«Silencio», de Martin Scorsese
El título de la última película de Martín Scorsese, «Silencio», hace referencia al silencio de Dios, que se produce cuando sus servidores, los cristianos perseguidos en el siglo XVII en el Japón, son horriblemente vejados y asesinados por el Estado budista, enemigo de la innovación religiosa. «¿Cómo se manifiesta Jesús, incluso cuando no se manifiesta?», esta podría ser la pregunta detrás de esta película.
Ahora bien, esta responde a la misma de una manera muy peculiar. En efecto, aunque pueden encontrarse muchas cosas en el filme, el «silencio» no es una de ellas. Todo lo contrario, igual que en todas las películas de Scorsese –considerado uno de los directores fundamentales del cine–, lo que abunda es el habla, por no decir la retórica. La obra es larguísima y en ella todos tienen la oportunidad de expresarse, incluso Dios Mismo (pero lo que Él nos dice no es más que una versión en primera persona de las justificaciones de ese silencio que se han esgrimido siempre).
El inquisidor del Japón intenta que los jesuitas extranjeros que «dirigen» a los cristianos locales («dirigen» es mucho decir) se conviertan en apóstatas. Para ello usa la tortura, un tipo de tortura que plantea grandes desafíos al debate ético. Sabedor de que en el fondo estos jóvenes fanáticos (y peligrosos, porque reconocen y consuelan a los campesinos pobres y abandonados) quieren sacrificarse, el inquisidor no los amenaza con matarlos, sino con matar, por su culpa, a otros, a los «pequeños» que se supone están ahí para salvar. Si los curas apostataran, perderían espiritualmente a sus feligreses, pero les salvarían la vida; si no lo hicieran, los matarían, pero ellos mismos se mantendrían exteriormente leales a su fe. Ahora bien, ¿cuál es la verdadera esencia de su fe? ¿Reside en el cuidado de las personas o en el cumplimiento de las formas exteriores de respeto a Dios?
De alguna manera se trata del dilema de Jesucristo, con cuya Pasión la película no duda (de casi nada duda esta película) en comparar las vicisitudes del protagonista, el padre Rodrigues (bien interpretado por Andrew Garfield). Y entonces: ¿triunfarán los viejos mandamientos y se «honrará a Dios por sobre todas las cosas»? o ¿vencerá el Evangelio, que identifica a Dios con el prójimo?
Tiene este dilema gran enjundia teórica, pero el defecto de que, en el filme, ni uno solo cae realmente en las angustias que podría provocar. El propósito y la realización de Scorsese son «comprometidos» en el peor sentido de este concepto: al final lo que el director trata de hacer es ilustrar una visión moral definida de antemano. Por tanto, en su ilustración, como en todas las de su tipo, los héroes quizá puedan doblarse, pero nunca quebrarse. Y, puesto que esta es una convención del género, los espectadores lo sabemos de antemano.
Con exuberancia, con un uso exuberante de múltiples recursos cinematográficos, con un guion intrincado y prolongado, Scorsese termina haciendo una hagiografía, una alabanza de los santos y de sus proezas, algo que parece temerario desde el punto de vista de los gustos actuales (¿o ya no son tan actuales los gustos seculares?), pero que a los católicos nos resulta muy conocido, pues nos retrotrae a nuestros momentos infantiles de catecismo.
En suma, los críticos están aclamando a Scorsese por redescubrir un género que está pasado de moda, pero era principal en la Edad Media: el «exemplum».