A propósito de 98 segundos sin sombra

1. De entre las muchas maneras posibles de pensar en la novela boliviana, acaso esta podría ser una de ellas: imaginar que es una tradición cruzada por la división entre (a) relatos que persiguen, por sobre otras cosas, la postulación de un universo (paralelo pero conectado al real, correlato objetivo de una sensibilidad) y (b) los que se detienen no tanto en el afán de suplantar, incrementar o competir con las riquezas del mundo sino en las idiosincrasias de una voz, de un modo de ver y de contar el mundo.

2. Ya en la parte entretenida de esta distinción ociosa, podríamos ilustrarla jugando al juego de poner sobre la mesa casos (para luego, claro, someterlos a su necesaria falsificación): al primer grupo, corresponderían quizá los relatos de Saenz y Spedding, pero además los de Aguirre, Medinaceli, Recaoechea, Paz Soldán y Urrelo. En cambio, los relatos que quieren recrear los espectáculos de una voz los tendríamos que buscar –a pesar de su diversidad aparente– en la obra de Chirveches, Zamudio, el primer Céspedes, Urzagasti, Suárez, Montes Vanucci, Cárdenas, Mendizábal, Baudoin.

3. En los relatos que dependen de los encantos de una voz, suceden cosas, se cuentan historias y hasta se postulan fragmentos de un universo, pero lo que recordamos de su lectura es una tergiversación singular del mundo, los registros de un lenguaje que otorga a lo que cuenta un encanto que no tendría sin esa voz.

4. Es probable que sea más fácil adaptar al cine novelas del primer grupo, esas en las que la descripción de un mundo y de sus vicisitudes nos conducen hacia el sentido. Aquí, por supuesto, el mayor riesgo para el adaptador es la exuberante abundancia del mundo novelesco (como en Saenz o Spedding o Urrelo). En cambio, cuesta más imaginar (aunque no sea imposible) adaptaciones felices de relatos del segundo grupo: lo que está en juego en ellos es un tono verbal de improbable reproducción sino como lo que es, un tono verbal.

5. Pensemos, para seguir ejemplificando, en Jonás y la ballena rosada (1987), de Montes Vanucci, adaptada al cine en 1995 por Juan Carlos Valdivia: película y relato cuentan, grosso modo, la misma historia, pero como que la película se pone rápidamente tediosa porque carece de lo que, en la novela, hacía llevadero el relato, la voz narrativa, esa que registra mínimas (y algo banales) afrentas desde el punto de vista de un teatral misógino paranoico que no se toma en serio su paranoia (como cuando declara, al empezar la novela: “un torcido día llegué a la conclusión de que mi mujer era responsable del fracaso de mi vida”). En contraste, la adaptación de 2005, por el mismo director, de American Visa de Recacoechea es notoriamente más feliz, y si trastabilla no es por cuestiones de tono sino de una deficiente lectura de la trama de la novela (del final, sobre todo).

6. La novela 98 segundos sin sombra, de Giovanna Rivero, pertenece al segundo de los grupos aquí descritos, o sea, es un relato en el que lo que se cuenta no es tan vistoso como la voz que lo hace. A saber, se ofrecen a nuestra consideración y empatía las tribulaciones rutinarias de una adolescente inconforme con su vida familiar y escolar (padre fracasado, madre paralizada; colegio de monjas arquetípico) y el lugar donde transcurre esa vida (un “culo del mundo”, en Santa Cruz a mediados de los ochenta). Con las consiguientes fantasías reglamentarias de escape hacia otra parte (tan frecuentes en la narrativa de esta generación de narradores y, últimamente, por como están las cosas por acá, entre todo el mundo).

7. No es entonces lo que cuenta lo que más recordamos de la novela de Rivero y sí en cambio la la narración digresiva y detallada de su protagonista, que tiende a los énfasis perentorios de la adolescencia (“siempre pienso en cuánto odio a mi padre”) y, al mismo, a las inseguridades sin fin de su edad (“siempre tengo problemas para saber con exactitud lo que siento”); una voz que salta de una cosa a otra pero que, sin que nos demos mucha cuenta, va poniendo en su lugar los pedazos de una sensibilidad; voz para la que las palabras mismas son, como para Óscar Cerruto, un pensamiento (“púberes, una esdrújula patética que comienza con pu: pus, puerta, púa, puerca, purga, puñado, puta. Pútrido todo”). Y no es por ninguna sola de estas inflexiones que se define su relato, sino por su nerviosa variedad.

8. Sin mucho que mostrar que no dependa de la narradora, Juan Pablo Richter, director de esta adaptación de la novela de Rivero, opta por hacer de su protagonista una comentarista en off (y a ratos en on). Y, como en tantas películas que usan el recurso, acaba con dos historias: la que vemos y la que la narradora cuenta.

9. En los mejores usos del recurso, esa diferencia –la que se establece entre lo que vemos y la voz del narrador– es ampliamente explotada, en una contradicción que enriquece los efectos del relato. Eso sucede, para traer a cuento ejemplos prestigiosos, en Barry Lyndon (1975) de Kubrick: la precisa y distante ironía del narrador en off (tono que proviene de la novela de Thackeray) acompaña el patetismo de gran parte de las secuencias que vemos. Y, en un caso más cercano, sucede lo mismo en Y tu mamá también (2001) de Cuarón: la picaresca sentimental de los personajes es interrumpida por un narrador (en las cadencias perfectas de Giménez Cacho) que las inscribe en una historia más grande, la de las miserias del capitalismo neoliberal. En 98 segundos sin sombra de Richter hay una tensión, pero es de otra clase.

10. Porque lo que vemos en la película está como a medio hacer: los personajes, las situaciones, las historias previas se proponen a partir de unos cuantos trazos gruesos, expuestos además con una discreta parsimonia que hace sospechar que se ha confundido la lentitud con una de las formas infalibles de la profundidad. De repente, la nerviosa variedad verbal de Genoveva termina siendo difícil de conciliar con las elementalidades del relato cinematográfico, que son incluso expositivas: esta es una de esas películas que hacen comer y vomitar a un personaje a los 100 segundos de empezada para comunicarnos que el personaje en cuestión sufre de bulimia… o que nos muestra, en esos mismos segundos iniciales, una serie de pósters y aparatos para avisarnos que estamos en los años 80… o que no encuentra otro recurso para retratar la desolación de sus personajes que hacerlos mirar, con la mirada perdida, al vacío.

11. Y puede ser que hasta nuestra buena predisposición hacia Genoveva (interpretada por la excelente Irán Zeitun) no aguante la suma de daños que la rodean y perjudican: frases sueltas que devienen diálogos torpes (“porque la reciprocidad es…”); perlas de sabiduría arrojadas al prójimo sin pudor (“espero que tu trascendencia repare los daños provocados por tu matrimonio…», le dice la hija a la madre); música incidental al borde de la parodia involuntaria; personajes como definidos por un solo gesto o pose (la madre, el guía espiritual, el padre, el profesor colla, la monja autoritaria) . Y ya con la representación de fantasías o pesadillas varias (sketchs intercalados de una matanza, del video musical de una boyband, de unos nazis de carnaval), empezamos a dudar de la inteligencia de la chica, pues ni las conocidas coartadas del kitsch deliberado alcanzan para redimir esos interludios.

12. Que algo tenga un aire de profundidad pero que carezca del aliento para sostener ese aire no es algo infrecuente en las artes. Aunque, y esta es simplemente una sospecha injustificada de este reseñista, sean preferibles los fracasos más ambiciosos.

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