Homenaje oblicuo a Susan Sontag: A 50 años de Estilos de una voluntad radical

Uno: El 2019 es un año de aniversarios: Los 100 años de Raza de bronce de Alcides Arguedas, los 60 de Los deshabitados de Marcelo Quiroga Santa Cruz, los 50 de Yawar Mallku de Jorge Sanjinés, los 40 de Felipe Delgado de Jaime Saenz, los 30 de La nación clandestina de Sanjinés.

Dos: Y se puede continuar: Los 50 años de Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa y La mano izquierda de la oscuridad de Ursula Le Guin, de Boquitas pintadas de Manuel Puig y Ada o el ardor de Vladimir Nabokov. De todos estas celebraciones, escojo aquí solo una: hace 50 años se publicó el segundo –y mejor– libro de ensayos de Susan Sontag: Estilos de una voluntad radical.

Tres: Publicado a pocos años de su más famoso Contra la interpretación (1964), Estilos de una voluntad radical (a veces mal traducido como Estilos radicales o incluso Voluntad radical) es otro libro que reúne los ensayos dispersos de Sontag; algunos –los más interesantes– son sobre cine. En concreto, y en lo que nos interesa, es en este libro que Sontag apostó sus cartas a lo que llamaría “la seriedad estética”, identificada para ella con el cine europeo (y, a veces, con el cine clásico japonés). De hecho, dedica ensayos enteros al sueco Ingmar Bergman y al francés Jean Luc-Godard. Entre tanto, pensando en la cultura cinematográfica norteamericana Sontag había inventado el concepto de “camp” (ese kitsch o cursilería para intelectuales).

Cuatro: Susan Sontag (EEUU, 1933-2004) nunca se cansó de defender su eurocentrismo. Era, en suma, una de esas personas insufribles que no se sonrojan cuando dicen que “prefieren el cine europeo”. Pero ¿qué se quiere decir cuando se nos remite a un mítico “cine europeo”? Una generalización posible: si la estadounidense de masas es la cultura de la globalización, entonces el “cine europeo” es aquel que –no importa si hecho en Europa, Asia o Latinoamérica–, se resiste a la disnificación del mundo: con pretensiones de todo tipo, convencido todavía de que es una forma de arte. Traer a cuento ese “cine serio” es nombrar un deseo que no se satisface de manera directa, derivativa, rutinaria, amnésica, casi hormonal, en un consumo más a-la-Avengers.

Cinco: El cine “serio” exige además una manera diferente de verlo, manera  que Sontag llamaba “cinefilia” y que definía así pocos meses antes de morir: “Pienso que un ‘cinéfilo’ es alguien que ha experimentado el cine como una gran forma artística, que conoce con pasión el cine y la historia del cine, que ha visto y ‘revisitado’ las grandes películas que se han hecho en los últimos cien años, que sigue viendo y buscando las mejores películas que se hacen, hoy en día, en cualquier parte del mundo. Yo me definiría como una cinéfila”.

Seis: Los que reclaman que el público boliviano ya no esté acostumbrado o que ni siquiera sea tolerante con cualquier estética que no sea la hollywoodense (y sus imitaciones mexicanas o peruanas o francesas) suponen que en otras partes del mundo hay un gran público diferente. No lo hay.

Siete: Miento: el público para el cine no-hollywoodense se amontona en dos circuitos alternativos: los guetos del sistema internacional de festivales de cine y una especie de gueto anónimo abierto por el mercado (legal e ilegal) de devedés y las posibilidades del streaming. Son estos reductos, y no las salas, los que mantienen viva la cinefilia.

Ocho: Supongamos que sí existe una lengua dominante (aunque no única) del cine-arte (o “cine serio”) mundial. Vendría a ser –caricaturescamente– la lengua de “ese cine en el que nunca pasa nada” y que persigue un quiebre: defamiliarizar y violentar al espectador usando recursos (antiguos y conocidos) que éste ya no soporta. Allí donde esperamos el locuaz didactismo del cine hollywoodense, se opta por la parquedad y el silencio; allí donde el cine comercial nos ha acostumbrado a un clímax sin fin (pues hoy las persecuciones aparecen en los créditos iniciales), ese cine-arte explora el momento muerto; allí donde se nos toma de la mano hacia la complicidad (o manipulación) emocional, se nos ofrece distancia, reticencia e indirección. O, para resumir, allí donde se da por sentada la facilidad del consumo distraído, se exigen en cambio las dificultades de la concentración.

Nueve: Poco antes de morir, hace 15 años, en 2004, se le pidió a Sontag, una vez más, una lista de las 10 películas que consideraba las más significativas de la historia del cine. Además de las obvias y siempre repetidas en su caso (Las reglas del juego [1939] de Renoir, Historia de Tokyo [1953] de Ozu o La aventura [1960] de Antonioni), incluyó dos que, en ese momento, eran relativamente nuevas: Berlin Alexanderplatz (1980) de Fassbinder y Satantango (1994) de Béla Tarr. En ambos casos, hablamos de grandes películas. En más de un sentido: duran, respectivamente, más de siete y 15 horas.

Diez: La elección de Satantango ilustra bien la cinefilia de Sontag y la que hemos tratado de definir aquí: de un director joven (nacido en 1955, Tarr tenía 39 cuando apareció), Satantango traza una larga y compleja meditación sobre acontecimientos que transcurren más o menos en un día. La sola secuencia inicial demuestra ambiciones que, como en muchos de los proyectos estéticos de la modernidad, afirman una casi autista fidelidad a su propios ritmos: largos minutos, una eternidad, dedicados a mostrarnos un paisaje rural apenas en movimiento, saturado por el lodo, la lluvia, construcciones deterioradas y vacas que van y vienen. Tarr logra en una sola secuencia algo que hoy es impensable: que nos deprimamos no después de ver la película sino durante ella (pues se nos otorga el tiempo para hacerlo). En 2011, poco después de terminar otra obra maestra, El caballo de Turín, Tarr anunció su retiro del cine a los 56 años: “Ya dije todo lo que tenía que decir”, se justificó.

Once: Es claro que la “seriedad” es una categoría estética de poca utilidad: vaga y autoritaria a la vez, describe más una reacción que un principio de lectura. No hay quizá mucha distancia entre el “Me gusta” de un feisbuquero o tuitero y “la seriedad” de Sontag. Pero al menos es una categoría que tiene el encanto de aquello que ya no existe, o, mejor, al menos es una noción que sugiere esa “dignidad de la derrota que la victoria no conoce”. Y basta pensar en todos los cineastas bolivianos que hicieron o hacen películas sin tener nada que decir para sentir una intensa nostalgia por directores que dejaron de hacer películas porque ya habían dicho lo que sí tenían que decir.

 

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