El juego de la araña y la mariposa: Norman Bates en El Alto

 

Uno: El 2009 incluyó, entre sus dádivas, el inusual estreno de cuatro películas bolivianas que –por distintas razones y de diversas maneras– se hace imposible no considerar importantes: Rojo amarillo verde, Zona Sur, Hospital Obrero y El ascensor. El 2010, algo mezquino, nos ha devuelto, violentamente, a la realidad con Sirwiñakuy, Cruces y  El juego de la araña y la mariposa. Más allá de estos balances necesarios, sin embargo, no deberíamos desdeñar una evidencia: la relativa abundancia de nuevos nombres en el cine boliviano, gremio claustrofóbico y endogámico como pocos. Con esta apertura, una variedad de pretensiones, estilos, modos, proyectos y aprendizajes se ponen en marcha.

Dos: De los tres estrenos del 2010, El juego de la araña y la mariposa, la película de Adán Sarabia (director) y Jorge Ortiz (guionista, productor y protagonista) es la más interesante, de lejos. Puesto que decirlo no es decir mucho si Ud. ha visto las otras dos, habría entonces que aclarar en qué sentido es la más interesante de las tres y, en general, dónde radica su interés. Supongo que podríamos resumir ese interés así: es ambiciosa y su ambición no es ni ingenua ni ilusoria (a diferencia de Sirwiñakuy y Cruces).

Tres: La ambición de El juego de la araña y la mariposa es la siguiente: asumir plenamente los riesgos y detalles de una historia, sus ambigüedades, sus complicaciones, sus idiosincrasias. Es un alivio ver cine boliviano que no esté convencido de que un simple esquema dramático es suficiente, que no crea que contar historias consiste en desandar los pasos de una receta argumental. Por eso, un mero resumen no le hace justicia a lo que vemos en pantalla y, quizás, esa sea una buena señal o un buen principio. Se supone que la película, por ejemplo, relata una historia de abuso sexual intra-familiar, pero –aunque lo hace– el tema se encarna en personajes específicos, traumas particulares, maneras de hablar, obsesiones. Sería más justo proponer que el abuso paterno, la ausencia de la madre, la prostitución de la hija abusada son circunstancias que rodean y enriquecen el nudo dramático central, ese desdoblamiento de una persona en tres: Ortiz es la madre, el padre, el amante-victimario.

Cuatro: Por lo dicho, es claro que éste es un drama. Realmente. O, si somos precisos, es una obra de teatro filmada, un unipersonal de Ortiz con cámara en los alrededores. Este no es un juicio de valor (pues hay gran “cine teatral”) y más bien una descripción: las repeticiones, el casi ininterrumpido balbucear del o de la protagonista, las inflexiones del monólogo, su inscripción espacial: todo nos recuerda al teatro.

Cinco: Uno de los problemas de El juego de la araña y la mariposa radica precisamente en el intento de hacer de ella una propuesta menos teatral: por un lado, tenemos el cuasi monólogo de Ortiz, intenso y saturado en sí mismo; por el otro, el esfuerzo por otorgarle a ese material teatral una textura cinematográfica: de ahí deriva acaso su montaje rápido y entrecortado, sus excesos en el uso de los primerísimos planos (que en el teatro no existen), las distorsión fotográfica,  la cámara rápida. Acabamos con dos películas, una interfiriendo en la otra: el unipersonal de Ortiz y el ejercicio, algo disperso y confuso, de Sarabia,  a la búsqueda siempre de sorprendernos con cuanto recurso visual se le ocurre.

Seis: Organicé una brevísima encuesta sobre la película. Mi muestra se redujo a mi señora esposa, así que puedo copiar su respuesta completa: “Es como una de esas películas francesas, algo mala, pero francesa”. Con lo de “pero francesa”, resume lo que aquí he llamado la “ambición no ilusoria” de la película. Y con lo de “francesa algo mala”, la saturación que, a ratos, amenaza con ahogarla.

Siete: Películas como El juego de la araña y la mariposa parten de una sospecha: desconfían de aquello que pasa o no pasa frente a la cámara, desconfían de la  imagen, desconfían de los diálogos, desconfían del mundo. Las obsesiona la necesidad de amontonar sentidos, sobredeterminarlos hasta la configuración de un barroco de bazar. Son construidas (estas películas) desde la ansiedad del que se siente estafando al público si no le ofrece diez cosas a la vez, lanzándole signos y sentidos como por ventilador. (La película, para asegurarse de decir “más”, hasta incluye una secuencia carnavalesca, parodia gruesa y torpe de la televisión).

Ocho: Los mejores momentos de la película son sus descansos. Por ejemplo: La hija prostituta y abusada  (la solvente Inés Copa) está sentada en la plaza de San Francisco, muy temprano en la mañana: bandadas de palomas giran, se acercan, se alejan. Hermosa escena que nos permite un respiro. Porque a ella y a nosotros nos espera el regreso a la película, es decir, a Jorge Ortiz y su asfixiante unipersonal.

Y medio: Pese a todo, y así sea sólo por eso, en ningún momento nos arrepentimos de compartir estos noventa minutos con Jorge Ortiz, que es aquí un cautivante Norman Bates alteño.

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