“Babylon”: un pastiche grandioso que odias o amas

Damien Chazelle pudo haber tratado de repetir la fórmula que lo llevara al éxito con “La La Land” o “Whiplash”, como hacen tantos directores (véase en estos días el caso más bien penoso de James Cameron y su “Avatar 2”). En lugar de eso, demostró su fuste artístico sacándole 80 millones de dólares a la Paramount para su pastiche “Babylon”, del que se puede decir muchas cosas —de hecho, es una de esas películas que unos aman y otros odian—, pero no que no haya sido un gran riesgo creativo. Chazelle mete en este caleidoscopio —llamarlo “bolsa” o incluso “cuadro” sería perder su principal cualidad kinésica— más o menos que todo: desde ratas hasta elefantes, pasando por serpientes, conejos, caballos; orgías estilizadas y “fenómenos” deformes en mazmorras; topless (incluyendo un pezón de Margot Robbie), coitos, defecaciones, meadas y vómitos; alcohol, cocaína, anfetaminas, calmantes y por supuesto alcohol y tabaco a raudales; la pobreza más repulsiva y la riqueza más desagradable; maldad, traición, asesinato, infidelidad, indiferencia por la suerte de los más débiles, crueldad, vicio; en fin, todo lo que usted imagina cuando oye el cuento bíblico de la depravación de Babilonia. Aplicado, eso sí, al Hollywood de los años 20, en la cúspide del cine silente, cuando Chaplín hacía una película por semana y mantenía 12 relaciones sexuales al día.
¿Fue tan babilónico el verdadero Hollywood de la primera posguerra? Eso dice el mito y ya sabemos que Hollywood gusta de cultivar su mito. De hecho, Chazelle es uno de los oficiantes de este culto (véase la ya citada “La La Land”, homenaje a los musicales).
Solo que si “La La Land” era una misa de acción de gracias, “Babylon” es una misa negra: a ratos reivindicación del mundo de las películas y sus habitantes, a ratos su escarnio. Un crítico estadounidense usó una mejor metáfora para decir esto mismo: “Babylon” es el “gemelo demoníaco” de “La La Land”, ese que vive en el sótano y no se deja salir. Para la mitad de los críticos, en efecto, no debió salir nunca del desván. Para la otra mitad, en cambio…
Pero bueno, no nos hagamos una falsa idea de las cosas. No es que se trate de perversión en serio. Los géneros aquí implicados son el burlesque, el melodrama y el musical.
Todo lo que Chazelle pone en su película sería difícil de tolerar de otro modo y si no fuera porque se presenta como parte de una gran danza; que fluye como una coreografía frenética y alucinante, con Robbie bailando sin armonía pero con gran fuerza y atractivo en medio. Robbie es clave, especialmente durante la primera hora de esta película que —me olvidaba decirlo— dura tres. (Yo hubiera querido que durara más, pero no faltan los espectadores que abandonan a la mitad).
La virtud en la que este director resulta magistral es en el ritmo visual, en la capacidad de enlazar una película casi que en una sola secuencia —por cierto, hay varios largos planos-secuencias en el filme—, y en articular a tantos y tantos tipos(as) talentosos(as) tras un solo propósito que para los críticos de una mitad es “laborioso” y para los críticos de la otra no puede calificarse más que como “grandioso”.
Se trata de un espectáculo en el sentido más genuino de este término.
Por eso la trama no tiene mucha importancia —los espectadores de una de las mitades suelen quejarse de que la historia no les “llega”— ya que se trata de un proyecto de índole fundamentalmente formal. La trama es más bien simple y convencional, como también lo era la de “La La Land”. Prueba de que Chazelle imagina con los ojos, no con la cabeza.
En todo caso, no es que no haya una trama. Se relata la caída del Hollywood esplendoroso y depravado que vendía películas mudas a causa de la llegada en 1927 del cine sonoro, a través de tres trayectorias personales. Nellie LaRoy (Robbie), una “bomba sexi” que pierde su atractivo sensual cuando necesita comenzar a recitar parlamentos; Jack Conrad (Brad Pitt), un elegante y guapo ídolo de multitudes que ídem, y Manny (muy bien representado por Diego Calva) el mexicano que logra su sueño de volverse el “lleva-y-trae” de los estudios cinematográficos justo en el momento de la transición. Manny trabaja para Conrad, al menos al principio, y está enamorado de LaRoy, la peor idea que pudo haber tenido. Estas tres trayectorias se entrelazan, se separan y vuelven a entrelazarse a lo largo del filme.
Tres historias trágicas que encarnan un único motivo que nos afecta a todos inevitablemente: la progresiva obsolescencia.
Sin embargo hay que decir que los espectadores estamos tan embebidos y asombrados por la propuesta del autor y la increíble puesta en escena (maquillaje, baile, vestuario, música, en fin…), que no logramos entrar realmente en estas historias entrecruzadas más que en pocos momentos. Quizá sí en el diálogo cúspide, cuando Conrad se enfrenta a una periodista que acababa de destrozarlo en su revista y está le explica con sabiduría algunas cosas acerca de la cuestión que ya sabemos: la progresiva e inevitable obsolescencia.
Pero no se entra en la historia de esta película. Como tampoco, por otra parte, se “entiende” una canción.
Bueno, nos dejemos llevar por la simpatía. “Babylon” no es una canción sino una descomunal “tour de force” (véase el final, que revela que el director seguía tratando de modelar la arcilla de su escultura hasta el instante mismo de meterla al horno) y por eso, como casi todo “tour de force”, finalmente fracasa.
Pero como un crítico de una de la mitades ha dejado escrito: Ojalá fracasaran así más películas. Y menos triunfarán, añado yo, con el huero triunfo de “Avatar 2”.

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