Cine y sociedad en Bolivia: Nueve apuntes sobre lo propio y lo ajeno
- El cine en Bolivia. Quizá la palabra más importante en el título del monumental libro del historiador Antonio Mitre sea una humilde preposición: en. Porque La pantalla indiscreta: Cine y sociedad en Bolivia, 1897-1952 (Plural editores, 2019) es una historia no del cine boliviano sino de medio siglo de cine en Bolivia. De hecho, de sus 601 páginas son muy pocas (¿6? ¿8?) las dedicadas explícitamente al cine boliviano; el grueso del texto se ocupa, más bien, de responder una pregunta de gran ambición: ¿qué cine veíamos y cómo entre 1897 y 1952 en La Paz, Cochabamba y Oruro? O, para desglosar esta curiosidad: ¿qué películas se estrenaron?, ¿de dónde venían esas películas?, ¿quiénes eran las estrellas y cuáles los géneros frecuentados?, ¿qué salas había?, ¿con qué equipos de proyección?, ¿cuáles eran las temáticas recurrentes?
- Naciones, autores, espectadores. De entre las varias maneras de hacer historias del cine, la más frecuente, aún hoy, es la que imagina el cine en términos celosamente nacionales (y que se limita a construir la ‘biografía’ de esas cinematografías: la argentina, la francesa, la iraní); esos relatos nacionales luego se organizan según directores y los hipotéticos rasgos de sus idiosincrasias autoriales (el cine de Lucrecia Martel, de Olivier Assayas, de Asghar Farhadi). Para el común de los espectadores, estas formas de comprender el cine son –y siempre han sido– exóticas: pocos son los que al considerar Avengers: Endgame lo primero o último que piensan es “cine estadounidense comercial generado en computadoras” o “un gran ejemplo del estilo tardío de los hermanos Russo”. El libro de Mitre traza otro tipo de historia: del cine, sin duda, pero del cine como experiencia social en un lugar concreto y según condiciones específicas. Es, en suma, una historia de los espectadores: “Las películas importadas –escribe–, independientemente de su valor estético y de sus motivaciones ideológicas, fueron parte de la experiencia social de sucesivas generaciones de espectadores bolivianos, de su memoria personal y colectiva”.
- Qué vimos y cómo. El cine boliviano ha tenido más fortuna que otras artes: si todavía estamos esperando buenas historias generales de la novela o de la música bolivianas, sobre el cine ya tenemos por lo menos cuatro o cinco libros que cumplen esa función. Y aunque hay varias zonas desconocidas o inciertas en sus relatos, hemos adquirido –por el trabajo de Gumucio Dagron, Susz y Mesa– una idea bastante precisa de lo que se hizo y de lo que hay. Estas historias del cine de Bolivia son ahora enriquecidas con esta historia, la de Mitre, del cine en Bolivia, o sea, de una historia de las películas que vimos entre 1897 y 1952, de la presencia de algunas cinematografías dominantes (la norteamericana, la mexicana, la argentina) en nuestras carteleras, de los géneros frecuentados por el cine silente y luego por el sonoro, de las salas de cine en tres ciudades bolivianas.
- La cultura como un consumo. Las historias de este tipo –empeñadas en describir los hábitos de un consumo cultural– tampoco existen para ninguna otra de las artes en Bolivia. No hay, por ejemplo, ninguna historia de la literatura en Bolivia que se haya interesado en la historia de la lectura y son pocas las que mencionan siquiera los horizontes institucionales (corporativos, académicos, editoriales) de la pequeña ciudad letrada boliviana. La historia de Mitre sobre la distribución y exhibición de cine en Bolivia se inscribe, en cambio, en un lugar no del todo desierto: podíamos ya consultar, por ejemplo, el precioso estudio de Pedro Susz La pantalla ajena: El cine que vimos, 1975-1984 (Gisbert, 1985), dedicado también –aunque con diferentes énfasis– al consumo de cine en Bolivia.
