Javier Marías, el escritor que amé

Fernando Molina

En los años 90, Javier Marías era el escritor más más. Como entonces yo andaba de perdonavidas, decidí que no me gustaría y no lo leí por un tiempo… Idiotez profunda, pero por suerte pasajera. Un día, para matar el tiempo, comencé a ojear un ejemplar de “Mañana en la batalla piensa en mí” y sucumbí al hechizo. Me volví “mariano” y Marías se convirtió en el único escritor que quería leer; devoré todo, inclusive “El siglo”, que es bastante ilegible, todo hay que decirlo. Su primera novela era una peculiar variación del género negro: «Los dominios del lobo». De ahí para adelante escribió casi dos decenas de novelas y varios libros de relatos. Dos de las primeras, «Corazón tan blanco» y «Todas las almas», pueden incluirse sin resquemor en el canon español del siglo XX.
El estilo de María exige alguna explicación. Procedamos por exempla.En la novela policial negra todo se narra como si nadie pensara, soñara, imaginara, como si los hombres sólo hiciéramos, sin proyectar o evaluar. Un tipo conversa con una mujer, digamos en un café. Le mira las piernas. Se las mira insistentemente. De pronto, sin que sepamos más que eso, la mujer se levanta y lo golpea con su bolso. Inmediatamente sale del café, mientras el tipo, que ahora sonríe, la sigue con la mirada, con los ojos todavía puestos en sus piernas… Este es el modelo anglosajón, empirista como las filosofías que predominan dentro de esta cultura.
En Javier Marías ocurre exactamente lo contrario: la objetividad se echa de menos. Todo lo que ocurre en sus novelas pasa por el filtro de una o más conciencias, las cuales, además, no se contentan con contarlo, sino que lo observan como bajo un microscopio, de muy cerca, con la ayuda de lentes y contrastes, poniéndolo del derecho y del revés; o como si se tratara de una cinta de video, que se puede ver una y otra vez, avanzando y haciendo pausas, ralentizando la marcha, pasando cuadro por cuadro. La prosa de Marías, retorcida y audaz (hasta el punto en que uno se pregunta por su corrección gramatical, por su pertenencia a la sintaxis española), es ideal para eso.
En sus novelas, Marías se demora inquisitivamente en el pasado y, por decirlo así, rumia ciertos momentos de la biografía de sus personajes… momentos en los que éstos oyeron algo que no debían, o dijeron lo que tenían que haber callado; en los que sufrieron alguna herida irremediable o dieron un golpe fatal y por tanto causaron una marca que explicará su voluntad de permanecer en el pasado, su rencor.
En la trilogía «Tu rostro mañana» -que no es su mejor obra- Marías se dedica a morder y remorder (como la mente del celoso le da infinitas vueltas a una sonrisa equívoca, a una frase quizá casual, al nombre entrevisto sobre la pantalla de un teléfono móvil) unos hechos que aluden a sus –hipotéticos– resentimientos.
En efecto, esta larguísima novela nos hace saber, apenas comenzar, que el padre del protagonista fue denunciado al gobierno franquista por su mejor amigo, salvó el pellejo por milagro y, después de salir de la cárcel, no reclamó nada y ni siquiera volvió a ver al delator. Dos problemas activan entonces el “devanarse de sesos” (ninguna expresión corresponde más con el estilo de Marías que ésta) del narrador: a) cómo es posible dejar de lado, de esta manera, algo tan grave que ha sucedido, y b) cómo esto no pudo anticiparse: ¿es posible que la traición no estuviera escrita desde el principio, digamos bajo la forma de envidia, en el rostro del traidor?
El lector habrá encontrado en esto la impronta de las intrigas shakesperianas (quizá habrá pensado, como yo, en Yago, amigo de Cassio y servidor de Otelo, y su deseo de arruinar a ambos), que constituyen la fuente más reconocida de la literatura de Marías. Y también una cierta misantropía, que congenia bien con el gran tema de este escritor: una interrogación sobre las intenciones, sobre las causas más recónditas del comportamiento y el conocimiento humanos; intenciones y causas que no suelen ser altruistas…
No puede ser realista esta escritura, entonces, sino más bien de una envolvente subjetividad. No hay en ella narrador omnisciente, no hay descripciones objetivas de los sucesos. Todo lo que sabemos llega a nosotros a través del pensamiento de los protagonistas, que es parcial y apasionado; de conversaciones que se demoran e intrincan (al punto que podría hablarse de una “novela oral”); de nada podemos estar seguros. Además, la sombra de Marías planea en la forma improbable de cada diálogo, en cada elaborada digresión (y hablamos de una novela o, mejor, de una novelística basada por completo en la digresión…)
Que todo esto resulte en algo convincente y atractivo es un fuerte indicador del talento de este autor.
Si otros novelistas pretenden mirar al mundo, Javier Marías –siguiendo la filosofía de su padre, el filósofo Julián Marías, que a su vez sigue la de Ortega— piensa que el mundo ya está en la mirada o, mejor, que la mirada construye al mundo. Y entonces todo depende de cómo se mira.

El desamor

Marías también sabía que el tiempo lo echa a perder todo.
Lo que deslumbra de entrada no necesariamente convence a largo plazo; la observación demasiado cercana de las cosas, el uso excesivo del rewind terminan por marear; uno se pregunta si todo ese retorcimiento (heredado de Juan Benet) no será un poco arbitrario.
Y entonces un buen día se da cuenta de que para uno (es decir, para mí) hay dos Marías: el que me subyugó y el que, en determinado momento me costó seguir leyendo.
La lectura es una arena de amores locos, que rápidamente se convierten en traiciones, infidelidades y olvidos.
Disfrute menos a Marías desde su trilogía, aunque con la excepción de “Los enamoramientos”, una gran novela. Paré de leerlo en su penúltima novela, “Berta Isla”, que encontré sentimental en el peor sentido.
Pero esto ya no importa. La verdad es que, como dijo Bolaño, “Marías es un escritorazo”. Solamente que, como con la comida mexicana, hay que evitar empacharse con él.
Marías era un escritorazo que, a diferencia de tantos empiristas por ahí sueltos, sabía muy bien –una vez más, porque lo decía su padre– que solamente podemos acceder a la realidad a través y a partir de nuestras vidas; lo cual, si ustedes lo piensan, es decir y saber mucho.

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