“Pedro Páramo” y algunos dilemas de la adaptación
Uno tendría que empezar un comentario sobre la película “Pedro Páramo” que acaba de estrenar Netflix preguntándose si es posible adaptar con éxito la obra homónima de Juan Rulfo, uno de los inmortales de la literatura mexicana. La respuesta quizá debería ser que no, que no es posible ni siquiera si se dieran las condiciones más favorables.
Aportemos dos posibles razones: primera, como ocurre con otras obras de alta literatura –las de Gabriel García Márquez, por ejemplo, que han tenido poca fortuna en el cine–, el valor de “Pedro Páramo” reside fundamentalmente en las palabras y la candencia con la que están escritas; en otras palabras, depende más de la forma que del contenido o, mejor dicho, de una relación indisoluble entre forma y contenido. Por la misma razón, qué difícil adaptar a Lezama Lima o a Carpentier, digamos, o a Borges, aunque esto no impide que se intente.
Segunda, la técnica modernista de la novela la inscribe en una categoría literaria que en los años 60 el crítico Umberto Eco bautizó como “obra abierta”, es decir, arte específicamente creado para que la interpretación sea ambigua; arte cargado de significaciones diversas y hasta contradictorias cuyo “cierre” dentro de un único sentido va a depender enteramente del lector o espectador. Este tipo de obras es propio de la época de la comunicación de masas que es la nuestra. Al ser trasladadas a otro lenguaje, normalmente pierden “apertura”, ya que el transportador no siempre va a tener la habilidad de crear espacios esquivos, alusiones engañosas, o quizá va a buscar asegurarse de que la materia prima que ha elegido sea claramente inteligible en el nuevo formato, es decir, que la suya se considere una trasposición “correcta”.
Se puede contraargumentar que muchas cosas similares se dicen sobre la traducción (es decir, que en ella se pierde la belleza del original y que se pierde también muchos matices de la intención original), pero aun así la traducción existe. Como es evidente, se traducen obras sin destrozarlas en el intento y al final es posible apreciarlas en idiomas y culturas muy diferentes, usándolas para propósitos muy lejanos a los concebibles por su autor. Por ejemplo, tomemos en cuenta que la mayor parte de los creyentes no basan su fe y su asombro más que en traducciones de la Biblia, el Corán, etc.
Claro que adaptar no es lo mismo que traducir. Lo primero admite un mayor margen de libertad, que puede o no ser aprovechado por el adaptador. A mí me gustan más las adaptaciones libres y hasta libérrimas, como la del “El nombre de la rosa” de Jean-Jacques Annaud o las películas sobre novelas de Agatha Christie de Kenneth Branagh (estas últimas porque refrescan un original que se ha ido tornando vetusto, si bien continúa siendo entrañable para algunos).
En el caso de “Pedro Páramo”, adaptado por el guionista y director español Mateo Gil, el propósito es opuesto a los mencionados, es decir, la fidelidad. Una fidelidad imposible, como ya señalé al principio. Se puede ser fiel a Stephen King, al menos en un 90%, y por eso todo el mundo hace películas con sus textos. Se puede ser fiel al clarísimo Arturo Pérez Reverte y aun así una de sus mejores novelas, “El club de Dumas”, terminó siendo infiel y sobresalientemente adaptada por Roman Polanski en “La novena puerta”. En fin, se puede ser textual con muchos libros y autores, pero no es tan fácil hacerlo con “Pedro Páramo” de Juan Rulfo.
Así que, a falta de vuelo imaginativo, lo que el guionista español Mateo Gil hizo es una interpretación racionalista, aunque, claro, con muertos y fantasmas, del clásico mexicano. Gracias a él, el espectador entiende todo y no hay nada que le resulte ambiguo. Ni tampoco mágico, eso sí, aunque, insisto, sí fantástico, porque es obligatorio que los muertos hablen. Por eso, Netflix calificó el filme en el género “terror”.
La película es la primera que dirige el gran cinefotógrafo mexicano Rodrigo Prieto, el encargado de la cinematografía de “Los asesinos de la luna de las flores”, entre otras muy destacadas. Nada que objetar a su dirección, la fotografía es impecable y la música es de nada menos que de Gustavo Santaolalla. Sin embargo, como acabo de decir, se trata de una interpretación “cartesiana” de un libro del realismo mágico; interpretación que entonces se inscribe en el campo de la verdad y no en el del espíritu, para decirlo en términos hermenéuticos. Es decir, simplemente, no emociona. Ni da miedo, como quisiera Netflix, ni da grima ni pena ni indigna. El logro es que uno llega a entender fácilmente a Rulfo, ¡hurra!
Gil ya nos ofreció una versión igualmente depurada y fría de la vida del pistolero Butch Cassidy en “Blackthorn”, peli que los bolivianos tenemos presente porque se filmó en el salar de Uyuni.
Véase “Pedro Páramo”, entonces, pero mejor léase.