Ciudadela: más allá del Estado fantasma

 

Uno: En su descripción de la cárcel de San Pedro, el escritor australiano Rusty Young resume así las cosas: “Adentro no hay guardias. Los reclusos no llevan uniforme. Todos tienen la llave de su propia celda. Esposas, hijos y mascotas pueden vivir con ellos.  De hecho, San Pedro es más una ‘ciudad dentro de la ciudad’ que una cárcel normal”.

Dos: Young es el autor de Marching Powder, un bestseller de 2003 en el que cuenta su estadía en San Pedro. Pero el párrafo que citamos viene de otro lado: es el primero de un extenso retrato turístico de la que Young llama “la más singular cárcel del mundo”. Y lo encontramos no en un tratado sociológico sobre prisiones, tampoco en un testimonio sobre este o aquel descenso al infierno tercermundista: forma parte del grueso tomo (408 páginas) que le dedica a Bolivia la serie de guías turísticas Lonely Planet (que son las guías más leídas del planeta). En éste y otras manuales del buen turista aventurero, el tour por la cárcel de San Pedro se publicita como la mayor experiencia que La Paz le puede ofrecer a un visitante en busca de color local y peculiaridades a granel.

Tres: Diego Mondaca retoma con el documental Ciudadela (2012, 47 min.), sobre la cárcel de San Pedro, lo que en su anterior trabajo, La Chirola (2008, 25 min.), sólo era una referencia en un relato de vida, el de Pedro Cajías (que habla de San Pedro como de una bendición que lo salva, entre otras razones porque allí descubre una de sus vocaciones: los perros, esos hermosos perros que, dice, “lo domestican y hacen humano”). Pasamos, entonces, de una narración anclada y organizada por un personaje (Cajías en La Chirola) a otra, en Ciudadela, que prefiere más bien seguir los ritmos de un espacio y sus habitantes: trabajos, fiestas, rutinas, ocios. Es más: si no supiéramos que lo que estamos viendo es una cárcel, sólo ya avanzado el documental caeríamos en cuenta de ello. Entre tanto, vemos nomás otro barrio de verdad: gente sentada en un parque, una mujer cocinando mientras la hija hace su tarea, desempleados que parecen esperar que los contraten.  

Cuatro: Pese a sus diferencias, en estos dos documentales Mondaca ensaya una estrategia común: deja que las cosas se vayan armando frente a la cámara, sin otra intervención que la difícil diligencia de estar ahí cuando esas cosas –con sus imágenes, detalles y ruidos– sucedan. Este procedimiento ofrece ventajas innegables: evita, por ejemplo, las intromisiones pedagógicamente ideológicas que el documental boliviano suele fatigar sin suerte, sobre todo porque la ideología que exhiben es deleznable o simple o cercana al lugar común de café (recuérdese el caso del documental ¿Por qué quebró MacDonald?).

Cinco: Aunque prestar atención como lo hace Mondaca –que no se deja distraer por nada que no esté frente a la cámara– tiene también desventajas: por ejemplo, a ratos sentimos la falta de un contexto, de algo que amplíe, relativice o contradiga lo que estamos viendo. Respecto a Ciudadela, ya que de este documental hablamos, tal conjeturable flaqueza se resume en el hecho de que acabamos con sólo una vaga idea del asunto: un preso nos dice que en la cárcel de San Pedro hay 1.500 reclusos, que con mujeres e hijos quizá sean 2.500 en total; se menciona que hay siete “barrios”, de los cuales tres son productivos. Pero más allá de estos pedacitos de información, casi nada. ¿Y la retardación de justicia? ¿Y el tráfico y consumo de drogas? ¿Y las jerarquías y “clases”? ¿Y por qué San Pedro es así y no lo es Chonchocoro? ¿Y los policías qué dicen? Quizá las imágenes que vemos sean suficientes para adivinar respuestas a estas preguntas. Quizás no.

Seis: O quizás (y esta indefinición es una de las riquezas de Ciudadela) Mondaca busca otra cosa: retratar la cotidiana materialidad de formas de vida, con sus testarudos usos y costumbres, que se reproducen y funcionan dentro de San Pedro como si el Estado no existiera o, si existe, sólo de manera espectral. Acaso por ello Mondaca evita, sistemáticamente, referencias a lo que el “género presidiario” nos ha acostumbrado: no hay ni reflexiones sobre la culpa, ni consideraciones filosóficas sobre “los errores cometidos”, ni disquisiciones sobre la justicia. Es más: no hay –sino vistos desde lejos, aburridos en sus torres de vigilancia– policías. Tampoco abogados, ni controles, ni requisas, ni abusos, ni escapes, ni peleas. Lo que indica o señala, claro, una ausencia intensa, esa que es una bendición y una tragedia al mismo tiempo: la del Estado. Así, Ciudadela no es ni una alegoría del Estado aparente (Zavaleta Mercado) ni del Estado Integral (García Linera citando mal a Gramsci), sino de lo que el antropólogo Daniel Goldstein, pensando en Bolivia, ha llamado el Estado Fantasma: un Estado que sólo se hace presente para cobrar o exigirnos algo, para luego tirar la llave y desaparecer.

Siete: Mondaca alterna en Ciudadela dos efectivos modos visuales: una cámara que sigue, desde atrás, el movimiento de sus personajes por el laberinto de San Pedro; y una cámara que se acerca, como si el espacio fuera insuficiente, al detalle de rostros, manos que trabajan, cuerpos que bailan. Entre laberíntico y claustrofóbico, este drama corporal de conventillo sólo encuentra respiros en las tomas de los techos de la cárcel y, ahí, reclusos contemplando la ciudad, tomando el sol, trabajando contra el cielo. A través de este contrapunteo de espacios (pasillos, cuartos, techos) –cada uno retratado según un estilo visual diferenciado–, Ciudadela crea la imagen de un barrio: sus trabajos, sus comidas, sus fiestas. Cual favela casi utópica (¿o distópica?), San Pedro es un condominio cerrado, un castillo medieval, incluyendo a los guardias que, aquí, no sólo se ocupan de que nadie entre sino de que nadie salga.

Ocho: Es claro que ninguna “revolución democrática y cultural” ha llegado a la cárcel de San Pedro. Para bien o para mal, lo que vemos en Ciudadela es una versión concentrada de La Paz: gente que sobrevive haciendo lo que puede, amontonada hacia arriba, organizada por la necesidad, congregada en torno a alguna virgen, alguna fiesta patronal, algún partido dominical de fútbol. Una señora (que maneja, dentro de la cárcel, una pensión de almuerzos) resume la ambigüedad de esta de vida en una frase que podríamos escuchar también y con el mismo sentido fuera de San Pedro: “Estoy bien…, espero irme pronto pero”.

Y medio: Un retrato atento de lo que hay es sin duda mucho mejor que una construcción publicitaria y vistosa de lo que es sólo retórica (i.e.: ideología ilustrada). En ello, la precisión, respeto y cuidado con que Mondaca filma sus temas sean acaso un primer paso hacia una lectura, ojalá en el futuro más entrometida e impertinente, de esta (nuestra) realidad.

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