“Los asesinos de la luna de las flores”
El libro
En 2017, apareció el libro “Los asesinos de la luna de las flores”, firmado por el famoso periodista estadounidense David Grann. Era un reportaje histórico sobre los crímenes que habían sucedido entre las décadas de 1910 y 1930 en una comunidad de indígenas estadounidenses asentada en Oklahoma, la nación Osage. De inmediato se convirtió en un “best-seller”. Fue traducido al español dos años más tarde.
Los osages eran, en la época que hemos delimitado, unas 4.000 almas. Cientos de ellos fueron asesinados a lo largo de los años por todos los medios imaginables: veneno, cuchillo, bala y dinamita. Siempre en una situación de premeditada desventaja de las víctimas y de impunidad estructural de los perpetradores. El método preferido para ejecutar la masacre fue el envenenamiento; los indios morían de vagas dolencias como la “enfermedad consuntiva”. Sin embargo, la impunidad no arrancaba de allí, sino de la negativa de las autoridades corruptas y racistas a investigar incluso los homicidios declarados.
Lo que condenó a los osages fue la “maldición de la abundancia”. Una gran riqueza había caído en sus manos tras el descubrimiento de petróleo en las tierras que poseían. Las habían comprado barato después de haber sido desalojados de sus territorios de origen por la colonización blanca del oeste estadounidense. Y hete aquí que estas tierras, ni muy fértiles ni muy bellas, albergaban lo que ahora se llama un “megacampo” de petróleo. Cuando este afloró, se convirtieron en “la tribu más rica del mundo”; así la llamaba la prensa de la época. Siguiendo sus costumbres, poseyeron los derechos sobre el petróleo de manera colectiva, pero, influidos por el capitalismo liberal en auge en los Estados Unidos, y por las autoridades que lo representaban, se repartieron acciones individuales o “headrights”. Estas daban una participación en los ingresos petroleros tanto a hombres como a mujeres de “pura sangre” osage. Aun así, no se los consideraba ciudadanos plenos. La oficina de Asuntos Indígenas ejercía un control directo sobre ellos. La ley prohibía la compra-venta de los “headrights”, que solo cambiaban de manos por herencia. Muchos de estos indios ricos eran considerados “incompetentes”, así que necesitaban que un blanco los tutelara y autorizara sus gastos. Era un sistema natural en un país que los siglos anteriores había diezmado a los originarios hasta casi exterminarlos. También era un incentivo perverso para los aventureros y criminales que aterrizaban en el condado osage. Como podía preverse, desalmados de ambos géneros primero se casaban con indígenas y luego se libraban de ellos y ellas por medios violentos. Por otra parte, los tutores se las arreglaban para robarles el dinero a sus tutelados y a veces los mataban para evitar investigaciones o reclamos. Matar indios, incluso mujeres y niños, para quedarse con su dinero, no era algo que resultara repugnante para la mayoría de los habitantes blancos de Oklahoma.
El libro se concentra en algunos asesinatos que fueron investigados de un modo u otro en la época; en particular, en la tragedia de una familia osage casi eliminada por completo por las conspiraciones criminales que realizó, en el periodo 1921-1926, William Hale, un “self-made-man” con ínfulas de caballero, que los investigadores calificaron una vez como “filibustero del mal” y otra, simplemente, como “el diablo”. Para que echaran la red sobre Hale, hubo que esperar que interviniera el Buró Federal de Investigaciones (FBI, por sus iniciales en inglés), que justo nacía en esa época con sus detectives-burócratas, ajenos a las redes locales de corrupción. A Grann le interesa retratar el nacimiento de este tipo de estatalidad, que el filósofo francés Michelle Foucault diferenciaba de la simple soberanía. A partir de cierto momento de la historia de un país, decía Foucault, nadie puede hacer algo así como matar a determinados miembros de la sociedad, aunque sean universalmente considerados inferiores, sin el permiso del Estado. Hasta aquí la soberanía, que a menudo es imperfecta, ya que es disputada por los poderes locales corruptos. Esto obliga al Estado a asegurar su dominio por medio de métodos que Foucault llamaba “biopolíticos”, como un aparato policiaco “científico” que ponga la ley artificial creada por el Estado por encima de la “ley natural” racista. Paradójicamente, es en este marco estatal abstracto que pueden florecer valores tradicionales como el sacrificio, la virtud, la incorruptibilidad. Estos valores son encarnados por el “ranger” Tom White, a quien el FBI envía a tierra osage a hacerse cargo de la pesquisa.
