La serie de televisión más cara de la historia
Fernando Molina
“El señor de los anillos. Los anillos de poder” es la serie de televisión más costosa de la historia. Se calcula que demandará unos mil millones de dólares para exhibirse en cinco temporadas, superando a “Game of Trones”. En realidad, se trata de la versión de “Game of Trones” de Jeff Bezos, el hombre más rico del mundo, dueño de Amazon Prime, que también es un “tolkienano”, es decir, un fanático de la obra de J.R.R. Tolkien. Esto lo impulsó a comprar los derechos de lo que quedaba de esta obra (ya adaptados “El Hobbit” y la trama principal de “El señor de los anillos”) en nada menos que 250 millones de dólares. Esto ocurrió cuando finalmente Christopher, el tercer hijo de Tolkien y su albacea literario, autorizó venderlos. Fue en 2017, tres años antes de la muerte de Christopher y dos antes de que “Los anillos de poder” comenzara a rodarse.
Bezos venció a otros postulantes, como HBO, a hacerse de los derechos para llevar a la pantalla las historias que Tolkien imaginó sucedieron miles de años antes de las novelas que lo habían hecho mundialmente famoso. Como se sabe, este autor, un filólogo especializado en lenguas germánicas que enseñó 40 años en la universidad mientras escribía, no solo creó un espacio fantástico en el que alojar sus narraciones, como también hicieron otros escritores, sino que describió este de una manera tan minuciosa y compleja que no tiene parangón. Arda, la tierra de Tolkien, tiene una elaborada geografía y su respectiva cartografía, varias lenguas propias, de las cuales algunas pueden servir para componer textos relativamente largos, folklore y etnografía para decenas de pueblos, y una historiografía de distintos niveles, tanto legendarios como “reales”, que dura más que la humana. Parte de esta historiografía se halla en los apéndices de “El señor de los anillos” y parte en el “Silmarillion” y otros textos póstumos del autor.
Esta creación, por tanto, es precursora y/o referente de las de los artistas contemporáneos insertos en las industrias culturales, que también aspiran, aunque en un grado mucho más simple, a construir “universos” con historias que se ramifican y conectan entre sí, con personajes que se trasladan de una entrega a otra, y que tienen biografías completas que no necesariamente se explicitan pero que los lectores o espectadores conocen de antemano. El género de la fantasía se ha convertido en nuestros días en una suerte de “conocimiento paralelo”, que requiere no pocos estudios e ingentes cantidades de tiempo, y que distingue a sus cultores del resto de los mortales, los que simplemente consumimos la manifestación más externa y evidente de estos libros y, sobre todo, de estas carísimas películas.
El universo de Tolkien estaba allí para ser explotado por el entretenimiento industrial de nuestros días. Si eso no ocurrió antes fue por los escrúpulos y las aprehensiones de la familia Tolkien, que sin embargo, desaparecidos ya todos los hijos del escritor, ahora, en su tercera generación, aparece asociada a Bezos para la realización de esta adaptación televisiva de los sueños de su célebre progenitor.
Ahora bien, como ya insinuamos, se trata de un universo muchísimo más rico y elevado que el de las franquicias surgidas de los cómics. No por nada Tolkien es considerado el padre de la “alta fantasía”. De modo que quien, ignorando el contexto que acabamos de presentar, quiera encontrarse con un material que conecte directamente con las famosas películas de Peter Jackson, podría quedar defraudado. “Los anillos del poder” introduce personajes y lugares que no se ven en dichas películas y que solo se aluden brevemente en los libros principales. Los hobbits son presentados, verbigracia, en su variedad de “pelosos”, pueblo nómada ancestral para los queridos Frodo y Bilbo Bolsón que conocimos en las seis películas de Jackson. Y los elfos en retirada de estos filmes se convierten en varios pueblos distintos justo antes de enfrentar el trance de su desaparición, por lo que aparecen mucho menos perfectos y bondadosos que como los imaginábamos. Simétricamente, los orcos, sin dejar de ser los villanos, aparecen “humanizados” por el acercamiento que se hace de su jefe, un ex elfo caído (como los jefes de las legiones infernales eran ángeles en desgracia), que despliega un discurso de orgullo identitario y crítica a la “esclavitud” a la que su pueblo había estado condenado. Este enfoque ha sido criticado por algunos expertos en la saga, que creen que Tolkien no inventó la historia de la Tierra Media en términos realistas sino de fábula moral, con los orcos como excrecencia del Enemigo, es decir, del Mal.
También ha traído bastante polémica la encarnación de las criaturas de Tolkien —que vivía en el Topos Uranos de las leyendas germánicas y era un hombre de la primera mitad del siglo XX— por actores de identidades distintas, escogidos según la actual la sensibilidad de las grandes industrias cinematográficas estadounidenses (ya se sabe, con distintos fenotipos, pero siempre hermosos, espigados o sensuales, y, por tanto, aceptables para las audiencias del primer mundo). “¿Cómo un elfo puede ser negro?”, se quejó algún usuario de la redes sociales. No faltó quien le respondiera que los elfos no existen.
Ya se ha publicado casi toda la primera temporada de “Los anillos del poder”. La realización es formidable, como podía esperarse con ese presupuesto. El guion, en cambio, tiene algunos momentos tediosos antes de ensamblarse en un capítulo final apoteósico. Lo mismo que ocurría con las tramas de Tolkien, si nos lo pensamos bien. En todo caso, debe reconocerse que esta serie es una adaptación menos fácil que la que hizo Jackson de “El hobbit”, convertida en la pantalla en el “argumento” de una montaña rusa y la trama de una película de guerra, combinados, en lugar de ser la aventura de un ser pequeño y débil metido en un entorno de grandes portentos y sucesos catastróficos.
“Los anillos de poder” recupera la perspectiva amplísima que quiso darle Tolkien a sus historias, razón por la cual este se esforzó creando mapas, canciones en idiomas inventados, escenografías maravillosas, etc. No trabajó tanto el escritor para que los adaptadores de “El hobbit” simplemente lo ignorarán. En la serie no ocurre eso. El fondo cultural se simplifica, cierto, pero sin convertir el conjunto en una carrera tras otra y una batalla tras la siguiente. En particular destaca el relato de la amistad entre el príncipe Durin con el elfo Elrond, que tiene el encanto de lo auténtico. Más allá de sus guerras y sus hechos políticos, los pueblos sobre todo tratan de vivir, progresar, respetar sus tradiciones y conocer a los extranjeros que los visitan. Esta dimensión le da profundidad y longevidad a las evocaciones tolkinianas.
Por otro lado, la parte de la enfurruñada Galadriel, la elfa guerrera, con todo su redoblar de tambores y su atronar bélico, provee el reclamo comercial de la serie, pero resulta más previsible e inverosímil y menos interesante.
Habrá que ver cómo se despliega la historia a lo largo de los próximos años. Tal es la demanda de todo visionado de una serie que a mí personalmente me resulta difícil de admitir; la posibilidad de esperar años me impacienta y, acto seguido, me quita las ganas de enterarme de más. Pero, bueno, ya veremos. Los personas de Tolkien, amados desde hace tanto tiempo, pueden hacer que uno cambie sus hábitos.