Si Bolivia fuera una película

  1. Un archivillano defiende Cochabamba. En un anuncio publicitario de la tarjeta de crédito Mastercard, el archivillano que controla el mundo desde un búnker libra su última batalla contra las fuerzas del bien. Un mapamundi se ilumina con los foquitos que representan los miles de lugares que este Dr. Evil televisivo tiene bajo su dominio. De repente, Mastercard empieza un ataque feroz: los foquitos cambian de color para indicar su avance. Hacia el final del anuncio, en garras del mal queda solo un modesto lugar en todo el mundo, en el centro de Sudamérica. Pero incluso ese último reducto es tomado por los paladines de Mastercard, que no perdonan. El archivillano grita, ya sin nada: “Nooo, Cochabamba, noooo!!!” (o, en realidad, y porque la publicidad es para gringos: “Nouuu, Couchabamba, nouuu”).

 

  1. El fin del mundo está justo aquí. Como se sabe, Bolivia es para muchos el fin del mundo. Ocupa el lugar imaginario que, antes de Colón, ocupaba Tule (Groenlandia): el extremo mismo de la tierra conocida. Aunque a veces compartamos ese honor con otros lugares (la Cochinchina, Tanganica, el pago al que el Diablo fue a perder el poncho), nadie nos gana hoy en menciones en la cultura de masas en las que somos sinónimo del corazón de las tinieblas: “irse a Bolivia”, en el cine y la televisión norteamericanos, es lo mismo que desaparecer. Y, en esas películas, mandar a alguien a Bolivia es una elegante manera de mandarlo a la mierda.

 

  1. Bolivia es una enfermedad incurable. Si otros nos mandan figurativamente a sus desheredados a expiar culpas por aquí, nosotros por acá tendemos a pensar la pertenencia a este fin del mundo como un asunto más bien trágico, no punitivo; en pocas palabras, ser de acá es triste pero inevitable. Lo decía ya, con su eficiente patetismo característico, el ensayista René Zavaleta Mercado: “Bolivia es una enfermedad incurable”. La frase, por supuesto, juega a transformar el refrán racista de Alcides Arguedas y su torpe versión de “el infierno son los otros” (pues esos otros eran cholos). Según Zavaleta, somos las víctimas de la enfermedad que es Bolivia, no su origen o causa. Cercana a esta idea es la del poeta Eduardo Mitre: “Hay un país solo, triste, / pobre, mágico, difícil, / casi imposible. / Errantes nosotros / hijo, de allí nomás somos”. Nótese ese “nomás” perfecto del poema: no sólo alude a una manera de hablar, sino que indica además la resignada aceptación de lo inevitable que suele acompañar entre nosotros el uso de esa palabra. Decimos por eso: “Voy a nomás tener que hacer cola”.

 

  1. En los archivos visuales. Con un poco de paciencia, es posible encontrar –hoy más que nunca, por la pandemia– cientos de pedazos de cine documental sobre Bolivia. Imágenes en movimiento sobre el fin del mundo que aquí, en el centro del fin del mundo, nunca vimos y a los que ahora podemos acceder en los archivos fílmicos en línea. Acaso estas imágenes a nadie le interesen tanto como a nosotros: sujetos postcoloniales clásicos al fin de cuentas, alimentamos una curiosidad morbosa (y a veces paranoica) por saber cómo nos ven “los otros”.

 

  1. British Pathé. En el archivo de la productora de noticieros y documentales British Pathé (ahora en Internet) Bolivia es invisible. O, si se quiere, es el telón de fondo de lo que sí importa registrar: los viajes y paseos de dignatarios europeos por el Tercer Mundo. Son numerosas las tomas (en perfecto estado de conservación) del tour sudamericano de 1962 del príncipe Felipe (el hoy todavía consorte de la reina británica): se lo ve por aquí y por allá en Bolivia, aclamado por las multitudes, entretenido por nativos que bailan para él alguna danza de rigor (casi siempre La Diablada). En el caso de la visita de Charles de Gaulle de 1964, además de las mismas caravanas, multitudes, danzas y mensajes (Vive la France Éternelle!, dicen unos cartelitos que agitan los extras locales), por lo menos se ve también a Víctor Paz Estenssoro, que mira de reojo a de Gaulle mientras este se dirige a las masas con un gran desplazamiento –gajes del oficio demagógico– de brazos, manos y cuerpo.

 

  1. Fiebre de guerra y aclamaciones. De las imágenes de British Pathé, quizá se pueda rescatar algo. Estos dos breves retazos, por ejemplo: En Fiebre bélica en Bolivia (1929), de solo un minuto de duración, tropas bolivianas marchan a paso de ganso, con la artillería sobre burros y caballos (presagio de los problemas de transporte que nos esperaban en la guerra del Chaco). Un intertítulo (pues es un noticiero silente) dice: “La República se moviliza en su disputa. Afortunadamente, el conflicto con Paraguay fue evitado”. Lo que atrajo entonces a los documentalistas está a la vista: miles de soldados indígenas disfrazados de europeos, con penachos que se sacuden al viento desde cascos puntiagudos y prusianos. Otro breve retazo memorable: Aclamación del presidente de Bolivia de 1966. Barrientos y Ovando y Siles Salinas ponen cara de solemnidad durante lo que el narrador describe como “cuatro días de celebración del nuevo presidente”. Añade: “Barrientos aparentemente fue aprobado por unanimidad por los miembros del Parlamento”. Al final, mientras se muestran más marchas militares en el Estadio, el narrador no se aguanta otra ironía fácil: “En el continente sudamericano siempre ha sido más fácil llegar a la presidencia que permanecer en ella. Bolivia espera que Barrientos sea la excepción”.

