Ocho apuntes sobre Manto de gemas de Natalia López
Por Mauricio Souza Crespo
- Sobre la violencia.
Es ya demasiado tarde para los que intentan, con algo de resignación, sobrevivir el mundo confuso y difícil recreado por la boliviana Natalia López en su ópera prima, Manto de gemas (2022). Y es tarde porque ese mundo no solo es golpeado por actos de violencia, sino porque esos golpes se han convertido en la rutina, tan naturales y antiguos como el paisaje en el que suceden. “Cuando la abuela vivía aquí”, dice una mujer al empezar a contar las glorias pasadas de una imponente propiedad rural en la que transcurre parte de la trama, y que, al hacerlo, habla de la existencia de un tiempo en el que la vida fue diferente. Pero la película no se detiene en el pasado y, de hecho, tampoco quiere dar explicaciones sobre la violencia y ni siquiera mostrarla de frente: los de López no son los espectáculos morbosos o las alegorías éticas del cine de la crueldad, sino algo peor, que es la constatación de que la violencia en ciertas zonas de México –con sus secuestrados y desaparecidos, sus armas y sus drogas– no interrumpe o altera nada sino que es el pulso general, una difusa presencia detrás de las cosas que –en las exasperadas palabras de un personaje– es la que determina “cómo son las cosas”. - Tres mujeres.
La película entrelaza las historias de tres mujeres: Isabel, María y Roberta. De diferentes clases sociales, cada una se obstina en resistir, inútilmente, el mundo caído que las rodea. Isabel es la güera citadina y adinerada, dueña de la espléndida casa de campo mencionada, una casa que, en su deterioro –y por sus rajaduras, goteras y abandonos– refleja, como la casa en La ciénaga de Lucrecia Martel, las laxitudes vacacionales y lentas de una clase venida a menos. Atravesada por la culpa, Isabel se obsesiona, contra toda prudencia, en averiguar el destino de la hermana desaparecida de María, antigua sirvienta de la familia. Esta, a su vez, comparte con un joven, Adán, los cuidados y tareas que demanda el negocio de los secuestros. Y este último, Adán, es el hijo de Roberta, policía y madre en crisis –por las andanzas criminales del hijo–, en obligatoria colaboración o yugo con los narcos de la zona (en una secuencia entre grotesca y graciosa, y mientras pide comida por teléfono, su jefa la reprende por sus actos de rebeldía contra la servidumbre policial a los narcos). Estas historias, su red de relaciones y complicidades, se van trazando en la película a cuenta gotas y lateralmente, aunque según un aire común: esta es una película de terror por medios oblicuos y sinuosos. - Formas de ver.
Entre otros posibles, hay por lo menos dos modos de ver Manto de gemas. El primero consiste en mirarla algo distraídos, o no lo suficientemente concentrados, a sabiendas de que –como los personajes mismos de la película– nos vamos a perder cosas y, en nuestro extravío, tendremos que ubicarnos a tientas y episodio por episodio, rendidos a las atmósferas entre lánguidas y horrorosas que la película construye. El otro modo demandaría prestar a las superficies de la película una atención paranoica, atrapados por la sensación o la sospecha de que en cada detalle está la clave de las historias que se nos cuentan y del mundo que se nos ofrece. - Las cosas fuera de lugar.
Escuchamos la larga charla en un almuerzo pero de los personajes que hablan solo vemos las manos; la cámara sigue a una mujer que cocina mientras, fuera de campo, un grupo de hombre discute de armas. Tantas y repetidas dislocaciones entre palabra e imagen son quizá las adecuadas para un universo en el que poco está en su lugar y nada coincide con sus nombre: la víctima es victimaria, el buen hijo es un mal criminal, familiares cercanos han desaparecido o están perdidos, los padres suelen ser padres ausentes. O tal vez esa indirección sea una manifestación del pudor o reticencia con que López se acerca a las violencias de la violencia, una fuerza de la que vemos sus estragos pero no su conocido espectáculo. Con frecuencia, no logramos identificar a primera vista lo que estamos viendo y a los personajes los conocemos a pedazos, a través de sus reflejos, de sus siluetas detrás de cortinas y de vidrios. - El relato y sus atmósferas.