- Las pantallas son ajenas. Hace 35 años, Susz decía que nuestras pantallas de cine eran ‘ajenas’ a partir de las evidencias de una contabilidad irrefutable: de las poco más de 3.000 películas estrenadas en Bolivia entre 1975 y 1984, una mayoría correspondía a unas cuantas industrias cinematográficas, dominantes según prácticas monopólicas. Por supuesto, las cifras que Susz citaba en 1985 para justificar su pesimismo las leemos hoy, inevitablemente, como los portentos de una edad de oro: Hace 40 años, ¡solo el 50% de las películas estrenadas en sala eran hollywoodenses! ¡Y se estrenaban 300 películas al año! ¡Y cada año veíamos un promedio de 45 cintas italianas, 40 mexicanas, 21 francesas, 12 argentinas, 8 alemanas! Compárense estas cifras con las de 2018, nuestro último año de normalidad: se estrenaron en sala menos de 140 películas, de las cuales más del 80% fueron otros tantos episodios de la rutina hollywoodense. La historia que reconstruye Mitre para cinco décadas –con lujo de detalles– no es diferente, en esto, de la que contó Susz: “De un total de 183 películas que se estrenaron en salas paceñas de marzo a junio de 1928, nada menos que 157 eran de origen estadounidense. Con leves variaciones, esa situación prevaleció a lo largo de todo el periodo [del cine silente]”, escribe. Y cuando avanza al sonoro y se detiene largamente en dos décadas –los 30 y 40–, la pantalla que describe no es menos ajena, aunque con matices: si en 1938 el 80% de la cartelera era hollywoodense (con un modesto 4 % de cine mexicano y un 2% de cine argentino), en 1949 ese porcentaje gringo ya es ‘solo’ del 55%, pues las cinematografías mexicana y argentina ocupan el 30% y 10% de la cartelera.
- Las penas son nuestras. Mitre se interesa menos por el hecho de que las pantallas sean ajenas que por la simple realidad de que las penas son sin embargo siempre nuestras. O sea: la suya es una historia de las formas en que fuimos parte de una cultura cinematográfica común, que es, al mismo tiempo, una historia específica (con sus salas concretas, gustos locales y contingencias nacionales). En la década del 40 se exhibieron en La Paz, Cochabamba y Oruro más de 3.000 películas, de las cuales menos de 5 fueron bolivianas, nos recuerda al comenzar su libro. Y continúa: “Ayer como hoy, un cinéfilo boliviano ha visto, a lo largo de su vida, incontables filmes y poquísimas cintas nacionales. Pero lo que se ha escrito del torrente cinematográfico de fuera es casi nada, comparado con lo que se ha dicho de la producción nativa, como si esta condensase, por sí sola, lo esencial de la historia del cine en Bolivia y aquel fuese un fenómeno postizo, fraguado bajo el signo de la dependencia”.
- Lo propio y lo ajeno: hacia una educación sentimental. La pantalla de Mitre es entonces sobre todo indiscreta: dice algo de nuestra historia personal y no sólo de nuestra alienación. En la elección entre lo propio y ajeno, Mitre opta por tratar 50 años de historia de un consumo cultural como algo obviamente propio, íntimo, casi confesional. ¿O hay algo de ‘inauténtico’ en la devoción de mi madre –y de Luis Padilla Sibauti– por Libertad Lamarque? ¿O de ‘postizo’ en su erudito conocimiento del género ranchero? ¿O de ‘alienado’ en su cuidadosa fidelidad a Clark Gable, al que –luego de verlo en Sucedió una noche (1934)– siguió hasta Los inadaptados (1961)? Ese cine ajeno, sugiere Mitre, es la “rueca de donde salieron los hilos con que se urdieron algunos episodios” de nuestra vida.
- Este preciso instante de una definición mejor. El libro de Mitre, como muchas buenas historias, está marcado por la conciencia de que habla de algo que ya no existe y que acaso puede definir mejor precisamente porque ya no existe. Las suyas son imágenes, dice con nostalgia, de “un mundo que desapareció junto a las salas de cine y la sociedad que las frecuentaba”. Y leer el libro de Mitre justo ahora le añade un pliegue a esta melancolía: lo que antes de la pandemia era una sospecha a voces –que la cinefilia ya no requiere de salas y que, en países como Bolivia, tiene muy poco que ver con ellas–, hoy es una certeza forzada. Aunque existe otra opción: pensar que cada edad del cine ha pensado con tristeza la desaparición de la anterior y que, si somos justos y exactos, nunca como hoy habíamos tenido tanto acceso a tanto cine (incluyendo el que Mitre historiza). Todos, por otra parte, tenemos una capacidad de empatía histórica selectiva y limitada: para mí, por ejemplo, es difícil compartir imaginariamente el duelo de los que, en 50 años, recordarán con nostalgia el haber visto Avenger: Endgame en una multisala de La Paz luego de haber esperado 18 horas en el lobby.
- Oruro, diciembre de 1907. Lo que sí es claro luego de leer esta inmensa historia de salas y películas es que, de alguna manera importante para nosotros, la historia del cine es la historia del cine en Bolivia. Que el Asalto y robo de un tren, el clásico de Edwin Porter de 1903, se haya estrenado en el Biógrafo Olimpo de Oruro en diciembre de 1907 es parte de la historia mundial del cine, que también es la nuestra.