 

  1. El archivo de Huntley. Documentales de mucho mayor interés son los del archivo del historiador John Huntley (en Internet). Podemos, por ejemplo, ver imágenes (silentes) de un carnaval en La Paz en 1929 (archivo número 1085050). Son tomas amateur de grupos familiares que dejan que los retraten, que miran largamente a la cámara y son arrebatados con frecuencia por ataques de risa. Ya entonces era evidente que las diferencias en la Bolivia republicana seguían siendo una cuestión de ropa, según ese sistema sartorial de castas que nunca hemos dejado de perfeccionar: éramos y somos lo que llevamos puesto.

 

  1. Un niño contempla la ciudad desde la altura. En los archivos de Huntley, encontramos el cortometraje norteamericano La vida de un niño en Bolivia, de los años 60. Sus 14 minutos acuden, con cierta habilidad, a ese recurso narrativo de tanto cine y documental boliviano anterior y posterior: describir una cultura a través de la historia de un niño. De hecho, el corto se abre con imágenes que parecen anticipar Chuquiago (1977) de Antonio Eguino: la ciudad vista desde la altura de El Alto, el niño que se acerca al borde, un primer plano de su rostro que mira hacia abajo, concentrado y serio. Luego se acerca al borde: tira, como un personaje de Balzac en plan de conquistar París, una piedra al hueco. El remate de la historia es hollywoodense: “El Ekeko sabe y nosotros sabemos que a veces los sueños están hechos de materiales más perdurables que la vida misma”.

 

  1. La altura de Bryan. El más famoso antiguo documental sobre Bolivia es un documental de 1946 sobre la ciudad de La Paz. Obra de Julien Bryan (conocido, en la historia del cine, por sus imágenes de la invasión alemana de Polonia en 1939), los 16 minutos de La Paz son un modelo de buen ojo y consideración amable. El relato de Bryan se estructura, narrativamente, alrededor de una sola idea: La Paz es, en el mundo, la ciudad grande y moderna a mayor altura sobre el nivel del mar. Se sugiere, incluso, que los paceños son bipolares por la falta de oxígeno: esa insuficiencia, dice, explica que sus pobladores “alternen periodos de nerviosismo y gran apatía”.

 

  1. Desordenar el archivo: una propuesta. Si Bolivia fuera lo que vemos en estas películas, deberíamos concluir que somos un país irremediablemente remoto, en el que la falta de oxígeno explica nuestro carácter volátil y en el que no hay tierras bajas a la vista (pues no hay documentales sobre el Oriente). Un territorio que es distinto por sus llamas, ekekos y vestimentas (¿o disfraces?) peculiares. Una colectividad que se debate entre la dura hostilidad del mundo y las miniaturas con las que, en Alasitas, desea que ese mundo se transforme un poquito. Nada aprendemos, en suma, viendo estas imágenes y tal vez la única forma de redimirlas sea usarlas para otra cosa: hacer un montaje con ellas, ponerles o cambiarles el sonido, confundirlas y mezclarlas como en un sueño.

 

  1. Los demonios de Alejandro Mamani. Hay excepciones, claro. Una de ellas es el documental Alejandro Mamani, aymara. Un estudio de caso de antropología psicológica de 1973. Se nos propone en él que la alienación no siempre es cultural y política y que no siempre la provoca la migración a la ciudad (como suele suceder en el cine de Jorge Sanjinés). El alienado, en este caso, describe su infortunio: “A pesar del tratamiento, estoy igual. Le diré la verdad: Estoy pensando tirarme del precipicio. Es lo que he decidido”. “Pero eso no está bien”, le responde el antropólogo. “No, no está bien. Por eso quiero que el hombre [el documentalista] mire en mi cuerpo con su máquina [la cámara] y localice el mal espíritu”, propone el anciano Alejandro Mamani. “¿Pero no ha consultado yatiris?”, pregunta el antropólogo. “Sí, pero siguen cometiendo errores. Me han tratado cinco veces, todas en vano. Los espíritus no quieren dejarme”, explica don Alejandro. En esta historia, contada por un modesto film educativo producido por Ira R. Abrams y escrito por Hubert L. Smith, la alienación es esa: la de los demonios que ocupan y no dejan en paz a don Alejandro. El documental reconstruye los efectos de esta larga batalla contra los malos espíritus y concluye, como en esa otra historia de una alienación, La nación clandestina (1989), con el suicidio del protagonista. Fiel a una pudorosa reticencia que le hubiera gustado a Borges, el narrador termina así su relato: “Meses más tarde, los antropólogos recibieron una larga carta de su asistente boliviano. En la carta, el asistente contaba muchas cosas, sobre todo de su familia. Pero en medio del texto, se encontraron con una escueta oración solitaria: ‘Don Alejandro tuvo otro sueño y fue al precipicio’”.

Publicaciones Similares

Deja un comentario