La película
Martin Scorsese, uno de los más grandes directores de cine contemporáneos, ha dedicado su última película a retratar la maquinación consumada por William Hale hasta hacer desaparecer a casi toda la familia de la osage Mollie: su madre Lily, sus hermanas Minnie y Anna Brown y su cuñado Frank Smith, con el propósito de beneficiar a Ernest Burkhart, su esposo (de Mollie), que además era el sobrino y el lleva-trae de Hale. A los 81 años, Scorsese sigue siendo un tremendo director. Aunque no hubiera firmado esta película, nadie dudaría de que fue él quien la filmó, en una posible definición de “cine de autor” (aunque, según la nación Osage, la película haya cambiado sustancialmente por la consultoría indígena, y aunque haya tenido que adaptarse a las expectativas de los financiadores de los 200 millones de dólares que costó).
Hay que tomar en cuenta que el amor por los presupuestos millonarios y las grandes escalas cinematográficas forma parte de la idiosincrasia de Scorsese. Este le imprimió al filme, entonces, la grandiosidad a la que está acostumbrado y que constituye su marca registrada. Escribió el guion con uno de los guionista más respetados del mundo, el también octogenario Eric Roth (“Forrest Gump”). Se asoció con su amigo Leonardo DiCaprio, que pidió interpretar al villano Ernest Burkhart en lugar de al héroe Tom White. Contrató para el papel de Hale a su amigo Robert De Niro, una leyenda de la actuación, también octogenario. Se consiguió, en suma, un elenco soberbio, que tiene uno de sus puntos más altos en Lily Gladstone, nativa americana, en el papel de Mollie Burkhart. Es sorprendente lo que esta mujer puede transmitir casi sin palabras y diría que casi sin gestos faciales, solo con los movimientos de sus ojos y labios.
La grandiosidad se observa también en la descripción de los escenarios, que se realiza, característicamente, en los momentos de fiesta y ceremonia, con una dinámica coreográfica que remite a “Pandillas de Nueva York”. También es grandiosa la longitud del filme (tres horas y 26 minutos), correlato de un discurso que busca ser rico, detallado, exhaustivo. Para bien y para mal, Scorsese es ampuloso. Por un lado, esto le da elocuencia y expresividad; por el otro, resulta un poco agobiante, como se vio más claramente en “El irlandés”. Tiene la ambición de retratar una historia en todos sus matices y ramificaciones; se demora en ellos, aunque, en los mejores casos, como en esta última película, esto no lo lleva a perder el ritmo y el suspenso no decae. Un ejemplo de esta tendencia es la siguiente: para dar la información que dan todas las películas basadas en hechos reales respecto a la suerte posterior de los personajes, Scorsese no se conforma con el texto usual; en lugar de este, arma toda una producción teatral, como las que se hacían en los años previos a la televisión para presentar famosos casos policiales. Scorsese va a perder la oportunidad de hacer, incluso con este motivo, un ejercicio cinético y actoral, una suerte de “danza” en la que, además, participa él mismo con un cameo.
La tercera característica de este cine, más controversial, es su violentismo. Scorsese cuenta las historias de los marginales de la sociedad moderna: delincuentes, desesperados, parias, disidentes, asesinos. Le interesan los habitantes de los bordes, los excéntricos que ocupan la primera línea en la batalla de la vida. Y refleja el antagonismo entre estos y las reglas de la normalidad introduciendo un alto grado de violencia. Esto tiene un lado político, que no necesariamente es progresista. Scorsese no parece demasiado interesado en explorar las causas sociales que producen los monstruos y las deformidades que disecciona en sus minuciosos estudios cinematográficos. Porque, no nos confundamos, los protagonistas de esta película, por ejemplo, no son los osage ni tampoco White (como ocurre en el libro), sino los infames Hale y Burkhart. Esta es la perspectiva de este director.
Su lectura de estos malvados y sus aliados resulta magistral –como la actuación de quienes los encarnan– y, para el espectador, también perturbadora. Pese a los matices que los vuelven de carne y hueso, resulta angustiante verlos cultivando su sevicia a lo largo de las más de dos horas en que parece que se saldrán con la suya. Me parece que esta reconstrucción es la que moviliza prioritariamente a Scorsese. Luego las cosas toman un rumbo más convencional, pero se trata, ya, de un anticlímax.
De cualquier forma, algunas cuestiones estructurales aparecen en el filme. Como cuando Mollie, que ya está enferma, queda embarazada y Hale le pregunta a su marido, incrédulo, por qué sigue acostándose con ella, si de lo que se trata es de despacharla. Le resulta inconcebible desear a una india sinceramente. O como cuando la madre de Mollie, Lily, les reclama a sus hijas por su tendencia a casarse con foráneos y “blanquear” a la familia. Una inclinación que resultaría fatal para ellas y que queda anotada, inquietantemente, en la película, pero que no se trata en esta, porque, como hemos dicho, su foco está en otra parte: está en Burkhart que, pese a todo, se enamora de Mollie y no en Mollie que, por una causa desconocida en el filme pero evidente en las investigaciones sobre racismo y feminismo, se enamora de Burkhart y otros blancos, aunque la busquen por su dinero.