No solo las imágenes no coinciden con las palabras, sino que los lazos causales de la trama son también laterales: aunque las historias avanzan, esta es una ilusión porque sospechamos que acabarán como otras anteriores, en una especie de círculo o repetición de la desgracia. Es decir que hay como un conocido repertorio de hechos –las violencias impunes que yacen detrás de todo– y las reacciones a esos hechos, ya consuetudinarias: la parálisis aterrada, el trámite inútil, la búsqueda sinfín. Pero al mismo tiempo la intuición de espectador es otra, alentada por las atmósferas del relato y derivada de saber que nada acabará de otra manera, que lo que estamos viendo es la repetición de desgracias. Tales circularidades sin salida son, por otra parte, las que explican que la película se vaya construyendo como la acumulación de una serie de secuencias autosuficientes, de fragmentos que brillan por cuenta propia. López se concentra en lo que quiere concentrarse, una escena a la vez, cada secuencia de este manto una gema que modifica la luz recibida de otras. Y es en esta misma lógica narrativa que el relato se acelera o ralentiza, y la cámara se aleja o se acerca, siempre de acuerdo a la relación que se quiere establecer con aquello que se relata. Manto de gemas es una película sobre la violencia que es además una película sobre cómo podemos o no podemos representarla. - Manual de uso o resumen.
Al final, sea cual sea la forma escogida para verla (nos hayamos dejado llevar por sus atmósferas o nos hayamos concentrado en seguir a tientas sus historias), lo que queda es un manual de uso que es a la vez el de la realidad retratada y el de las formas que la película usa para retratarla. En un resumen de lo dicho hasta aquí, y si hubiera que empezar la redacción de ese manual, es claro que tendríamos que incluir por lo menos estas consideraciones: a) Que la película trata de hacer tangible, sin que ese deseo suponga la obviedad o el didactismo, el reino y dominio de lógicas invisibles, esas que parecen estar detrás de las cosas, jodiéndolas: las desapariciones y los castigos, el patriarcado y la culpa, las diferencias y fricciones de clase, la cercanía con Estados Unidos y la posibilidad de escapar migrando. b) Que la representación misma de lo invisible es indirecta y alusiva, en un dislocamiento generalizado entre lo que vemos y lo que escuchamos, entre los personajes y sus reflejos, entre los nombres y las cosas que nombran. c) Que las diversas atmósferas que la película ensaya (pues abundan en ella las variaciones de estilo) siguen por lo general un procedimiento dominante: el contraste abrupto entre la languidez banal de lo cotidiano y las grietas violentas que se asoman casualmente en esa cotidianidad (noticias de desaparecidos y de secuestros, violencias repentinas, complicidades colectivas, cadáveres). d) Que lo que vemos son los fragmentos de un naufragio colectivo, trozos de una historia mayor que, en la película, sugiere en su vastedad un moroso plano secuencia de un juzgado u oficina estatal en el que decenas reclaman o testimonian la ausencia de sus seres queridos. - Tres escenas.
Manto de gemas es una película difícil por varias razones. Lo es por lo que muestra y por lo que no muestra, por su indirecciones sistemáticas y sus digresiones atmosféricas y lo es incluso porque deja que sus misterios sean lo que sean. Vemos, por ejemplo, que Isabel le pide o ruega a su jardinero que la golpee –y la desmaye– con el palo de una picota (y vemos que el jardinero, aunque contrariado por el pedido, hace lo que le piden). ¿Es esta para Isabel una forma de expiar las culpas que la abruman? ¿De prepararse para las violencias que vienen? ¿O es solo uno de esos placeres no confesados que sí se confiesan a la servidumbre? La película no responde estas preguntas y las deja flotando, como deja flotando el sentido de otras escenas: gemas del manto, tal vez. Acaso por eso nada se cierra: no hay aquí arcos narrativos ni conclusiones éticas ni remates sentimentales. No hay, en suma, ninguna catarsis y lo que ocupa el lugar de esa catarsis que no llega es algo cíclico, mítico casi: tal la vocación arquetípica de las mejores escenas de la película. Por ejemplo, esta: en un gesto que recuerda y varía el final de otra (Los olvidados de Buñuel), una mujer (la policía Roberta) busca en un basurero a su hijo desaparecido. O, en tal vez el único acto de obscenidad de la película, en otra escena se registra –desde una muy lenta cámara lenta– la agonía de alguien (¿el hijo de la policía?) que arde en llamas mientras otros, como nosotros, contemplamos el sacrificio sin intervenir. ¿Es ese traje de fuego, también, un manto de gemas? - Sobre las tristezas en el cine.
Las sostenidas tristezas de la película –las que representa, las que provoca– no son nunca, decíamos, herramientas de la catarsis o de la explicación. Son más bien expresión de los temores e incomodidades que la película produce y que proceden de un afecto más directo que la solidaridad o empatía abstracta: un afecto que se manifiesta, al menos en este espectador, como el alivio de no tener que vivir en ese mundo. Un mundo que nadie se merece y que no merece existir.