Rescates: Sobre Amor de Haneke o de un cine que no es para cobardes
- Quizá porque empiezo a sentir los estragos de la edad, o quizá porque la pandemia nos mueve más a la reconsideración de los placeres habidos que a la persecución de esos borrosos goces por haber (y porque se sabe que el pasado es con frecuencia un país extraño) o simplemente porque las salas de cine no han recuperado todavía sus contados encantos (¿quién quiere exponer el cuerpo a la variante Delta por ver Escuadrón suicida 2?), me he dedicado, junto a mi señora esposa, a volver a ver cosas. Los Soprano, por ejemplo, que, luego de dos décadas (en las primeras temporadas se veían las Torres Gemelas), recompensa la revisión y renueva a ratos el entusiasmo. En ese mismo espíritu, como recuperando clásicos a mano –pues valen más que cien volando–, vimos Amor.
- A propósito de Amor, discreta obra maestra del director austriaco Michael Haneke, no pocos comentaristas recordaron en 2012 una vieja frase de Bette Davis, la histórica mediomala del cine norteamericano: “La vejez no es un lugar para cobardes”. En respuesta, Marx (el de Una noche en la ópera) dijo que “la vejez no es un tema muy interesante: cualquiera puede envejecer. Lo único que hay que hacer es vivir lo suficiente”.
- Es probable que Amor no sea una película para cobardes. En ella, Haneke relata, sin sentimentalismo, un historia común y rutinaria, una que casi todos conoceremos de primera mano o en carne propia pues, como bien apuntaba Marx, basta con vivir lo suficiente. Esta es una historia que el cine –hoy un espectáculo para jóvenes y sobre jóvenes– rehúye y evita, tal vez porque, aunque potencialmente común, no es por ello menos atroz (y las interrupciones de lo atroz son el gran tema del cine de Haneke). A saber: una pareja de viejos enfrenta, en una soledad irremediable, las humillaciones y miserias de la edad.
- El registro dramático de estas líneas (las mías) es, a su manera, un homenaje a Haneke, que desconfía, por igual, del humor o la ironía (ausentes en su cine) y también de esa grandilocuencia estilística que hoy, a veces, se confunde con la seriedad o el genio. Su genialidad (es uno de los grandes directores de la época) es más bien discreta, disciplinada: narra como quien no tiene nada que demostrar y como quien quiere, realmente, decir algo. Basta detenerse, por ejemplo, en la composición de sus planos y la duración de sus tomas para caer en cuenta de esa maestría: sus encuadres son perfectos pero imperceptibles y duran solo lo necesario para que logremos ver lo que tenemos que ver.
- Como en otras películas de Haneke, la que se nos cuenta en Amor es la historia de una invasión. Por lo general, los personajes de este director (en Funny Games, La profesora de piano, Escondido, La cinta blanca, Happy End) son ciudadanos exhaustivamente “civilizados”: consultores de clase alta, profesores, médicos, periodistas culturales. Este claustrofóbico universo de intelectuales es ofrecido en el momento de su devastación o apertura, de la intromisión de una violencia que nunca se sabe, a ciencia cierta, de dónde viene y por qué. Aquello de que “todo monumento de civilización es un monumento de barbarie” (según dijo Walter Benjamin, que producía citas ya listas para toda ocasión) adquiere en el cine de Haneke dimensiones personales: detrás de los fastos de la civilización europea se esconde una culpa, una pasión, una animalidad, una inhumana presencia olvidada (reprimida, más bien) que regresa para reclamar sus dominios.
- Las invasiones bárbaras en Amor son las de la vejez, que están a la vista de todos aunque suelan ser disimuladas por una cultura de la juventud permanente, que es la global. La película se abre en forma, es decir, en lo que –intuimos con rapidez– es el final: un grupo de bomberos destruye la puerta de un apartamento parisino y descubre el cadáver de una anciana, cuidadosamente arreglado pero ya en descomposición. El descubrimiento no es sino un lugar común urbano (que hoy es un lugar común de la pandemia), el de la soledad de los viejos en las grandes ciudades. Así han muerto muchos, por ejemplo, en 1933 y en Buenos Aires, nuestro mayor poeta, Ricardo Jaimes Freyre.
- Haneke usa esta invasión inicial (la de los bomberos parisinos) para anclar, narrativamente, dos otras, anteriores en el tiempo pero posteriores en la película. A saber: la pareja de ancianos regresa de un recital de piano (los dos son ex profesores de música) y, al llegar a su apartamento, encuentran forzada la cerradura. Como tantos en el cine de Haneke, este detalle trivial (que es asumido trivialmente por los personajes) deviene anuncio de la tragedia. Al día siguiente, durante el desayuno, ella (Emmanuel Riva) se queda paralizada en el tiempo, ida, fuera de sí misma por un par de minutos: la enfermedad ha llegado. Ni ellos ni nosotros, los espectadores, saldremos más del apartamento.
- Haneke evita dos vicios del cine contemporáneo, incluso del bueno: la distracción narrativa y el exceso estilístico. Por lo primero, entiendo la tendencia a construir personajes que explican sus motivos y razones hasta el agotamiento. Aquí, en Amor, sólo sabemos lo suficiente: de él, que es un hombre inteligente, que ama a su esposa y que puede ser monstruosamente duro; de ella, incluso menos, pues de lo que se trata es de obligarnos a imaginar aquello que la enfermedad –que ha invadido el cuerpo o que lo reclama– destruye. Por “excesos estilísticos” entiendo la tendencia a disimular cierta impaciencia con el relato detrás de gratuidades formales: en tantos cineastas (los Hnos. Coen, Tarantino, Scorsese, incluso von Trier o Malick) el brillo, a veces exuberante, de su lenguaje parece querer convertirse en una manipulación, otra más, del espectador (que, se supone, debe reconocer, rendido: “Wuau, qué capo”).
- Haneke se permite, en esta y otras películas, un solitario gesto “postmoderno”: denuncia, por unos segundos, el lugar de la cámara, que es el de la mirada de un espectador-voyeur. Así, no nos deja olvidar que este es un espectáculo y que quizá no tengamos derecho a verlo. En Amor, en una sala de conciertos, la cámara –expuesta, descubierta– asume de repente el punto de vista de alguien mirando a los personajes, sentados entre cientos en una platea, a la espera del pianista. Esa posición, imposible, de la cámara y la mirada, nos recuerda que nuestro voyeurismo no es impune, que es otra violencia, otra invasión. Los personajes de Amor podrían decirnos –a nosotros, los espectadores– lo que el padre le dice a la hija (Isabelle Huppert): “Tu preocupación no me sirve de nada”.
- Si Amor no es para cobardes, esa interdicción incluye a los actores. Porque esta película, como suele suceder con las que son casi perfectas, ya nunca más la podremos imaginar sino interpretada por Jean-Louis Trintignant (que el 2012 tenía 82 años y ahora 90) y Emmanuelle Riva (que tenía 86 y murió el 2017). Los dos, en diferentes registros, configuran las que bien podrían contarse entre las grandes actuaciones de la época. Actuaciones que no apuestan al virtuosismo (la capacidad de transformarse en otra persona, a la Daniel Day Lewis o Meryl Streep) sino a algo más difícil: ser otro sin dejar de ser uno mismo, o ser uno mismo en otras circunstancias. Y, claro, los viejos que vemos son como esas amistades y parientes que –perdidos por mucho tiempo– nos volvemos a encontrar en la calle, sorprendidos de encontrarlos vivos: Trintignant, el de El conformista de Bertolucci; Riva, la de Hiroshima mon amour de Resnais.