Las malcogidas: Nada que perder
- Una gorda anda enamorada de su vecino, un rockero tonto. Ella todavía no sabe lo que el público ya sabía gracias a las enseñanzas de Palito Ortega: que «la pinta es lo de menos». Porque ¿qué importa el sobrepeso o el acné o la ropa que no nos queda si somos buenos, irónicos, distraídamente torpes, amantes de las películas de Haneke y de las canciones de Miguel Mateos?
- A veces, cuando se anuncia que una película «rompe estereotipos» se nos quiere preparar para el hecho de que los estereotipos que veremos serán otros. En Las malcogidas no hay a la vista, en efecto, amigotes enamorados de modelos (¿esos son los estereotipos aquí rotos?). Lo que hay, en cambio, es una loser camote de un galán que no es el cuchillo más filo del cajón. Puede que haya espectadores que consideran esto una «ruptura» –nunca se deben subestimar las ingenuidades del patriarcado–, pero sólo si asumimos que son espectadores que, además, no han recibido noticias de El diario de Bridget Jones o La boda de Muriel o Hairspray.
- Los entendidos dicen que en cualquier arte el cómo es más importante que el qué. Las malcogidas confirma este credo: algunos de sus detalles son más atractivos que su labor de «destrucción de estereotipos». A ratos –en diálogos triviales, en escenas expositivas–, cuando sólo es una comedia musical sin mensajes, es una buena película. Por ejemplo, la casi perfecta secuencia inicial en la que vemos a la protagonista sometida silenciosamente a la aplicación de yeso en el abdomen (un tratamiento para adelgazar). Las reacciones mínimas, incomodidades e incertidumbres frente al espejo de esos minutos sugieren mejor que el resto las humillaciones a las que nos expone el mundo, el cuerpo, la gravedad, el tiempo. No es difícil entonces enamorarse de la protagonista, condición mínima y necesaria de una comedia romántica.
- Las identidades que exhibe Las malcogidas son otras. Esta es una diversidad post-algo, de esas que hubiesen provocado, años atrás, un ataque de furia sacerdotal en Fausto Reinaga (pues los kataristas tienden, en su agitado comercio de identidades esenciales, a ser rara vez algo más que machitos clásicos). Pero es un repertorio de personajes cargadito, como el de un Almodóvar ochentero que se mudó a San Pedro: la hermana barbuda y travesti, la abuela lesbiana reprimida, los ninfómanos superficiales que no dejan de coger en el piso de arriba, la anciana errática encargada de decir los non sequiturs (la Chus Lampreave de la peli), el gordo nerd buen tipo, etc. Aunque encarnación de un exotismo urbano ya estandarizado en otros cines, siempre se puede decir que nada de esto abunda en el boliviano. Si «nuestro cine» está, como Las malcogidas, obsesionado con la identidad, no lo está con identidades tan poco ancestrales y nacional-populares como estas.
- ¿Qué entiende la película por el mal nombrado en su título? Menciono tres posibilidades, no excluyentes: una malcogida es la que ha sobrevivido un rosario de experiencias casuales con amantes incompetentes o incompatibles. Es, además, la condición de la que ha sido violentada por relaciones impuestas: el caso de la abuela, lesbiana empujada a la heterosexualidad; o el caso de la protagonista, enamorada de una imagen. En su sentido más general, una malcogida es la que está sola, sin una verdadera pareja. Es claro que estas definiciones incluyen al mundo entero: ser un o una malcogida no sería otra cosa que ser un ser humano común y corriente, infeliz.
- Ninguno de los mensajes que intenta Las malcogidas es más que convencional. Su final, por ejemplo, llega a la cuasi reglamentaria moraleja del género: aquello de que «para cada roto hay un descosido» o, si se quiere la versión obscena de lo mismo, la certeza de que «nunca falta un gato para lamer el plato». Aunque también se sugieren conclusiones que, sin ser inéditas, son menos sentimentales. Por ejemplo: que La Paz –por sus intolerancias, sus violencias cotidianas, sus maltratos mutuos– es un lugar de mierda del que hay, si se puede, huir cuanto antes. Karmen, la travesti, logra hacerlo; Carmen, la gorda, no lo hace porque sospecha que la vida que ha destruido en La Paz la ha destruido en toda la tierra.
- Acaso para corroborar su sentimiento de rechazo a un lugar escasamente maravilloso, Arancibia evita en Las malcogidas la construcción visual de la ciudad, así sea siguiendo modos ya probados: no hay aquí ni la postal de American Visa ni el despliegue genérico-aéreo de Engaño a primera vista. Abundan, en cambio, los lugares chicos y cerrados, claustrofóbicos, de íntimo teatro familiar. En ellos, la cámara no abandona a sus personajes, a los que retrata en persistentes primeros planos, como si le faltara espacio o tiempo para alejarse. Carmen no sólo es gorda, sino que se mueve en un mundo en el que todo está cerca y amontonado.
- La cercanía visual con la que Las malcogidas sigue a sus personajes no naufraga porque esos personajes son interpretados bien. Hay incluso variedad, en un arco tendido entre dos extremos: actuaciones al borde de una histeria contenida (Marta Monzón, Bernardo Arancibia) y las que intentan un minimalismo algo más preciso (Denisse Arancibia, Ariel Vargas). Un hecho extraño: los mejores actores cómicos del cine boliviano reciente –Denisse Arancibia aquí, los hermanos Benavides en Engaño a primera vista– ya no vienen del teatro o de la revista de variedades sino del cine. Es más: los mejores actores cómicos son directores de cine.
- Con el estreno de cada nueva película boliviana y la aparición de comentarios, la pregunta que nos persigue por unos días es siempre la misma: ¿Qué hay detrás de la crítica? A modo de animar esta discusión ya cansada, propongo responder en el futuro a preguntas que tengan el discreto mérito de ser menos generales, aunque sean igualmente retóricas. Se me ocurren por ahora las siguientes: ¿Es la crítica una forma subalterna del brindis? ¿Un rutinario acto de respaldo al «innegable esfuerzo de muchos años», etc.? ¿Una breve demostración de los adjetivos que conoce el crítico? ¿Un show narcisista de pulgares que suben o bajan como en circo romano?¿La oportunidad de desquitarse? ¿Una muestra cuasi sociológica de los corporativismos que atraviesan a un gremio pequeñito? ¿»Opiniones constructivas»? ¿La mediocre imitación de mediocres críticos argentinos (Quintín o Scholz, no importa)? ¿Repetir frases hechas de la revista televisiva Días de cine? ¿Una versión actualizada de Pueblo enfermo en la que denunciamos otra vez nuestra congénita mala leche, chola sin duda?
Esta crítica está un tanto dispersa también no? … será? No será? Capáz se escapa igual de dar importancia a un eje central de la película, porque los detalles aqui mencionados se detectan con leer un par de libros sobre cine o guión, qué sé yo, mucha verba, el punto 1,para recortarlo (está demaaaas) y en el 4, muy forzado lo de Reynaga jaja en serio? talvez la crítica debería replantearse su papel de retroalimentación también, no sólo apuntar a los detalles técnicos o artísticos sino a un «todo» y cómo ése todo nos aporta o nos embrutece, y… nada!
Que Mauricio Souza utilice la numeración para sus críticas, debe verse, ¡además!, como un gesto a medias didáctico, a medias expositivo. Con alegría veo que ambas cosas confluyen con claridad en sus textos para dar cuenta de un todo que Israel Navía no ve, aunque no me queda claro por qué. Para abreviar, no entiendo su comentario.