Un año de cine boliviano: Cuatro buenas películas
El último año y pico fue bueno para el cine boliviano. Acaso el mejor de su historia. Por lo menos son cuatro –y tal vez seis o siete– las películas que justifican el entusiasmo. La conocida desazón del asunto radica en que el afán por estar al día con el “cine nacional” es hoy un afán de muy pocos. Pero la parte feliz está también a la vista: las posibilidades de ponerse al día, de recuperar películas que “se nos pasaron”, son muchísimas (DVD, streaming, etc.). Estas recomendaciones tienen en mente esa reparación de olvidos y descuidos.
Manto de gemas
Es ya demasiado tarde para los que intentan, con algo de resignación, sobrevivir el mundo confuso y difícil recreado por la boliviana Natalia López en su ópera prima, Manto de gemas. Y es tarde porque ese mundo no solo es golpeado por actos de violencia (de los grupos criminales que controlan zonas enteras de México), sino porque esos golpes se han convertido en la rutina, tan naturales y antiguos como el paisaje en el que suceden. La película entrelaza las historias de tres mujeres: Isabel, María y Roberta. De clases sociales distintas, cada una se obstina en resistir, inútilmente, el mundo caído que las rodea. Estas historias, su red de relaciones y complicidades, se van trazando en la película a cuenta gotas y lateralmente, aunque según un aire común: esta es una película de terror por medios oblicuos.
Manto de gemas es una película difícil por varias razones. Lo es por lo que muestra y por lo que no muestra, por sus indirecciones sistemáticas y sus digresiones atmosféricas. Y porque las sostenidas tristezas de la película –las que representa, las que provoca– no son nunca herramientas de la catarsis o de la explicación. Son más bien expresión de los temores e incomodidades que la película produce y que proceden de un afecto más directo que la solidaridad o empatía abstracta: un afecto que se manifiesta, al menos en este espectador, como el alivio de no tener que vivir en ese mundo.
El visitante
El cuarto y mejor largometraje de Martín Boulocq, El visitante, quizá nos permita ya entrever o al menos comenzar a conjeturar las recurrencias temáticas y narrativas de su cine. Puede ser, por ejemplo, que el aire común de sus películas sea el mismo: los suyos son relatos que empiezan cuando mucho ha sucedido, cuando no poca agua ha corrido bajo los puentes. Lo que nos ofrecen no es por eso la escenificación de traumas –que en tantas representaciones contemporáneas son una llave que abre cualquier puerta– sino las maneras en que los sobrevivimos. Es así que las películas de Boulocq son, cada vez más, algo de más interés que la reconstrucción de naufragios personales: son meditaciones abiertas y ambiguas, alentadoras en su impulso central, sobre las formas que encontramos para seguir viviendo.
En su función narrativa, las primeras imágenes de El visitante son parecidas a las primeras imágenes de Los viejos (2011) y de Eugenia (2017): nos exponen al misterio de los personajes, misterio que para Boulocq es un punto de partida (e incluso de llegada). Poco a poco, por inferencias a partir de pistas fugaces, la película nos dejará ir reconstruyendo los contornos de su historia. Si hay un estilo, este consiste, entre otras cosas, en un doble juego: hay por un lado, la historia que se nos cuenta y muestra y, por la otra, la que solo se nos deja sospechar o suponer.
Tal vez esta sea la mejor de las películas de Boulocq porque las realidades que su protagonista transita adquieren en ella una densidad, un riqueza de detalles, una especificidad material mayor. Uno de esos mundos es el de la ópera: el protagonista es un cantante lírico que canta avemarías en velorios para ganarse unos pesos. El conflicto central de la película es el que se va revelando entre dos modos de paternidad y dos padres (y se podría recordar que las tragicomedias de la paternidad son uno de los temas reiterados del cine de Boulocq).
Utama
En Utama, la ópera prima de Alejandro Loayza, los hilos principales están a la vista y provienen de la historia del cine boliviano. La película se detiene, entre otras preocupaciones, en las arquetípicas dificultades de una tierra árida y dura, en los turbios cantos de sirena de la migración, en el conflicto cultural entre generaciones. Regresamos, en suma, a temas no abandonados desde Vuelve Sebastiana (1953) de Jorge Ruiz, aunque, en esta versión, las cosas suceden como si Sebastiana ya se hubiera ido de su casa hace tiempo y los únicos que todavía perseveran en su sitio fueran los viejos.
Las preocupaciones de Utama se entrelazan –sin dificultades, sin forzar las cosas– a una historia personal y mínima: un matrimonio de ancianos, pastores de llamas en un paisaje semivacío y apocalíptico, Virginio y Sisa, afrontan juntos los daños de la sequía, las miserias del tiempo y de la enfermedad y, recientemente, las insistencias de Clever, el nieto que llega de la ciudad convencido de que, llevándoselos, los salvará de ese lugar sin futuro.
La película ha sido interpretada, pues la pereza nunca descansa, como un arrobador espectáculo sobre los estragos del cambio climático. Pero Utama es más interesante que esas reducciones y lo que insinúa, por ejemplo, de un lugar azotado por la sequía se puede generalizar a ciudades o países enteros: ¿cuándo es el momento de irnos de ellos?, ¿por qué nos resistimos a huir ? O, mejor, ¿en qué medida nuestra obstinación militante –la de quedarnos en un lugar porque lo sentimos “nuestra casa”– no es sino una fidelidad a condiciones indeseables e insostenibles? ¿Y acaso no es cierto que una vida ahí perdida o malograda se ha perdido y malogrado en toda la tierra?
El gran movimiento
Esta película, dirigida y escrita por Kiro Russo y fotografiada por Pablo Paniagua, quiere ser, entre otras cosas, la “sinfonía de una ciudad” (a la manera de la clásica cinta de Walter Ruttmann dedicada a Berlín o de la secuencia inicial de Manhattan de Woody Allen). Esa es de hecho una de las posibles interpretaciones del título: el “gran movimiento” es el de la ciudad, de sus gentes y objetos, aunque inscritos aquí con un ímpetu formalista que los transforma menos en personajes y más en motivos de una serie de ejercicios de estilo. Ejercicios en torno a contrastes de luz y sombra, o a la combinación de sonidos e imágenes, o a los ritmos y modos variables del montaje, o a los efectos creados por el uso de diferentes lentes. A momentos, la película nos recuerda la primera y segunda partes de Chuquiago de Antonio Eguino (sensación alentada no solo por el retrato de la ciudad sino por la textura setentera de la imagen en 16mm); en otros, la película es una continuación de Viejo calavera (2016), aunque en vez de socavones y calles en Huanuni se juegue ahora con mercados y calles de La Paz.
Por lo dicho, esta es una de esas películas en las que la historia (el “argumento”) está en segundo plano y se nos solicita que lo deduzcamos, como si fuera un secreto. Pero el secreto en cuestión, a diferencia de Viejo calavera, no requiere mayores detenimientos del espectador, que adivinará la historia sin esforzarse y, cuando la adivine, se quedará con la sensación de no haber descubierto algo central. Es decir, la historia es un pretexto. Más convincente como miscelánea que como relato, el movimiento de El gran movimiento se queda detenido, concentrado en los múltiples encantos visuales y sonoros de sus partes.