Pobres criaturas: Si el monstruo de Frankenstein fuera una mujer y su vida una comedia sexual
1. Pobres criaturas, ahora en cartelera, es un entretenido festival de monstruosidades. Las 11 nominaciones que ha recibido al Óscar 2024 –solo por debajo de las 13 que recibió Oppenheimer de Christopher Nolan– indican lo que, por otro lado, está a la vista: que sus virtudes parciales son numerosas y evidentes. No es tan evidente, sin embargo, que, combinados, tales brillos hayan conducido necesariamente, en este caso, al logro de una gran película, esa que muchos críticos dicen que es.
2. Puede que disfrutemos plenamente del exceso y la minuciosa deliberación de sus partes: el vestuario nos cautiva con sus coloridas exuberancias, los sets con su abigarrado maximalismo, la fotografía con sus saturados énfasis, el maquillaje con sus deformaciones y violencias, la música con sus sostenidas disonancias (la película ha recibido nominaciones en cada una de estas categorías). Pero, aunque sea difícil dejar de mirarla –seducidos o intrigados por la espectacularidad de sus superficies– no es tan seguro que, luego de la primera hora y pico de estos excesos, no se nos haga largo el camino de la segunda hora y pico, agotados (y hasta aburridos) con ideas que se repiten con diferentes trajes y en diferentes sets.
3. La que se nos cuenta es una versión medio feminista y levemente académica de la historia de Frankenstein y su criatura. En una ciudad del siglo XIX –que podría ser Londres, pero no lo es exactamente–, un científico (Willem Dafoe) se dedica con celo obsesivo a la experimentación con cadáveres: los corta, quema, separa, recombina, reanima, cría y educa. Una de esas creaciones –su collage máximo– es Bella (Emma Stone) que, como el monstruo de la novela de Mary Shelley de 1818, debe aprender rápido a navegar las tragicomedias del cuerpo y del mundo, sus maravillas y miserias.
4. La película es, en resumen, eso: la historia del aprendizaje de Bella, que, con desmedido apetito y entusiasmo sin fin, prueba cosas y va adquiriendo experiencias con el lenguaje, la comida, el baile, los viajes y, sobre todo, el sexo. Al principio un bebé balbuceante atrapado en el cuerpo de una mujer, es al final una mujer dueña de sí misma –autónoma y ‘empoderada’–. Ayuda mucho que, a diferencia de la de Shelley, no sea una criatura torturada: Bella se lleva bien con su creador y sospechamos que, pese a los contratiempos y obstáculos de rigor, está destinada a la felicidad.
5. Este es el séptimo largometraje del griego Yorgos Lanthimos, uno de los directores más reconocidos de su generación, frecuente estrella de festivales, asiduo contribuyente a las listas de las mejores películas del año. Pobres criaturas ha recibido, además de nominaciones al Óscar, 101 distinciones y premios: desde el León de Oro en el Festival de Venecia hasta el Globo de Oro a la mejor película (comedia o musical), hace un par de semanas. (Su anterior largo, La favorita de 2018, recibió 70 premios y nominaciones).
6. Las películas de Lanthimos tienen estas tres constantes: a) suelen partir de alguna premisa o idea de aparente excentricidad distópica; b) esa premisa es desarrollada según las consecuencias que tiene en la configuración de relaciones humanas extremas, al borde de la comedia negra; c) y esas relaciones intensas y peligrosas tienen un correlato e intensificación en el derroche visual de la puesta en escena. En todo esto, las influencias están a la vista: hay en ellas un grotesco que a ratos recuerda a Fellini o a Buñuel; en otros, más bien a Tim Burton y Terry Gilliam.
7. Una de las explicaciones de por qué es difícil dejar de ver Pobres criaturas radica en las actuaciones de sus actores principales. Dafoe es hipnótico y conmovedor en su pesado maquillaje de cicatrices y protuberancias; Mark Ruffalo –que, como cuando hace de Hulk, coquetea con la sobreactuación– se abandona a un frenético repertorio de manierismos y tics; pero, sobre todo, Emma Stone, que ofrece la que algunos eufóricos ya han llamado una de las grandes interpretaciones de la época (o una actuación que buscar ser y se sabe brillante). Las transformaciones de Bella –de la posición de su cuerpo, de sus movimientos, de su voz y mirada, de su repertorio de gestos y sonidos– sean acaso lo mejor de la película, que podría haber prescindido de tantos cuidados y exhibicionismos estilísticos en sets, vestuarios y lentes y, aún así, por la sola actuación de Stone, alcanzado a contar bien su historia. Esta sucede en tanto vemos, sin poder despegar la mirada de la pantalla, las transfiguraciones de un rostro, de un cuerpo, de una dicción.
8. Las ideas narrativas que impulsan la película son menos atractivas que su ejecución. Pobres criaturas es una episódica novela de formación, una esquemática parábola sobre el deseo femenino (o lo que Lanthimos imagina que es el deseo femenino), una picaresca afirmativa sobre el ‘autodescubrimiento’ y la ‘autoaceptación’. Es, quiero decir, algo obvia y simple. Discursiva o pedagógica incluso. Se parece en ello, quizá, a Barbie: en las dos, las presuntuosas puestas en escena –kitsch-publicitaria en un caso, gótico-grotesca en el otro– no logran disimular por completo la simplicidad o equivocación de las ideas desarrolladas. Con una diferencia: esa suntuosidad es más interesante –y con frecuencia de hecho sorprendente– en Pobres criaturas, una película de generosas magias parciales que a veces bastan y sobran por sí mismas. Es justo tal vez que una versión ‘feminista’ –o que quiere ser feminista– de Frankenstein sea una película que apreciamos por partes, a pedazos.