Elogio de la televisión
- Según cálculos periodísticos que dieron la vuelta al mundo, el presidente Trump consume un promedio de 5 horas de televisión al día. Esta es, por supuesto, una denuncia, el señalamiento de una falta: esas son horas desperdiciadas en un vicio, malgastadas en una debilidad. (La noticia habría sido otra o no habría sido ninguna si descubríamos, gracias a los esfuerzos del periodismo, que Trump se somete a cursos intensivos de italiano y sueco).
- Trump sólo encarna el promedio de su país. Es decir, desperdicia las mismas cinco horas que, en promedio, un estadounidense pasa frente a algún tipo de televisor. Poco importa que en Europa el promedio sean cuatro horas y que en Latinoamérica tres y pico: el patrón es más o menos el mismo. A saber: como Trump, pasamos muchas horas frente al televisor, más que las que ocupamos en cualquier otro consumo cultural. Vivimos para trabajar, dormir y ver tele, en ese orden.
- Pero a diferencia de otros consumos, el televisivo continúa mordido por las tragicomedias de la vergüenza o del pudor. Basta pensar en las reacción que provoca la declaración «Leo mucho» versus la que podemos imaginar como respuesta a «Miro mucha Tv»: la primera es tal vez tomada como lo que es, una sospechosa fanfarronería (porque ¿qué es leer mucho?); la segunda, en cambio, suena a una confesión que pertenece al mismo resignado o ingenuo reino al que pertenecen «Las salchipapas son mi debilidad» o «Tengo todos los discos de Shakira».
- En este contexto, el de un consumo intenso pero avergonzado, ¿qué quiere decir que la nuestra sea, según dice el lugar común que hoy leemos en todas partes, «la época de oro de la televisión»? ¿Podemos ahora, finalmente, «ver mucha Tv» sin avergonzarnos? ¿Los programas son realmente mejores?
- Cuando hablamos de una «época de oro», hablamos, claro, de la Tv norteamericana: ni la alemana, ni la española, ni la argentina ni la mexicana, mucho menos la brasileña, viven hoy «edades doradas». Y nos remitimos en buena medida a la televisión que requiere subscripciones y pagos. La televisión rutinaria –la de los canales abiertos y gratuitos– no vive ninguna etapa gloriosa, como lo prueban, con generosidad, los canales bolivianos. Es esa otra televisión –numerosa, siempre pagada y casi siempre norteamericana o inglesa– la que podemos ver en cantidades ilimitadas sin sentirnos avergonzados.
- Esta historia tiene su prehistoria: si nos concentramos en el drama televisivo, se sabe que sin Twin Peaks (1990-1991) no hubiera existido Los Sopranos (1999-2007) y que sin Los Sopranos no existiría The Wire (2002-2008). Es esta «tradición contemporánea» la que permite –por los diversos caminos de la influencia– la posibilidad de series como Carnivale (2003-2005), Lost (2004-2010), Madmen (2007-2015), Breaking Bad (2008-2013), The Good Wife (2009-2016), Juego de tronos (2011-) o Homeland (2013-). Estos programas tienen en común el mismo punto de partida: mientras el cine hollywoodense apuesta a los fastos multimillonarios del gran espectáculo, el drama televisivo se ha convertido en el refugio de los mejores guionistas, actores y directores. Ese cine es hoy, tendencialmente, un arte que evita el riesgo; la Tv paga, en cambio, se permite las libertades que antes eran los exclusivos privilegios del cine. Pensemos sino en las riquezas de algunos clásicos televisivos contemporáneos.
- Twin Peaks: Señalado a menudo como el origen, este drama o comedia ofreció en sus dos temporadas algo que la tv –salvo algún capítulo memorable de Dimensión desconocida (1959-1964)– rara vez había ofrecido: una idiosincrasia expresiva. Fue una de las primeras series «de autor», vehículo de la sensibilidad visual y temática de un director específico, David Lynch. Pese a sus inconsecuencias, probó en ese momento fundacional (1990-1991) la viabilidad televisiva de narrativas no convencionales, construidas a partir atmósferas (bosques lluviosos y música ominosamente melancólica) y digresiones (sueños, leitmotivs visuales, rupturas de tono, etc.). Sin Twin Peaks, ni X-Files, ni Lost, ni Breaking Bad hubieran sido imaginables.
- Los Sopranos: Serie que amplió significativamente la definición de realismo televisivo. Por un lado, elaboró tramas cuya complejidad exige la demora y, con ella, la paciencia del espectador, que las tiene que reconstruir subterráneamente, como en una larga novela decimonónica en la que las causas y los efectos operan de maneras misteriosas; por el otro, los cuatro guionistas principales (Chase, Winter, Green y Burguess) se entregaron a experimentos narrativos en cada capítulo, variaciones formales a veces brillantes. Si a eso le añadimos el hecho de que es una serie que construye personajes complejos en interpretaciones memorables (de James Gandolfini, de Edie Falco) y que la puesta en escena es meticulosa en su densidad descriptiva (espacios, vestimentas, formas de caminar y hablar, consumos, etc.), es difícil ya sentir que perdemos el tiempo con esta televisión.
- The Wire: La curiosidad descriptiva de Los Sopranos deviene en esta –para muchos la serie dramática más significativa de la época– una pulsión cuasi etnográfica, un realismo que deja que sea la «realidad» la que, al parecer, determine el suspenso, los protagonismos, los múltiples hilos del relato. Las categorías del drama televisivo sufren, de hecho, una transformación: en The Wire es una ciudad específica, Baltimore, la que produce a los personajes, que son múltiples como los espacios de la ciudad, que aparecen y desaparecen de la superficie narrativa, y que con frecuencia no son sino la encarnación del fracaso de esa realidad. (Juego de Tronos no sería sino The Wire en el universo infanto-juvenil del señor de los anillos).
- Acaso celebrar una época dorada sea un entusiasmo impreciso: se trata más bien de una celebración de la televisión norteamericana pagada, que vive su mejor época gracias a unas cuantas productoras (HBO, Showtime, AMC, ahora Netflix y Amazon). Pero es, de todos modos, un tiempo de oro, así sea en el preciso sentido de que hoy accedemos a una diversidad televisiva antes inexistente. Hay de todo: series que exploran microdinámicas intersubjetivas como índices del cambio histórico (la magnífica Madmen), series que llevan a un extremo las perfecciones del suspenso y la serialidad clásica (The Goodwife o Homeland), series que se permiten capítulos enteros consagrados al videoarte experimental (la temporada 2017 del resucitado Twin Peaks de Lynch). De esta televisión, confieso que veo mucha.