Avaroa, sol de la gloria: El cine como arenga, himno y marcha
- En su versión escolar, la gloria de Eduardo Avaroa depende de una sola escena: último sobreviviente de un acto de resistencia suicida, acorralado y herido, las tropas chilenas lo conminan a rendirse. «¿Rendirme yo? –responde– Que se rinda su abuela, carajo!».
- Cuando escuché por primera vez el relato de esta escena, recuerdo haber quedado, igual que el resto de mis compañeros del primero de primaria, muy impresionado por el hecho de que la profesora dijera la palabra «carajo». Pero también recuerdo haberme quedado con varias dudas –intuidas más que enunciadas–, dudas que me han perseguido desde entonces y que formulo aquí en el lenguaje de mis años senectos: ¿Y por qué tenía que morir Avaroa? ¿Qué utilidad militar tuvo su acto de heroísmo suicida? ¿El heroísmo consiste en morir por algo? Si, vencido, un combatiente se rinde en una batalla, ¿traiciona a su patria? ¿Qué lugar ocupó en la Guerra del Pacífico ese acto de resistencia? ¿Y cómo fue exactamente que Avaroa quedó solito y herido frente a tantos chilenos? ¿Dónde estaba el glorioso ejército boliviano?
- El sol de la gloria, una película de Camilo Maldonado, lamentablemente no esclarece ninguna de mis dudas infantiles. Ese, claro, es mi problema y no el de la película, que está en otro mambo: la prolongación amateur de rituales patrióticos. Al parecer, como no marchamos ni cantamos lo suficiente por el mar, era urgente una película consagrada –según palabras de los realizadores– «a reflejar un sentimiento patriótico» sobre un héroe que «nos sirve de ejemplo de vida».
- Se sabe que las malas películas son malas cada una a su manera. En el caso de Avaroa, por ejemplo, creo que sería un error explicar su medianía enumerando las deficiencias que, a simple vista, la caracterizan. Es cierto que la cámara e iluminación son erráticas; que la música incidental oscila –con sorprendentes variaciones de volumen– entre música de telenovela y de videojuegos; que los diálogos son de sketch teatral de colegio; que los actores están más concentrados en parecerse a las efigies respectivas que en actuar; que su manejo incluso del plano/contraplano deja mucho que desear; que cuando quiere ser chistosa la película es incómoda y cuando quiere ser dramática es involuntariamente chistosa; que la batalla final –la del «¿rendirme yo?»– es indigna, en tanto recreación de una batalla, de lo que un niño imaginaría con sus soldaditos; que el guion es un portento de incoherencias, etc. Todo esto es cierto, pero no tiene mucha importancia.
- Lo que importa, en cambio, son las ideas que impulsan la torpeza de Avaroa. Señalo la principal: ya que los realizadores no tienen aquí a mano otra idea del patriotismo que la de los himnos y marchas militares, su guion insiste en retratar a sus héroes no sólo como gente que va a morir sino gente que quiere y tiene que morir para cumplir su destino (y comprometer así nuestra admiración). Poco o nada importan las circunstancias –confusamente recreadas en la película– o las tragedias de la motivación y la causalidad dramáticas: de lo que se trata es que esté claro que estos personajes están obstinados, desde el vamos, en hacerse matar por la patria. ¿Esta necrofilia entusiasta es “el sol de nuestra gloria”?
- Y puesto que su comprensión de la historia –y de la construcción narrativa– es rudimentaria, la película convierte sus propias conjeturables virtudes en despistes sistemáticos. Por ejemplo: como los héroes aquí son figuras recién salidas de una estampilla, alguien les indicó a los (acaso buenos) actores que tienen que actuar así: con la misma escasa flexibilidad corporal de un cromito, moviéndose lentamente, con las manos en los tirantes o en la espalda, concentrados en poner cara de circunstancias y hablando también co-mo-pa-ra-que-les-lea-mos-los-labios-cuan-do-di-cen-que-vi-va-bo-li-via-y-mue-ra-chi-le-,-ca-ra-jo!
- En suma: si Avaroa estuviera «mejor hecha», seguiría siendo lo que es. Porque es la comprobación más clara, en el cine boliviano reciente, de los estragos desencadenados por un malentendido: la creencia de que el cine es un asunto de acceso a equipos, personal y plata. Ya deberíamos saber hace rato que ese acceso no sirve de mucho si las ideas en juego son deleznables y si nadie se ha tomado la molestia de pensar un poquito.
- ¿Qué idea de “la historia” está aquí a la vista? La de la repetición –a gritos– de lemas; la de la obediencia a imperativos éticos no reflexivos; la de la reducción de la información al mínimo posible (porque nuestro patriotismo no incluye la inclinación al estudio); la de la repetición de ideas recibidas; etc. Se confirma así –en versión de hora cívica– una alarmante tendencia en las relaciones de nuestro cine reciente con la historia de Bolivia: al fin de cuentas, parece que a ese cine esa historia no le interesa realmente y es, en el fondo, solo un pretexto para entregarse a recreaciones paraestatales propagandísticas (Insurgentes o Bartolina Sisa), narcisismos familiares y desinformados (Algo quema) o, en el caso de Avaroa, a filmar a grupos de gente disfrazada jugando en el campo cochabambino a la arenga militar y a las batallas de soldaditos de plástico.
- René Zavaleta Mercado describió esta tendencia conservadora en nuestra historia: la que tiende a imaginarse la transformación del país “más por la vía del excedente que por la vía de la reforma intelectual”. Con lo del «excedente» aludía a nuestra inclinación a perseverar en una idea providencial del destino social, que depende de que encontremos riquezas (vetas, pozos, yacimientos) por obra del azar o de las divinidades. La otra vía de la transformación –la de “la reforma intelectual”– conduce en cambio a otra racionalidad, más esforzada: la de la educación que convierte a la colectividad misma en la mayor fuente de riqueza. Tal vez hoy seguimos en las mismas: sin reforma intelectual a la vista, absortos en una historia hecha de golpes de buena o mala suerte (riquezas que adquirimos o perdemos), nuestros héroes no han dejado de ser lo que son en películas como Avaroa: figuritas ceremoniales, nombres que repetimos en los himnos.
- Porque el pasado no es en Avaroa «un país extraño» que merezca conocerse: es el triste espectáculo de nosotros mismos, disfrazados y solemnes, dando vueltas y vueltas a la plaza Abaroa otro 23 de marzo.