Los delincuentes o cómo robar un banco nos puede arreglar la vida
1. A estas alturas, muchos recuerdan y algunos repiten –encantados– la premisa de Los delincuentes, la película que Argentina postuló al Óscar 2024: Morán, el tesorero de un pequeño banco en Buenos Aires, roba, sin grandes planes preparatorios ni complicaciones, 650.000 dólares. Esconde el dinero y se entrega a los pocos días a la policía: sabe o calcula que su condena solo serán 6 años, quizá 3 y medio con buena conducta. Cuando justifica sus acciones a un colega, la lucidez del cálculo que lo impulsa deviene, evidente, casi una epifanía de la mediana edad: mejor seis años en la cárcel –para luego ser el dueño de su tiempo– que 25 del mismo trabajo rutinario en el banco –para después, ya viejo, malvivir de una jubilación miserable–.
2. Pero lo que, por su premisa, prometía ser otra película argentina en la que los giles se organizan para tomarse su revancha –otra manifestación sentimental de la crisis, en suma– se convierte pronto, y felizmente, en algo diferente. Lo del robo y del dinero son meros pretextos, apenas el principio de historias puestas en movimiento por ese acto, esa decisión de cambiar las cosas.
3. Si la película está poco interesada en la ejecución del robo –asunto que Los delincuentes despacha en los primeros minutos de sus tres horas y pico de duración–, tampoco Morán, de hecho, está muy interesado en el dinero: calcula que 325.000 dólares es justo lo que, en sueldos, ganará hasta que le llegue la edad de jubilarse. Lo que quiere, en realidad, es ser dueño de su tiempo lo antes posible. Y quiere que alguien lo acompañe: escoge a Román, un colega, le cuenta su plan y le pide que le guarde el dinero ya robado, con la misma brillante idea en mente: los otros 325.000 también le alcanzarán al colega para emanciparse del trabajo.
4. Los delincuentes es una de esas películas que gustan más a la crítica que al público. Y, entre los críticos, las opiniones han sido hasta ahora encontradas: a unos les parece una extraña obra maestra; a otros, un pretencioso fracaso.
5. No pocas de esas evaluaciones críticas de la película de Rodrigo Moreno –antes conocido entre nosotros por la hipnótica El custodio (2006), su ópera prima– derivan de la decepción –o del entusiasmo– provocados por el hecho de que lo que prometía ser una película de género –la historia de un atraco, así sea un atraco en el Tercer Mundo– se convierte en otras cosas y, lo que es peor, en cosas a veces difíciles de definir: ¿un triángulo amoroso a-lo-Almodóvar?, ¿una paródica fantasía pastoril?, ¿una suave comedia melancólica?
6. Esta es a todas luces una película deliberada. Por ejemplo, proliferan en ella –y a veces sobran– las referencias a esto y aquello: discos, poemas y películas son un instrumento del contacto, aún más eficiente que la plata robada: al circular, al cambiar de manos, esos objetos conectan a los personajes. (La película misma retoma y usa la premisa de otra película, el clásico del cine argentino Apenas un delincuente, de 1949). Y están a la vista numerosas virtudes de estilo: sus variaciones de tono están impecablemente puestas en escena y es un relato generoso en tomas y encuadres perfectos (un placer en sí mismos). Pero está vistosa (o ansiosa) deliberación convive con el aire provisional e incierto del relato, que parecería estar armándose mientras lo vemos: nunca sabemos adónde va o quiere ir la película. Para algunos, esa errática traición de la premisa es un defecto, como si la película hubiera sido dirigida por un director con atención dispersa; para otros, ese es precisamente su atractivo mayor: la exploración de diferentes modos de narrar o, por lo menos, de conducir el relato.
7. Con sus tres horas y pico y dos partes, Los delincuentes es breve a lado de las seis horas de Trenque Lauquen, la película de Laura Citarella escogida recientemente por la encuesta anual de la revista Cahiers du Cinéma como “la mejor película del 2023” (en el mundo). Y es mucho más breve que la obra mayor de Mariano Llinás, de la misma generación de cineastas argentinos, La flor (2018), de 14 horas de duración. Además de su despreocupada generosidad con el tiempo ajeno, estos relatos comparten una hechura: son el producto de años de filmación (un lustro en el caso de las cintas de Moreno y Citarella, una década en el de la de Llinás), según un guion y plan que se van haciendo y modificando en el tiempo. Tal vez no pocos de los rasgos formales que las unen –su aire relajado, su gusto por la digresión, su lirismo ocasional– sean consecuencias de esa forma de hacer. Antes, películas tan largas eran problemáticas a la hora de su consumo (recuerdo haber visto las 15 horas de la magnífica Berlin Alexanderplatz de Fassbinder en solo dos maratónicas sesiones en una sala de cine universitaria); hoy, el streaming permite y hasta promueve ver estas películas como si fueran series, a veces en una sola y larga sentada. (Los delincuentes se puede ver así en la plataforma de cinearte Mubi).
8. Aquí, como en sus otras películas, Moreno se ocupa de la misma obsesión: los usos del tiempo. De nuestros tiempos: esos que desperdiciamos o estamos obligados a desperdiciar haciendo trabajos que son una lenta condena, interminable. El tema, claro, es clásico y, de Marx a esta parte, central en las definiciones de la naturaleza del trabajo en el capitalismo. Y los escapes que los personajes citadinos de Moreno imaginan o encarnan –Morán o Román– son también típicos, fantasías rutinarias de la crisis masculina de la mediana edad: irse al campo (es decir, a las sierras de Córdoba), vivir cerca de la naturaleza, enamorarse de mujeres incluidas con los beneficios del paisaje.
8 1/2. El final, en una afrenta más a las expectativas de la premisa inicial, opta por una relajada y lírica indefinición: los personajes desaparecen en el horizonte, como en una película de vaqueros. Pero al menos algo está claro: son ya dueños de su tiempo, libres. Un final feliz.