Hospital Obrero: entre cómo y qué decir

 

Uno: Dos películas de ficción en sala, otras dos que ya se anuncian: sin duda el 2009 no será uno de esos (frecuentes) malos años para el cine boliviano. Es más: de alguna manera, el espacio que ocupa Hospital obrero, opera prima de Germán Monje, es quizá el que parecen delimitar los próximos estrenos: Zona Sur de Juan Carlos Valdivia y la colectiva Rojo, amarillo y verde de Bouloq/Bastani/Bellot. En el primer caso, el adelanto deja entrever lo que puede ser  (y, de hecho, lo es) uno de los caminos del cine boliviano: la solvencia visual de cuasi-brochure publicitario (al estilo de American Visa) no impide la obviedad y el lugar común (que son más bien problemas de guión). En el segundo adelanto (el de Rojo, amarillo y verde) descubrimos una posibilidad: de repente, quién sabe, acaso el cine boliviano deje de ilustrar historias mejor o peor contadas y busque verdaderas epifanías, de esas que encarnan en la imagen y sonido (y no en lo que éstos quieren ilustrar). Pero me adelanto y desvarío hablando de películas que no he visto.

Dos: La que sí he visto es Hospital obrero. Por lo pronto, habría que decir que vale la pena verla y no sólo porque sea boliviana: es mejor que muchas. De paso, deja sospechar los esfuerzos de una nueva generación (si es que la hay), que ya no es la de Marcos Loayza y Valdivia. El cine boliviano puede ser asfixiante en más de un sentido: aunque bulliciosos, los que hacen cine acá son pocos y conocidos, que circulan y rotan. En Hospital obrero, para variar, hay otra gente, que lo hace bien y que, acaso, empiece, con esta y otras mejores cintas, a decir algo.

Tres: Hospital obrero tiene la estructura de una casi inmóvil película de carretera anclada en el cuarto de un hospital. Es decir: un grupo de personajes de orígenes convenientemente diversos coinciden en el espacio limitado o límite de un hospital. El resultado, como en las clásicas road movies, es una serie de viñetas, anécdotas y encuentros que van configurando el retrato de los personajes y su educación sentimental. Se podría, en la valoración de este esfuerzo, ser diligente: enumerar aquello que, en la película, funciona y lo que no. Decir, por ejemplo, que en general la fotografía de Daniela Cajías es notable; que el uso de los espacios (en el Hospital y fuera de él) de una sobriedad lírica inusual en nuestro cine; o que la película logra sostener un ritmo que es a la vez un tono (algo que tampoco es frecuente entre nosotros). También se podría mencionar aquello que no funciona: algunas actuaciones (en contraste con la de Soledad Ardaya, que sí funciona muy bien), no pocos diálogos, a veces la música. Y que la narración no-cronológica de sus breves historias, con sus lazos y nudos, no acaba siempre bien parada, pese a las insistentes alusiones a la metáfora del rompecabezas (una excepción: la historia de cierre, la mejor trazada).

Cuatro: Se dice que un cine propio nos permite vernos reflejados en la pantalla grande (que, en palabras de Pedro Susz, es nomás la pantalla ajena). A veces, como en el caso de American Visa o Los andes no creen en Dios, ese valor es perseguido literalmente: lo que se dice es irrelevante (por su simplicidad ideológica o narrativa) y lo que acaso cuenta es que veamos esta o aquella imagen de la ciudad o Bolivia o los Andes o un tren. Como cualquiera, disfruto inmensamente de esas imágenes. Pero lo que me dice ese cine boliviano rara vez me interesa, conmueve, intriga o ilumina.

Cinco: Mis reparos a Hospital obrero tienen que ver con lo que dice, que es poco y conocido. Para empezar, tengo la sospecha de que desde Mi socio no podemos despojarnos de la idea de representar un “espacio nacional” poniendo en contacto, como en los chistes, un repertorio de personajes “representativos”: el colla, el camba, el viejo, el joven, etc. Y no ayuda que esos personajes sean estereotipos, clichés: el bohemio autodestructivo y “loco”, el gordo bonachón (y poeta) que une al grupo, el camba exótico, el viejito que abre la pila de mitomanías nostálgicas, etc. A ese repertorio de tipos, Hospital obrero añade uno de reciente cuño: el sabio joven aymara que, en la ciudad, nos conecta con la autenticidad rural.

Seis: Si la idea es que nos veamos en la pantalla grande, no ayuda que el didactismo, la necesidad de explicarnos, roce a momentos un impulso turístico. Un ejemplo: una larga secuencia reconstruye, en la película, la escapada de dos de sus personajes hacia un barrio paceño. Allí, los personajes participan en la “entrada” del barrio, bailan, se emborrachan, se conocen. Esto, que podría haber funcionado muy bien sin mayores explicaciones, es pautado por diálogos en los que el colla le va “informando” al camba qué es qué (“este barrio es bla, bla”, “este baile es bla, bla”, etc.).

Siete: Vuelvo a pensar por qué el modelo de “integración nacional” que sugieren algunas películas (no sólo en Bolivia) no me conmueve (y más bien me molesta en su suave sentimentalismo). Tiene que ver con aquello que hoy está más de moda que nunca: repetir que estamos divididos y que debemos unirnos. El origen melodramático de esta idea radica en su convicción de que la boliviana es “una gran familia” en la que collas, cambas y chapacos, pese a sus diferencias y si se conocieran realmente (y tuvieran un buen líder-padre), vivirían en solidaridad y armonía, aprendiendo de las idiosincrasias del otro. Lo cual, claro, oculta lo real en esas divisiones (que no son sólo regionales sino, sobre todo, de clase) y que no se absuelven “dialogando” o “conociéndonos”, y cuya violencia es institucional. Por otra parte, eso de “unirnos” está bien para una canción, pues la pregunta relevante es siempre en torno a qué hacerlo. La certeza de que el conflicto es, a priori, destructivo es una vieja convicción reaccionaria.

Ocho: En la ficcionalización de lo cotidiano, eludir la violencia es una elección. Si pensamos, sólo para nombrar a alguien, en cineastas como el argentino Pablo Trapero (Munduo grúa o El bonaerense), lo que se explora es eso: una cotidianidad marcada por la inminencia de violencias diversas. Pero ese no es el camino o elección de Hospital obrero: pese a los espacios que retrata u ocupa (y hay pocas violencias mayores en Bolivia que ser pobre y tener que ir a un hospital), pese a la “marginalidad” de sus personajes, pese al estilo visual a veces duro de la cinta, Monje prefiere elaborar, con todo derecho, una especie de comedia light, algo sentimental, en la que los hombres deambulan exponiéndose al mundo sin mayores fricciones, sin violencia, sin roce, sin aprendizaje.

Y ½: El adelanto de Rojo, amarillo y verde me dejó intrigado, entre otras cosas porque es una sola toma: una joven, con las piernas abiertas sobre el mesón de un baño público, recibe las embestidas (¿violentas? ¿amorosas?) de un amante, también joven. Largamente, entre los espasmos del sexo, aparecen en el rostro de la mujer los espasmos de otra cosa: el dolor, la derrota, la melancolía quizá.

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