HOMELAND, Sacralizando Héroes

Los seguidores de la teoría del “Equilibrio Universal” deben estar felices con lo ocurrido en la relación entre el cine y la televisión en los últimos años. Justo en el momento en que el primero (en los circuitos comerciales) se ha banalizado, merced al fenómeno del “blockbuster”, motivado por la globalización y  la “búsqueda de mercados”, la segunda ha ganado niveles de sofisticación narrativa que hubieran sido impensables hace dos o tres décadas.  “The Wire”, “Breaking Bad”, “True  Detective”, “Fargo”, son algunos de los referentes de esta época dorada para la pantalla chica.

“Homeland” acaba de estrenar su sexta temporada. Las cinco primeras pueden ser vistas en diversas plataformas (cable, streaming), o adquiridas en cualquier puesto de venta. La historia, remake de otra original israelí, trata inicialmente de un soldado norteamericano que tras haber estado cautivo varios años en una organización terrorista islámica, regresa convertido en héroe, aunque bajo la sospecha de ser doble agente.

Pauline Kael, conocida crítica norteamericana, decía al analizar el “Western”, que aunque los guionistas se esforzaran por presentar a los “indios” como “buenos” y justificar sus acciones (sus agresiones generalmente estaban motivadas por abusos previos de los blancos), finalmente el público reaccionaba con horror ante estos. Se trata de un mecanismo elemental de autodefensa psicológica; siempre tendemos a reaccionar negativamente frente a lo extraño, más aun si la violencia está involucrada.

Algo similar ocurre con los musulmanes en “Homeland”: Los guionistas se esfuerzan   por presentar “musulmanes buenos” (mujeres agentes de la CIA que usan “hiyab”, clérigos que reniegan de los terroristas), e inclusive el “villano” de los primeros capítulos que tiene un buen motivo para sus acciones (decidió traicionar su país, luego de observar como un “dron” mataba a varias decenas de niños en una escuela). Pero lo concreto es que dichos elementos no solo no disminuyen nuestro temor frente al “enemigo”, sino que en los hechos legitiman las acciones de los “buenos” (sin importar que estas contradigan los preceptos legales o éticos supuestamente vigentes).

¿Podemos admirar e identificarnos con una mujer que puede hacer cualquier cosa por conseguir sus objetivos? (violar las leyes, prostituirse, etc.), ¿podemos hacer lo mismo con un asesino por encargo (lo que en los años ochenta hubiéramos llamado un paramilitar?). Seguro que sí, es lo que ocurre en “Homeland” con “Carrie” y “Quinn” dos de los personajes principales. Lo que pasa es que están muy bien construidos, tienen diversos niveles de complejidad, y sobre todo, los realizadores han recurrido a los mecanismos clásicos de “sacralización” que heredamos de nuestra cultura judeo-cristiana, pero que también han sido aplicados con éxito por la izquierda en determinadas ocasiones (la construcción de la figura del “Che”, por ejemplo). El mecanismo es simple: el héroe (o el santo), con convicciones indestructibles, que sufre y finalmente se inmola por los demás.

“Carrie”  a lo largo de la serie muestra que es capaz de todo para conseguir sus objetivos; en determinado momento se acuesta con un desconocido para tener lugar donde esconderse, más adelante los guionistas redoblan la apuesta y la muestran seduciendo sexualmente a un adolescente, al que luego de haber conseguido sus propósitos manda a una muerte segura. “Quinn” simplemente asesina. Pero ambos son seres que sufren: “Carrie” es  esquizofrénica y  Quinn tiene una incapacidad crónica para sostener relaciones estables; ambos sostienen una relación difícil con la vida, pero la sobrellevan siendo fieles a sus convicciones.

Los personajes sortean las distintas temporadas enfrentándose a dos enemigos distintos: el que esta fuera (generalmente terroristas, en la penúltima temporada rusos) y el que está dentro de su organización (malos jefes o directamente traidores). La fórmula funciona, aunque se vuelve repetitiva en las últimas temporadas.

“Homeland” no es una excepción, y si una representación muy clara de la forma en que los valores han evolucionado en nuestra época. Vivimos en los tiempos del “todo vale”, en los que realmente lo único que importa es el fin, más allá de los medios. No es un triunfo de Maquiavelo, sino más bien de la lógica capitalista más simple; mientras haya ganancia, no importa el resto. Y lo realmente trágico es que la propia izquierda (por lo menos desde la época de Stalin), ha adoptado el mecanismo con enorme entusiasmo. De ahí que vivamos un momento histórico en el que el corto plazo domina las acciones de la humanidad a todo nivel, sin que importe demasiado el futuro.

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