, a los protagonistas, a los obstáculos del mundo y su materia. Uno no deja de preguntarse: ¿cómo lo hizo?

 

  1. Este año, la mejor película entre las nominadas es surcoreana: Parásito de Bong Joon-ho. Asfixiante farsa sobre clases sociales y desigualdad, logra en principio algo que los otros nominados considerarían desaconsejable por el tamaño de su ambición: un relato que es minucioso en sus detalles etnográficos y, al mismo tiempo, alegórico en sus reverberaciones de sentido. Pero que sobre todo es memorable por esto: es una película que se va transformando delante nuestro, como si Bong no se hubiera enterado de la existencia de tonos, registros, géneros y normas de buen gusto. O como si el horizonte de nuestras expectativas no le sirviera para nada. Una maravilla.

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