Piedras sin cortar: Sobre una nueva generación del cine norteamericano

  1. Una prueba en el minibús. Escuché en el minibús una prueba rápida e informal de cinefilia. Alguien hizo una pregunta de perversa erudición, como para comprobar la inferioridad del prójimo: “¿Quién dirigió Misión imposible 6: Repercusión?”. El interlocutor no pudo responder y ni siquiera adivinar, así que el experto procedió a bajar de nivel –canchero y condescendiente– con preguntas fáciles, para él seguramente ya regalos: ¿Quién dirigió Joker? ¿Y Toy Story 4? ¿Y Avengers 4: Endgame? Por mi parte, y para entretenerme o para olvidar por unos minutos la incomodidad del asiento, traté de responder dentro de mi cabeza, ese lugar que antiguas novelas españolas llamaban “mis adentros”. Mi fracaso interior fue también completo. En un esfuerzo final, sólo atiné a murmurar, seguro de mi ignorancia, que John Lasseter podría quizá ser el director de Toy Story 4 (lo cual, comprobé luego, es incorrecto) y que el director de Joker era el mismo que había dirigido esa tediosa trilogía de comedias sobre cojudos con chaqui, ¿Qué pasó ayer? (lo cual era correcto, aunque en el minibús nunca logré recordar un solo nombre).

 

  1. Películas con o sin director. El cine que vemos y siempre hemos visto se puede dividir en esas dos categorías: el que identificamos con un director y el que no. En otras palabras, el vicio de partida en las preguntas que escuché en el minibús era uno clásico: lo que los filósofos llaman un “error categorial” y mi parentela cochabambina “pedirle peras al horno”. Resumiendo: el test confundía preguntas como “¿has visto la última de Tarantino?” –que tienen algún sentido– con preguntas sólo en apariencia equivalentes como “¿has visto la última de McQuarrie?”, que no tienen ninguno. Y eso porque una película de Tarantino es una película de Tarantino, mientras que una de McQuarrie nunca dejará de ser lo que es: la última de Tom Cruise.

 

  1. Hermanos directores. En el nuevo cine norteamericano con director a cargo hay poco que sea más interesante que el cine de los hermanos Safdie, Josh y Ben (nacidos, respectivamente, en 1984 y 1986). Como en el trabajo de otros hermanos (o de hermanos que devienen hermanas: las Wachowski), aquí la relación filial es ya una suerte de estilo: se comparten lecturas y películas, gustos y obsesiones, procedimientos y códigos, todo lentamente desarrollado desde la infancia en tanto prolongación (o instrumento) de la sobrevivencia a los padres. Los industriosos Safdie –autores ya de seis largometrajes y 20 cortos– comenzaron su aprendizaje dentro de un closet, donde los encerraba el padre con una cámara para que no se aburrieran. De ahí en adelante, su educación fue parecida a la de otros hermanos (aquí el modelo son los Coen), es decir, una cinefilia privada que, aunque pase en algún momento por los rigores de la educación superior, nunca abandona una herramienta básica: volver a ver los clásicos una y otra vez; hablar de ellos; intentar entender cómo funcionan las mejores escenas; discutir sin pausa cánones cinematográficos personales.

 

  1. El estilo de los Safdie: Si vemos algo de los Safdie. ¿qué vemos? O, si se quiere la pregunta directa, ¿cuál es ese estilo que permite encontrar en una película de los Safdie algo que no encontramos en la última de Tom Cruise? Grosso modo: al igual que para los hermanos Dardenne y a diferencia de los hermanos Coen, para ellos el estilo no es un fin en sí mismo sino un camino hacia aquello que los cautiva o aterra en el mundo. Y lo que los cautiva es el exceso o la exuberancia autodestructiva de personalidades que buscan el caos y que, a todas luces, se realizan en él . Lo demás cae por su propio peso y es casi una consecuencia: meros corolarios de una estética en la que se superponen –para envolvernos y arrastrarnos– el descontrol, la contingencia y el capricho. Por ejemplo –y estos no son sino dos ejemplos de las cosas que los Safdie aprendieron de cineastas a los que rinden culto–: su entusiasta apertura a los métodos del documental significa para ellos la preferencia por locaciones reales, sin cierre de calles y sin pedir permisos a nadie, en interacción con gente “real”. Lo que a su vez exige una forma de escritura –escenas abiertas a la improvisación provocada por el lugar (sus guiones contemplan instrucciones sobre “qué hacer en caso de”)–; una política de casting –actores profesionales que se mezclan con personas interpretándose a sí mismas–; y un estilo de rodaje –equipos y personal reducidos al mínimo, móviles y livianos–. Estas decisiones de estilo y procedimiento, decíamos, conducen a un efecto extraño, tal vez la definición misma de su cine: sus películas son intensos dramas interpersonales –a ratos asfixiantes, a veces molestosos, con frecuencia difíciles de mirar–, filmados desde las distancias y cercanías descriptivas del documental.

 

  1. Los malos buenos actores. Las últimas dos películas de los hermanos Safdie son el cumplimiento de un ritual que directores independientes exitosos rara vez sobreviven ilesos: el salto de presupuestos modestos y actores desconocidos a presupuestos millonarios y a estrellas. En la notable Good Time (2017), la estrella en cuestión fue Robert Pattinson, el tieso galán pálido de la serie Crepúsculo que, quizá expiando sus pecados hollywoodenses, desde hace un tiempo sólo escoge proyectos en que lo dejen demostrar sus habilidades (que no son pocas). Y Uncut Gems (Piedras sin cortar / Gemas en bruto), ahora mismo en cartelera (Netflix), protagonizada nada menos que por Adam Sandler, la mayor encarnación contemporánea de una peculiar categoría de actores: la de los malos buenos actores. Es decir, la de buenos actores a los que nos es casi imposible imaginar en otra cosa que las payasadas que interpretan rutinariamente. Tal vez Peter Sellers sea el ejemplo clásico de este síndrome (¿o sus interpretaciones en Lolita y Dr. Strangelove nos hacen olvidar al inspector Clouseau de la saga de la Pantera Rosa?) y hoy lo es también Sandler. En Uncut Gems –y antes en Embriagado de amor (2002) de Paul Thomas Anderson y Los Meyerowitz (2017) de Noah Baumbach–, Sandler no intenta los exhibicionismos algo obvios de la completa transformación corporal (a la manera de Joaquin Phoenix en Joker) sino que compone un personaje a partir del uso y abuso de sí mismo: la milagrosa naturalidad con la que pasa de la amabilidad susurrante y servil a la histeria gesticulante y violenta (ya poseído por otra persona), o el talento con el que consigue que su rostro sea algo intermitente, que se abre –vulnerable y sincero– o se cierra –una máscara o una mueca–.

 

  1. 6. Piedras sin cortar. Aquí Sandler es Howard Ratner, un joyero judío del Diamond District de la ciudad de Nueva York. Jugador compulsivo, devoto enfermizo del baloncesto de la NBA, consumidor por encima de sus ingresos, la sobrevivencia diaria de Ratner es un esquema ponzi sin respiro y sin propósito a la vista: aplaca a un acreedor engañando a otro, apuesta con el dinero ajeno, arriesga tres veces al día su salvación. En esta versión de una historia arquetípica –la del hombre repulsivo acorralado por circunstancias desencadenadas por su propia imprudencia– hay sin embargo una diferencia significativa, diferencia que acaso explique la fascinación de los hermanos Safdie por el personaje: Howard sólo parece ser feliz en la frenética precariedad cotidiana, precariedad que para él no es un obstáculo sino una meta. Este es sin duda un héroe a la altura de nuestro tiempo.

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