LA FORMA DEL AGUA

Hay dos términos que se relacionan de manera directa con la filmografía de Guillermo Del Toro: género y estética. Respecto al primero, basta con señalar que la totalidad de los diez largometrajes que ha dirigido desde Cronos (1993), hasta La Forma del Agua (2018), se adscriben al cine fantástico. Respecto al segundo, queda claro que su cine está marcado por una evolución continua en el manejo de las “formas”, proceso que por otra parte lo diferencia de sus pares y le otorga una personalidad propia.

En otro ámbito, vale la pena señalar que el realizador junto con Alfonso Cuarón y Alejandro Gonzales Iñarritu, forma parte de la troica de directores mexicanos que en los últimos años han influido decididamente en el cine de Hollywood. Los dos nombrados ya ganaron sendos oscares y es muy probable que este año Del Toro lo haga en el apartado de mejor director (recientemente logró el Globo de Oro). Al margen de lo anecdótico, es un hecho que refleja cierta “realidad cultural” del país del norte, y que resulta indudablemente sabroso en estos tiempos de muros y de Trump.

BELLEZA SOBRE NARRATIVA

En realidad la expresión correcta debería ser “belleza como elemento privilegiado en la narrativa”, y es que si uno analiza en detalle la carrera del director se da cuenta que sus primeros largometrajes en Estados Unidos Mimic (1997) y Blade II (2002), posteriores a su debut en la mexicana Cronos (la que de alguna manera preanuncia el conjunto de su carrera), son una afirmación en el conocimiento de los mecanismos del género; buenas demostraciones de un cine efectivo. Sobre esa experticia es que Del Toro innova con mayor audacia en los tratamientos formales.

Ya en El Espinazo del Diablo (2001) de producción española, se atrevió a un cine con mayor acento poético (¿quizás porque allí tenia mayores márgenes de libertad que en Hollywood?) y de alguna manera Hellboy (2004) marca un punto de quiebre. En el Laberinto del Fauno (2006), también española, el director da rienda suelta a su creatividad visual, ligada a una visión poética, que en general distingue a los mundos que ha ido creando. Quizás por eso es que Helboy II (2008), a diferencia de la primera, se decanta enteramente por lo formal, mostrando una pasión por el detalle visual, funcional a la historieta de corte romántico.

Tras el interregno de Pacific Rim (2013) (¿un retorno al cine de blockbuster motivado por factores económicos?), el director nos ofreció La Cumbre Escarlata (2015), la más criticada (o la menos elogiada) de sus propuestas esteticistas: “visualmente deslumbrante pero superficial”, es una frase que podría sintetizar varias de las objeciones que se le hicieron.

FONDO Y FORMA

Pero si La Cumbre Escarlata fue cuestionada por algún tipo de desequilibrio entre argumento y expresión formal, La Forma del Agua muestra desde un inicio que esta fuera de ese tipo de traspié. La estilización visual de la cinta está conectada a una historia que quiere ser actual y encarnar la quintaescencia de la corrección política.

Una mujer muda, pobre, huérfana, mutilada físicamente en su niñez, se enfrenta a un hombre anglosajón, poderoso, aficionado a la tortura, proclive al abuso sexual, encarnación del sistema y de los valores tradicionales de occidente. El hombre anglosajón se apoya en la familia típica de la clase media norteamericana, compuesta por una mujer que liga la sexualidad al estatus y el dinero y dos niños antipáticos. Al otro lado, alrededor de la mujer muda, también se agrupa una suerte de familia integrada por dos sujetos disfuncionales: un homosexual marginado por la sociedad y una barrendera negra presa en una relación patriarcal.

El objeto del enfrentamiento es un “alien” (en el sentido que los norteamericanos dan a esta palabra), un extraño, un “extranjero”, al que el hombre anglosajón quiere disecar, para estudiarlo y la mujer muda quiere salvar, porque se ha enamorado de él. Es un ser anfibio que viene del Amazonas (aunque contradictoriamente en las escenas finales se lo libera echándolo al mar, compuesto por agua salada como sabemos).

En el marco de ese planteamiento se produce una tensión entre las intenciones estéticas de Del Toro, predominantes en la propuesta, y la profundidad y pertinencia argumental. Existe una correspondencia entre ambas, por eso es que la película funciona, pero el preciosismo del realizador arrastra al argumento a momentos hacia el estereotipo y a terrenos cercanos al naif. En particular resulta débil el enamoramiento repentino de la mujer y los recursos “mágicos” que aparecen la última parte de la película y que permiten al realizador ir resolviendo la trama.

En “La Forma del Agua”, el ideal de la belleza se encarna en la estética de los musicales clásicos de Hollywood de los años treinta y cuarenta, cuya música e imágenes son rescatadas reiteradamente por el argumento y finalmente sublimados en un sueño por la protagonista. Existe cierta ironía en el hecho de que la “belleza” de una de las etapas más conservadoras de la vida de Estados Unidos (en las que campeaba el racismo, la segregación, etc.) sea ligada en la película a los postulados progresistas enarbolados por Del Toro. En todo caso vale; es una buena demostración de cómo los simbolismos culturales pueden innovarse y cambiar de contenido de acuerdo al tipo de planteamiento en los que se enmarquen.

Del Toro ha sido fiel a sí mismo. Su cine sigue desenvolviéndose en ambiente claustrofóbicos, donde se mueven seres vulnerables. Sus gustos e intenciones también son los mismos. Queda la interrogante sobre si en el futuro mantendrá esa misma fidelidad, y sobre los derroteros a los que lo llevara su amor por las formas.

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