Más sobre Blade Runner 2049

1. Una de las secretas desgracias de los reseñadores de cine en Bolivia es esta: La oferta en salas es tan, pero tan pobre, que cuando aparece una buena película nos lanzamos sobre ella como chanchos al choclo. Porque, contra lo que creen muchos, las malas películas se parecen, mientras que cada buena película suele serlo a su manera.

2. Me lanzo pues sobre Blade Runner 2049 recordándole al lector que un ilustre grupo de colegas bolivianos ya llegó antes, dijo casi todo y lo dijo bien. Por eso, y para no cansar con repeticiones, abro estas líneas con los que son mis principales disensos: a) Blade Runner 2049 no sólo me pareció una buena «segunda parte», sino mejor que la primera, de hace 35 años. (Con la aclaración de que nunca consideré la Blade Runner de 1982 una obra maestra y, en partes, ni siquiera una muy buena película). Esta tardía secuela ingresa así, creo, al reducido grupo que, en la historia del cine, forman las mejores segundas o terceras partes: El color del dinero (1986) de Scorsese (mejor que El audaz de Rossen de 1961) o Harry Potter y el prisionero de Azkaban (2004) de Cuarón (mejor que las dos anteriores de la serie) o Toy Story 2 (1999) de Lassiter o, por supuesto, la mejor de las secuelas: El Padrino II (1974) de Coppola. b) Pese a sus casi tres horas de duración, Blade Runner 2049 no me pareció larga.

3. Esta no sólo es una segunda parte, sino además la segunda parte de un clásico del cine. ¿Cómo deberíamos entender ese estatuto, el de «clásico», para la película de Ridley Scott? ¿Cómo logra una película que no es extraordinaria convertirse, para nuestra memoria, en una? ¿Por qué Casablanca o La guerra de las galaxias o El mago de Oz siguen siendo recordadas hoy? En este caso –especulo– quizá una oportuna confluencia de registros: un diseño visual que incorpora ansiedades medioambientales (noche y lluvias permanentes, ciudades abandonadas, publicidad de pared a pared), una historia detectivesca paciente y cerrada y, sobre todo, el uso de tópicos filosóficos ya entonces en boga («¿cuál es la realidad de nuestra realidad?», se preguntaba rentablemente en esos años el ensayista Jean Baudrillard, teórico del simulacro capitalista). Esta conjunción afortunada encuentra su fuerte, por otra parte, menos en las ideas y más en el diseño visual y sonoro, un talento que Scott probó antes y después en otras películas contundentes aunque invariablemente nada más que eso (recuérdese Alien de 1979 o Gladiador del 2000). Por lo demás, pocos mencionan hoy que el «clásico» del 82 se construyó a partir de la xenofobia (la histeria en torno a la «invasión japonesa» de principios de los 80). Y tampoco se señalan sus defectos evidentes. Por ejemplo: que el célebre discurso final del androide en jefe, aquel en el que compara sus recuerdos con lágrimas que se perderán en la lluvia, es de una cursilería que hasta Los Iracundos seguramente pensaron un poquito excesiva.

4. La premisa argumental proviene de Philip K. Dick, el más influyente, junto a Ursula Le Guin y Stanislav Lem, de los autores de esta clase de ciencia ficción, menos concentrada en la tecnología y más en las ideas. Ideas que, en el caso de Dick, han tenido un éxito sostenido en el cine hollywoodense: son más de 20 las adaptaciones de sus textos. Aunque, habría que recordarlo, en la novela de Dick de 1968 que inspira Blade Runner –¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?– las ideas centrales son otras y menos obvias: la estratificación social –clasista– de un mundo sin vida orgánica; la fabricación, a través de una pseudoreligión, de conexiones –solidaridad– que ya no existen en el mundo, etc.

5. En cambio, tanto la de 1982 como esta de 2017 son películas que fatigan las mismas preguntas, estas sí clásicas-clásicas: ¿Y si nuestra memoria no es nuestra? ¿Y si no tuvimos las experiencias que recordamos? ¿Eso significa que nuestra identidad es un fraude? ¿Somos por lo tanto ficciones? Y digo «clásicas» porque ya el monstruoso protagonista de la primera novela de ciencia ficción moderna, el Frankenstein de Mary Shelley, se hacía las mismas preguntas en 1818. Y qué decir del tiempo transcurrido desde 1982, cada vez más rodeados –como estamos– por virtualidades cotidianas e intensas: hoy esas preguntas son lugares comunes de concurrencia masiva. Por otra parte, siempre estuvieron ahí: ¿El recuerdo de mi novia de la secundaria es más real que mi enamoramiento –renovable por la relectura– de Madame Bovary o Susana San Juan?

6. El canadiense Denis Villaneuve, director de esta segunda parte, ya había demostrado algo poco abundante en las megaproducciones: la posibilidad de un estilo. Si pensamos en sus películas más conocidas –Sicario de 2015 y La llegada de 2016–, caeríamos en cuenta de que son cintas que, pese a sus asuntos diversos (la lucha contra el narcotráfico, el contacto con extraterrestres), despliegan el mismo principio narrativo del nuevo Blade Runner: protagonistas que deambulan el mundo como traumatizados, absortos en una depresión casi clínica, aunque en vez de paralizarlos esa tristeza les confiera –esto es Hollywood, no Praga– una eficiencia inhumana. Un mundo distópico es por ello el escenario ideal para Villeneuve: le permite justificar su inclinación a la melancolía, a lentas escenas contemplativas. Si algo sobra en los 164 minutos de esta película, son las secuencias de acción, las peleas.

7. Y la melancolía de Villeneuve es ayudada por el que acaso sea el máximo logro fotográfico en la carrera de un director de fotografía, Roger Deakins (el que fotografió casi todo el cine de los hermanos Coen, incluyendo Fargo y El gran Lebowski). Este expansivo mundo sin árboles –una suerte de ciudad de El Alto o Cobija in extremis– se debate entre los desastres ambientales –lluvias caribeñas, radiación, tormentas de tierra y nieve– y una realidad virtual un tanto nostálgica (vemos a un Frank Sinatra en blanco y negro cantar dentro de un frasco de vidrio). En la paleta de Deakins, este es un universo hermoso, aunque su belleza sea incómoda y brutal.

8. Pero la melancolía de Villaneuve no es ayudada por su resignada rendición a clichés del género: el malo se la pasa explicando su maldad en discursos de conferenciante pomposo («todas las civilizaciones se han construido sobre las espaldas de una fuerza de trabajo desechable», dice con la seriedad del que no sabe que ha dicho una pelotudez por no haber leído a Marx). O la robot asesina a-lo-Terminator, a la que, para intensificar el horror, Villeneuve hace llorar a cada rato, el equivalente, en este mundo, del nazi que escucha música clásica mientras despacha a sus víctimas.

9. Que en paz descanse Descartes, hoy los robots no se cansan de hacerse preguntas existenciales, también clásicas: ¿Soy real? ¿Yo soy yo? ¿Tengo un alma? ¿Pienso y luego existo? Etc. Entre tanto, al menos en estas películas, los humanos somos cada vez más brutos. De hecho, la más entrañable mujer de Blade Runner 2049 es un holograma. Como Madame Bovary.

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