El visitante de Martín Boulocq
- El cuarto y mejor largometraje de Martín Boulocq, El visitante, quizá nos permita ya entrever o al menos comenzar a conjeturar las recurrencias temáticas y narrativas de su cine. Puede ser, por ejemplo, que el aire común de sus películas sea el mismo: los suyos son relatos que empiezan cuando mucho ha sucedido, cuando no poca agua ha corrido bajo los puentes. Lo que nos ofrecen no es por eso la escenificación de traumas –que en tantas representaciones contemporáneas son una llave que abre cualquier puerta– sino las maneras en que los sobrevivimos. Es así que las películas de Boulocq son, cada vez más, algo de más interés que la reconstrucción de naufragios personales: son meditaciones abiertas y ambiguas, alentadoras en su impulso central, sobre las formas que encontramos para seguir viviendo.
- En su función narrativa, las primeras imágenes de El visitante son parecidas a las primeras imágenes de Los viejos (2011) y de Eugenia (2017): nos exponen al misterio de los personajes, misterio que para Boulocq es un punto de partida (e incluso de llegada). En este caso, aparece a lo lejos a un hombre corpulento, de mediana edad, que camina hacia nosotros, cuesta arriba, arrastrando lo que nos parece primero una maleta y, luego descubrimos, es en realidad un parlante. Entra, sin tener la llave, a una casa. Allí, destapa una moto protegida bajo un plástico, la limpia, la lleva después a un taller. Lo que estamos viendo es una llegada y un regreso, aunque todavía no sepamos de qué y por qué.
- Poco a poco, por inferencias a partir de pistas fugaces, la película nos dejará ir reconstruyendo los contornos de su historia. Si hay un estilo, este consiste, entre otras cosas, en un doble juego: hay por un lado, la historia que se nos cuenta y muestra y, por la otra, la que solo se nos deja sospechar o suponer.
- Tal vez esta sea la mejor de las películas de Boulocq porque las realidades que su protagonista transita adquieren en ella una densidad, un riqueza de detalles, una especificidad material mayor. Uno de esos mundos es el de la ópera: el protagonista es un cantante lírico que canta avemarías en velorios para ganarse unos pesos. Aunque atado a las vicisitudes de la sobrevivencia, este es un otro mundo posible, algo exótico, uno en el que, utópicamente, los conflictos y los sentimientos están a la vista y no por debajo. Y también se recrea el ambiente de las iglesias pentecostales populares –con sus cantos y curaciones, con sus dramáticas invocaciones a Dios y el Demonio–, universo en el que la hija que el protagonista quiere recuperar está atrapada. Estos dos registros y texturas se entrecruzan y enriquecen, al punto que la película es a ratos el combate o conflicto entre dos modos de representación y teatralidad, ambas conectadas a un más allá ultraterreno (del cielo de Jesús o de las pasiones de Pavarotti).
- El conflicto central de la película es el que se va revelando entre dos modos de paternidad y dos padres (se podría recordar que las tragicomedias de la paternidad son uno de los temas reiterados del cine de Boulocq). A primera vista, y aunque enfrentados, los dos padres –el pastor y abuelo adoptivo de la chica; el padre biológico que regresa para recuperarla– son similares, cercanos porque los dos son hombres de negocios y además actores actuando su negocio. Pero lo que está en juego son dos distintas comprensiones de la autoridad según esos respectivos oficios: el pastor confunde la salvación con la entrega completa y ciega a su mando desquiciado e histérico, mando que es convenientemente el de una autoridad mayor (dios, etc.); el padre, en cambio, nos transmite la impresión de que está convencido de la difícil tristeza sin remedio del mundo, melancolía que apenas podemos sobrellevar, acaso compartiendo los sentimientos de los otros (en la ópera, en la charla, en los rituales cotidianos).
- ¿Hay un estilo visual en esta y otras películas de Boulocq? Por lo pronto, hay preferencias que nos resultan conocidas, inclinaciones que quién sabe permitirían identificar una de sus películas sin saber de antemano que es suya. El visitante se abre y se cierra con desolados planos generales que están a la espera de sus personajes, que lentamente los van ocupando, como la historia que se nos cuenta, que se va completando tentativamente, en torno a indicios (y no a revelaciones o a vuelcos dramáticos). Y se combinan esos planos generales, en una oposición sin mayores transiciones, con primeros planos ya llenos (y más llenos aún por las proporciones de la imagen), como cuando miramos a alguien con detenimiento e intentamos adivinar, apoyados en nuestra cercanía, lo que piensan o sienten.
- A los cuidados de su estrategia visual y narrativa, Boulocq añade las eficacias verbales de su guion (escrito junto a Rodrigo Hasbún). Hablen poco o mucho sus personajes, eludimos las debilidades en la construcción de los diálogos que suelen afectar al cine y a la novela bolivianos. Incluso el humor verbal –que no depende solo de las palabras usadas sino de los contextos de su uso– es preciso: «¿Acaso hay un acápite que diga que no se puede beber jugando?», pregunta un jugador de racquetball/cajchi mientras empina la botella entre pelota y pelota. O cuando un personaje se enoja con otro, y el otro, para distender la situación, retrocede murmurando «ahora sí, guerra civil; ahora sí, guerra civil».
- Las tensiones que la película explora no son las de esas convenientes oposiciones que tanto nos gustan porque esclarecen las cosas. Recordemos, a modo de ejemplo, la famosa contradicción excluyente postulada por el eslogan de las «dos Bolivias»: una popular e indígena, subalterna y sometida; la otra, q’ara-mestiza, dominante y sometedora. El visitante, más bien, asume las continuidades, las implicaciones, las formas en que, sin que se nieguen violencias e injusticias consuetudinarias, estamos nomás confundidos en el mismo barro de la complicidad social.
- Entre las tensiones irresueltas que la película describe, una es la que atraviesa las iglesias pentecostales (de «cristianos»), que son, en la película, dos cosas a la vez: un consuelo comunitario en medio de la anomia y una suerte de sostenida (y rentable) estafa. Porque si crean comunidad, son comunidades cruzadas por el autoritarismo de los patriarcas y por las nerviosas lógicas de la vigilancia mutua y las delaciones múltiples. Y si son una estafa, lo son esas en las que los estafadores creen que sus estafas no lo son porque su fe es auténtica y dios está de su lado.
- En general, dos riesgos conviven en esta y otras películas de Boulocq: el riegos de decir mucho, el riesgo de decir poco. Por las limitaciones de mi gusto, a mí el riesgo mayor me parece el de querer atar más hilos y cerrar más nudos que los necesarios, didácticamente (algo que los prefieren un cine explícito y directo le reclaman al cine de Boulocq, impacientes). Felizmente, salvo en una escena (en la que vemos por unos segundos el perfecto nudo hollywoodense de una horca), la película evita esclarecimientos melodramáticos. De hecho, y porque evita esas explicaciones y cierres, la historia acaba donde acaba, en un final que, como su protagonista, es al mismo tiempo feliz (en la medida en que lo permiten circunstancias que no son de su elección) y prometedoramente abierto. Es un buen final porque hace varias cosas por el relato: postula una victoria en la derrota y, además, la necesidad y las razones para continuar con ese mismo relato, que no tiene por qué acabarse donde se acaba. O si se prefiere un final menos vago para esta reseña: es cierto que al final el protagonista no puede acercarse a su hija, pero es claro también que ya la ha recuperado.