1917, de Sam Mendes
Quedará en la historiografía superficial como el filme que perdió el Oscar ante Parasite, la primera “mejor película” de proveniencia “extranjera” (es decir, no filmada en inglés) de la historia de este premio. 1917 es británica, pero las películas de esta nacionalidad son consideradas locales por la academia estadounidense. Y 1917 era la favorita absoluta para llevarse el Oscar más importante, luego de haber ganado el Globo de Oro al mejor drama y el BAFTA a la mejor película británica. Sin embargo, mordió el polvo de la derrota…
Una historiografía más seria recordará a esta cinta por su puesta en escena, que es el área en la que destaca, con logros mundialmente célebres, su director y coguionista Sam Mendes. El lector ya sabe a qué me refiero. Se ha hablado bastante de la impresionante –e impresionista– fotografía de 1917, que retrata los acontecimientos en un par de larguísimos planos secuencias (con algunas pequeñas inconsecuencias o “trucos”, que apenas se notan). La idea es inducir al espectador a adoptar el punto de vista del cabo Schofield (interpretado por George MacKay) a lo largo del precario viaje que este hace a través de las líneas enemigas. Esta hazaña –la cinematográfica, no la bélica– fue realizada por el legendario y multipremiado fotógrafo Roger Deakins, quien se hizo merecedor, por su trabajo, de un nuevo Oscar.
Mendes comenzó su carrera en el teatro, donde descolló por su capacidad para renovar viejas obras y musicales con una gran creatividad visual. Ya en las tablas se decía que esta habilidad era “cinematográfica”. El salto de Mendes al cine, entonces, fue fácil; el director británico se estrenó con American Beauty, que se convirtió inmediatamente en un éxito de taquilla y crítica. Luego hizo un melodrama en el género criminal, Camino de perdición, que tenía cierto interés, pero no estaba a la altura de su primera obra; continuó con los envolventes dramas El infierno espera, también ambientado en la guerra, aunque en una guerra mucho más reciente, la librada por EEUU en el Golfo, y Solo un sueño, que puso otra vez en la pantalla a la pareja protagonista de Titanic, formada por Leonardo DiCaprio y Kate Winslet. Finalmente, Mendes fue nominado para hacer la película aniversario de la franquicia de James Bond, Skyfall, lo que puede considerarse un honor nacionalista, pero no un mérito cinematográfico (aunque este no es el peor título de la saga); Mendes también se encargó de la continuación, Spectre, que resultó algo mejor que el filme anterior.
Igual que Steven Spielberg, Mendes es muy bueno para presentar de forma original historias simples –es decir, ni muy complicadas ni muy ingeniosas– y a veces inverosímiles. También es el caso en 1917, que cuenta la aventura de Schofield y su amigo, el soldado Blake (interpretado por Dean-Charles Chapman), inverosímilmente mandados a entregar una orden escrita del general Erinmore (Colin Firth), situado en la retaguardia, al coronel MacKenzie (Benedict Cumberbatch), que se encontraba en el frente y estaba a punto de atacar decisivamente las líneas alemanas. No necesito decir que los hechos suceden durante la muy sangrienta y muy sudada Primera Guerra Mundial.
Mendes se toma varias licencias argumentales (poco molestosas) para lograr una historia de gran poesía visual y narrativa. Aunque ha dicho que su filme trata de la suerte, de la buena fortuna que acompaña a un soldado en campaña e impide que muera, también es, como el lector puede adivinar, una (otra) película sobre el heroísmo. No podía ser de otra manera. La más generosa de las virtudes –el valor, la entrega altruista– sigue galvanizando al público de nuestra época, como lo ha hecho con todos los públicos de todas las épocas anteriores. Eso sí, en este caso, y en correspondencia con la corrección política de la industria cinematográfica, se trata del heroísmo empleado para salvar vidas, antes que para destruirlas. La película sugiere que el valor de combatir se desprende, primero que nada, del deseo de cada uno de cumplir sus compromisos: el compromiso que se ha hecho con un amigo y, también, el que uno ha hecho consigo mismo, cuando se ha prometido actuar decentemente, sin dejarse llevar por la negligencia o el terror.
Esta película, ha dicho su director, debe verse en una pantalla grande. En efecto, eso le facilita el llevarnos –como se diría, de la nariz– hasta un cierto lugar de la campiña francesa, en el crucial año de 1917, y ponernos allí por unas horas, con el corazón encogido y los dientes apretados, juntos a esos muchachos que esperan y labran sus terribles destinos.