Luces de Holly Wood

A fines de los años 60 el gran escritor argentino Ricardo Piglia dirigió la Serie Negra de Editorial Tiempo Contemporáneo, donde publicó a los principales autores policiales estadounidenses de entonces.

Uno de ellos era Horace McCoy, del que Piglia difundió, primero, ¿Acaso no matan a los caballos?, su novela más famosa, y luego otra de la que hablaremos aquí. Originalmente se llamaba I Should Have Stayed Home, es decir, «Debía haberme quedado en casa”, pero el traductor de la Serie Negra la tituló para el público argentino como Luces de Hollywood. ¿Y quién era este traductor? Nada menos que Rodolfo Walsh, otro gran escritor argentino, quien en la década siguiente sería asesinado por la dictadura militar.

La traducción de Walsh no va del inglés al español, sino del inglés al porteño, y, como puede suponerse, es excelente. McCoy escribía con verdadero talento y esta obra (no conozco las otras suyas) está muy por encima del género al que se adscribió.

Su tema es la vida de un par de jóvenes que emigran de sus aburridos y provincianos pueblos a la gran capital del cine, con la esperanza de que un golpe de suerte los haga famosos, pero  terminan ahogados por la corrupción de la ciudad y de la industria.

 

«- Ponete el traje azul. Aquí tenés una oportunidad para ver de cerca una auténtica fiesta de Hollywood. Yo no me la perdería por nada del mundo.

– Mirá, creo que habrá tiempo para fiestas cuando seamos estrellas.

– A la fiesta de esta noche va todo Hollywood: productores, directores, actores, y quién te dice que alguno no se fije en vos. ¿O pensás que yo voy nada más que por ir a una fiesta?

– No sé…

– Enterate, entonces. Nadie va por ir a una fiesta ni por divertirse, como en el pueblo. La gente en Hollywood va a una fiesta para ver lo que puede conseguir. A lo mejor es la chance que estamos esperando”.

Al final Ralph acepta la invitación de Mona y ambos «extras” asisten a la fiesta a la que un hecho fortuito los ha conducido.

«- Este es un gran momento de mi vida –me dijo al oído.

– Pero casi todos están borrachos –dije.

– Igual son famosos –contestó”.

 

Más adelante, durante el desarrollo de la fiesta, Ralph se siente abochornado porque una mujer nada desnuda en la piscina. El «amante profesional” de una ricacha lo reconviene:

«- Estamos en Hollywood, viejo –dijo– donde la moral nunca cruza los límites de la ciudad.

Caramba, pensé, esto sí que es formidable; no la muchacha desnuda, sino una ciudad donde a nadie le importa lo que hacen los demás. En el pueblo donde yo me crié, todo el mundo se metía en las cosas ajenas y siempre le estaban indicando a uno cómo vivir su vida”.

 

Escándalo 

La novela de McCoy, claro está, presenta un tópico, pero un tópico que sigue teniendo validez, como muestran el escándalo Harvey Weinstein y sus secuelas. Como se sabe, este famoso y mimado productor de grandes películas y de muchos éxitos de taquilla era también un depredador sexual, al que se acusa de decenas de abusos y violaciones sexuales.

Cuando el alcance de sus fechorías fue puesto a descubierto, a nadie se le escapó que crímenes tan numerosos y continuos sólo pudieron mantenerse impunes con la complicidad de muchos. Principalmente de quienes, sabiendo lo que pasaba, miraron hacia otro lado o incluso dieron una palmadita cómplice en el hombro de Weinstein. Al fin y al cabo, «la moral nunca cruza los límites de la ciudad” y varios de ellos también cargaban historias sórdidas (hablo de varios actores y directores con prontuario de violencia contra las mujeres). El razonamiento de esta horda de machos made in Hollywood era al parecer que todo les estaba permitido, porque frente a sus porquerías la gente se limita a decir: «son famosos”, y que las víctimas de sus abusos al final se lo buscaban, pues «la gente en Hollywood va a una fiesta para ver lo que puede conseguir”.

También medió la complicidad menos culpable de quienes sabiendo lo que pasaba –e incluso siendo víctimas de ello– no podían darse el lujo de denunciarlo.

 

«La tarde siguiente Mona llegó muy excitada.

– Adivina lo que pasó. Tengo trabajo. Trabajo estable.

Yo también me excité.

– ¿Haciendo qué?

– …su doble acaba de conseguir un contrato en la First Nacional y me ofreció el empleo. Treinta y cinco dólares por semana.

Sentí como un golpe en el estómago, y se me fue toda la alegría.

– ¿Ese es el empleo? ¿Vas a trabajar de doble?

– Claro que sí.

– Fuiste una idiota en aceptar –dije.

– ¿Estás loco? Cobraré un sueldo todas las semanas.

– Justamente –dije–. ¿Qué chance te queda de ser una actriz si aceptás un trabajo de doble? Nunca llegan a ninguna parte.

– La otra llegó. ¿No te dije que le han dado un contrato?

– Una en mil. Una en veinte mil.

Mona me miró, con el ceño fruncido.

– Me parece rara tu actitud.

– He estado aquí el tiempo suficiente para saber algunas cosas, y ésa es una –le dije–. Si aceptás ese empleo, podés despedirte de tu carrera.

Se paró mirándome fijo. Ella también había perdido la alegría.

– Usted se olvida de una cosa, señor Carston –dijo secamente–. Tenemos que comer”.

 

Weinstein alimentaba sus perversiones y sus complejos psicológicos con el poder del que estaba investido para darle a otros qué comer.

Y con el poder de librarlos del «triste destino” de volver a los aburridos, provincianos y conservadores pueblos de los que habían venido.

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