La vida amenazada de Salman Rushdie
Fernando Molina
El autor británico-americano nacido en India, Salman Rushdie, se encuentra en un hospital, gravemente herido por un atacante que lo apuñaló en un festival literario en Nueva York. La razón exacta del ataque no se ha revelado, pero es obvio que tiene relación con la fama que se le ha colgado a Rushdie de ser enemigo del islam, a raíz de la fetua u orden religiosa que en 1989 emitió respecto a él el Ayatollah Khomeini, líder histórico de la teocracia iraní. La fetua instruía a todos los musulmanes que lo asesinaran. El hecho de que el hombre que lo acuchilló hubiera nacido bastante después de esa fecha muestra que el odio ideológico puede pasarse de una generación a otra. Rushdie fue condenado porque su cuarta novela, “Los versos satánicos” se consideró blasfema para la religión del Corán. La decisión de Khomeini se produjo poco después de la muerte de varios musulmanes, asesinados por la policía mientras protestaban contra la novela en Pakistán.
Siempre he admirado a Rushdie, que enfrentó a estos hechos razonando y debatiendo acerca de la libertad de expresión y el valor para la democracia de los discursos excéntricos, incluida la blasfemia; y, además, siguió escribiendo pese a tener que vivir escondido y bajo protección durante alrededor de diez años, hasta que se produjo un acuerdo entre Irán y el Reino Unido que, luego, el primero de estos países terminaría por no respetar. Aunque ahora Irán se desentendió del intento de asesinato de Rushdie, los círculos religiosos y políticos que mandan en este país felicitaron al agresor del escritor; sin embargo, este se quedó sin la recompensa ofrecida por su cabeza por ciertas organizaciones islamistas y enfrenta una segura pena de muchos años de prisión estadounidense.
A Rushdie lo he admirado menos como autor, aunque reconociendo su innegable talento. Desgraciadamente, su mejor novela, “Hijos de la medianoche”, galardonada con el importante premio Booker, nunca se puso a mi alcance.
Entre las varias reacciones que mereció el atentado contra su vida, su colega canadiense Margaret Atwood escribió un homenaje en The Guardian. Señala en él que los escritores son fácil víctima de la intolerancia “porque trabajan con palabras, que son ambiguas, y porque ellos mismos suelen ser bocones y malhumorados”. Es obvio que al escribir esto Atwood estaba pensando más en Rushdie que en los escritores en general. Ambos adjetivos emergen rápidamente en la mente del lector que se interna en su autobiografía “Joseph Anton” (llamada así por la identidad que tuvo que adoptar durante el tiempo en que se lo consideraba uno de los hombres más en peligro del planeta).
Hay que aclarar aquí que se dice “bocón” en el sentido siguiente: Rushdie está bendecido por el don de la facundia. Pese a sus pasaportes británico y americano, lo suyo es la exuberancia, la fecundidad, el realismo mágico, la espontaneidad algo abrumadora de su país natal. Y estas cualidades se expresan a través de las palabras, que en su caso no solo son tan ambiguas como siempre, sino también torrenciales.
Este adjetivo lo escogió él mismo. En uno de sus libros para jóvenes, “Luka y el Fuego de la Vida”, aparece como Rashid Kalifa, el padre de Luka. Se acusa a sí mismo de hablar mucho, en especial cuando no sabe qué decir, y también de emitir, a veces, un “Torrente de Palabras”, río que confluye en el “Mar de las Historias”, cerca de la “Laguna de la Sabiduría”, a lado de la “Montaña del Conocimiento”.
En sus libros no son tan importantes las historias como las palabras, es decir, como ver a Rushdie contando historias con esa elocuencia suya que siempre se hace notar. El proyecto flaubertiano de un autor que sea tan invisible como Dios no le calza ni un poco. No es que regrese a los hábitos narrativos decimonónicos. Solo que lo mejor de su escritura es la elocuencia de su autor. Dicho con las palabras de otra colega suya, esta vez británica, Nesrine Malik, Rushdie “es un escritor brillante que sabe que es brillante”.
Este tipo de autores nunca han sido de mis favoritos. A veces, incluso se me antojan insulsos. Sin embargo, en su autobiografía tiene una razón más fuerte para “ser” que el mero deseo de realizar juegos prodigiosos con palabras; cuenta una historia interesante, la
de su vida, y también una historia importante, la de su lucha contra la fetua.
Nos damos cuenta de que no solo su estilo, que el propio Rushdie es exuberante, aunque decirlo parezca un cliché respecto a los nativos del extremo oriente. Uno puede notar, en estas sus memorias, su pasión comunicativa, su necesidad de otras personas para interactuar con ellas y reconocerse en ellas, sus ganas de viajar, su gusto por codearse con los grandes escritores y personajes políticos; su frivolidad, la imprescindible para ser una celebridad internacional; su amor por las cosas caras y por tanto su apego al dinero que puede conseguirlas; su ego saludable, vital y gozador.
Este ego, más su insistencia en ser considerado una víctima y no un pecador, más su (relativamente coherente) rechazo a las salidas de compromiso y el que jamás se haya replegado sobre sí mismo, como para esconderse bajo la cama mientras esperaba que la tormenta pasara, llevaron a muchos —es decir, a muchos occidentales— a considerarlo una persona arrogante, caprichosa, etc. Fue una de las formas más insidiosas de criticar su resistencia a doblegarse ante el terrorismo. Sin embargo, cierta arrogancia no necesariamente es mala; explica tanto la existencia misma de su obra, que a mí se me antoja siempre compuesta de puros “tours de force”, como el que haya podido sobrevivir a los difíciles años de la fetua y también, ojalá, explique su resilencia frente a la situación actual.
Su autobiografía está concentrada en los años de la maldición de los Ayatollahs, pero permite atisbar en sus orígenes personales. Como tantos otros indios de la élite, dejó su país para estudiar en Inglaterra, en Oxford, y esto lo desarraigó: se casó con una chica inglesa y se convirtió primero en un exitoso publicista que tenía la ambición de usar su reconocida facundia en la literatura y, después, logró plasmarse como novelista mediante el expediente imprescindible de recuperar su relación con la India.
Parte de este desarraigo consistió en su escepticismo respecto de la religión de su comunidad nacional, aunque él atribuya el mismo a sus padres irreligiosos. Parte de su retorno a la India, a la vez, fue que decidiera trabajar, en “Los versos satánicos”, con el islam y no con otra religión o creencia. La suma de ambas cosas causó la tragedia fundamental de su vida, por la que, en palabras de Atwood, formará parte del “memorial del escritor perseguido” por siempre.
En este libro, Rushdie se hace la burla de una manera muy graciosa de la seguridad británica y de otros servicios extranjeros; nos indigna al relatar todos los gestos de cobardía, connivencia con el terrorismo y matonaje que tuvo que presenciar y sufrir; llena sus páginas de chismes literarios de alto vuelo y de suculentos chismes sobre sus matrimonios (también exuberante en este terreno, se ha casado nada menos que cuatro veces con mujeres hermosas e inteligentes).
Es un libro estupendo, pese a su minuciosidad algo narcisista y, por supuesto, su longitud típica de Rushdie, cuyos libros—el lector entenderá porqué— suelen ser voluminosos.
Me la pase bien con “Joseph Anton”… Ya que es un libro de hace una década que me parece que no llegó ni siquiera entonces a nuestras librerías, si alguien quiere leerlo puede escribirme a mi Messenger, que es abierto, y le mandaré con gusto una copia en PDF.