Películas bolivianas (1): El pecado de la carne

  1. El pecado de la carne parece querer emular las perezas narrativas de una peli porno. Aunque se olvida, distraída acaso por el entusiasmo imitativo que la impulsa, de perseguir los claros beneficios de la pornografía. Es –ya sintetizamos– una porno sin pornografía.

 

  1. Es decir, avanza como si proponer una historia y crear personajes fueran tareas rutinarias que no le interesaran en absoluto, meros pretextos para llegar a otra cosa y para satisfacer otras necesidades.

 

  1. En las pornos –al menos en las que saben que lo son– esa “otra cosa” es la pornografía misma: imágenes y sonidos de variadas partes de unos cuerpos en contacto con variadas partes de otros. El pecado de la carne, en su confusión genérica, no ofrece ni siquiera esos respiros obscenos. Lo que queda es una narración torpe, generosa hasta la exuberancia en incoherencias, inverosimilitudes, discontinuidades y estereotipos.

 

  1. Si el objetivo narrativo de la película era provocar asombro en el espectador, lo logra con creces. Un asombro absorto en preguntas sin respuesta: “¿en serio…?” o “¿estas escenas estaban escritas antes o el director, Elías Serrano, las improvisó en el set?”.

 

  1. Un viejo con principios de Alzheimer visita a un amor de juventud, el más importante –dice– de su vida. Lo que luego vemos –se supone– es una reconstrucción de esa historia de amor, que el protagonista no quiere olvidar y que, desgraciadamente, el director de la película tampoco quiere que nosotros olvidemos. Sobre la historia inolvidable en cuestión es difícil deducir algo coherente: uno termina mareado con su pastiche de ideas tomadas de aquí y de allá.

 

  1. Una primera lista de posibles fuentes de inspiración de la película: comedias sexuales para adolescentes de los ochenta (tipo Porky’s de 1981); comedias de Porcel y Olmedo (tipo Los hombres sólo piensan en eso de 1976); telenovelas mexicanas de las 11 de la noche (tipo Rubí de 2004); chistes de farra y de oficina (haga memoria); rumores sobre la sexualidad femenina que corren en saunas masculinos (imagínese).

 

  1. No hay ningún traspié artesanal en la película: el sonido es claro, los actores suelen mirar donde tienen que mirar, nada es borroso. Y es que los defectos técnicos no son, hace tiempo, tan frecuentes en el cine boliviano. Sí lo son, en cambio, y más que antes, los usos elementales de esas destrezas mínimas: se cree que un buen sonido es el de una radionovela en la que los actores no se apartan un milímetro del micrófono; o que una buena actuación es la de actores que repiten diálogos y hacen gestos como si la cámara estuviese muy lejos y no los viera bien; o que iluminar es alumbrar cada rincón con luz.

 

  1. En el mundo prodigioso de El pecado de la carne –y su realismo mágico de club de caballeros– los encuentros entre desconocidos se vuelven sexuales en 7 segundos y luego del intercambio de unas cuantas palabras. La mayor expresividad entre hombres consiste en no dejar de hacerse ojitos mientras contemplan el culo de las mujeres que pasan. (Simplifico un poco: además, se muerden los labios y abren los ojos como platos). Y todo avanza muy rápido: ya en el minuto 7 de la película vemos a la protagonista montando al protagonista, en cámara lenta.

 

  1. “¿Ser fácil o no ser fácil?”: según esta película, esa es la cuestión. Al menos en Santa Cruz y para una mujer. En la versión más elocuente y directa de la tía de la protagonista, este dilema tiene que ver con una suerte de mandamiento o ley: “No hay que darle de golpe al hombre el sapiroco”. Lo cual es muy difícil porque, en este reducido universo, las tentaciones abundan. Por ejemplo, considérese la situación de la hermana, que ante la erección permanente y visible del cuñado, resume su angustia ética con gran precisión: “Osvaldo no puede estar con eso duro toda la vida: trae malos pensamientos a las mujeres. Mirá, a mí, que soy seria y soy tu hermana, me está haciendo tragar saliva”.

 

  1. Esta oscilación entre cursilería y pachotada machista es, por lo bajo, de interés sociológico. Conduce la película a un kitsch involuntario y radical, sin mediaciones ni disimulos intelectuales, un kitsch de esos que ya casi no hay ni se encuentran entre tanta ironía rutinaria y bla-bla meta y post. ¿En qué cine podemos pasar, también en cuestión de segundos, de frases como “¿Y te entregaste a él sin amarlo?” a “Mi sapito no está para negocios”.

 

  1. A ratos uno tiene la sospecha de que la película imagina que su desparpajo, su poco control de esfínteres de todo tipo, es un retrato de cierta manera de ser regional (retrato al que contribuyen, con pequeños aportes a la vulgaridad general del asunto, glorias de la cultura local: el Opa Juanoncho, Los Cambitas, etc.). Pero si la sinceridad, aquello de “hablamos de frente y sin tapujos”, es una virtud cívica camba, luego de ver El pecado de la carne uno se pregunta si, en algunos casos, tal vez no sea mejor ser menos sinceros y cuidarse un poco de ventilar tantas tonterías. Porque mucho en la película comparte un aire de familia con los chistes que cuentan a veces esos viejitos verdes –confundidos e incontinentes– que se aparecen en los velorios o en el cumpleaños de la niña, chistes que nos causan vergüenza ajena no porque sean obscenos sino porque son pésimos chistes. Freud tenía razón y nunca tanto como en este caso: sin represión no hay cultura.

 

  1. O, siguiendo las premisas de la película, puede que una mejor opción estética sea entregarse con entusiasmo a los estragos del Alzheimer: si la memoria sirve para recordar las cosas que esta película quiere recordar, es mejor nomás perderla.

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