Cuarenta años son nada: Sobre Mi socio 2.0
1. Tres maneras complementarias de ver Mi socio 2.0
Puede ser que los devotos duros de la nostalgia –esa agridulce debilidad por los regresos– encuentren en Mi socio 2.0 un pretexto para el regocijo. Puede ser también que esos mismos devotos no necesiten prestar mayor atención a la historia aquí contada –un tedioso embrollo de narcos, secuestros y secretos familiares– pues lo que esperan de esta continuación es que responda al deseo de saber qué ha sido de la vida de un camionero colla, Vito, y de un niño lustrabotas camba, Brillo, personajes que recordamos con mucho cariño. Es probable incluso que, luego de 40 años, sea suficiente, para justificarla, que la veamos como un complemento que cuenta o muestra –comparativamente– cómo ha cambiado ese país observado desde un camión, coda sociológica o por lo menos turística de Mi socio (1982), la primera gran película de carretera del cine boliviano. Todas estas justificaciones son posibles, sin duda.
2. Cuarenta años son nada
Mi socio de Paolo Agazzi se estrenó en el momento en que regresábamos a la democracia. En esos años, cualquier película boliviana era un acontecimiento (por su esporádica aparición) y los que hacían esas pocas películas eran pocos (de la modesta decena de largometrajes hechos los ochenta, la mayoría fueron dirigidos por Agazzi, Jorge Sanjinés y Antonio Eguino). Y, sin embargo, a pesar de la escasez y concentración, esta fue la década que delineó algunos de los modos o prototipos posteriores del cine boliviano. Amargo mar (1984) de Antonio Eguino es el primero de una serie de esfuerzos de revisión histórica o de construcción de historias alternativas, impulso o pulsión que llega a los recientes y ya didácticos alegatos de Jorge Sanjinés (Insurgentes, 2012; Juana Azurduy, 2016). Los hermanos Cartagena (1984) de Agazzi demuestra la posibilidad de algo que antes se hacía poco o nada, la adaptación de clásicos de la literatura boliviana (Juan Carlos Valdivia hará luego Jonás y la ballena rosada, en 1995, y American Visa, en 2005; Eguino, Los Andes no creen en Dios, en 2007). La mayor película de la década, La nación clandestina (1989) de Sanjinés, inicia, por su parte, la tendencial culturización de la política que el mismo Sanjinés, y tantos otros en otras artes y campos, fatigarán en las décadas siguientes.
3. La utopía de la comunicación
Mi socio de Agazzi funda en Bolivia una genealogía de películas, cercanas a la comedia, que examinan la diferencia cultural desde una comprensión amable y hasta cariñosa de la heterogeneidad de la sociedad boliviana. Y como en los chistes (“un colla, un camba y un tarijeño entran a un bar…”), las diferencias descritas se entienden según caracterizaciones que rondan el estereotipo, a menudo regional. Esta suave y despolitizada tolerancia tiene consecuencias políticas, claro, pues lo que se suele sugerir es que, con un poco de contacto y fricción terapéuticos (en un camión, en un ascensor, en un auto), esas diferencias serán resueltas o por lo menos comprendidas, acaso porque solo eran, desde el principio, malentendidos. No hay en estas comedias “visiones del mundo” en un conflicto a muerte, no hay memorias culturales irreconciliables, no hay separaciones políticas violentas, no hay cuentas que saldar. Desde Mi socio a Yvy Maraey (2013) de Valdivia (pasando por clásicos como Cuestión de fe [1995] de Marcos Loayza o por farsas campales como ¿Quién mató a la llamita blanca? de Rodrigo Bellott [2007]), la utopía consiste en pensar que, comunicándose, la gente se entenderá.
4. La argucia de las intenciones
“Una serie de momentos en los que, en contraposición y careo permanente, un colla y un camba se observan”: así resumía Óscar Soria, el guionista, la estructura de la película de 1982. Pero esa observación de las tensiones regionales –su aparente objeto– se torna secundaria: la película descubre que lo que separa a Brillo de Vito no son sus orígenes, sino la edad; es decir, sus experiencias. Para Brillo, el “colla e’mierda” termina siendo cuestionable no porque sea diferente sino porque es igual: “igualingo que mi papá: dicen que son machos y machos… Mujeres pa’to lao, pero de nosotroj ni se acuerdan. Son doj años que yo no veo a mi padre…”. Soria quería además la denuncia de un gremio: el de los transportistas, “alejados del pueblo y de sus hermanos de clase”, escribe. También esa intención, felizmente, se extravía en el camino y la película la reemplaza por una más ambiciosa: la de retratar el patriarcado a la boliviana. Para Agazzi y Soria el patriarcado en estas tierras produce hombres que trabajan como mulas, demuestran escasa responsabilidad con sus hijos, farrean hasta la inconciencia, se comportan con si fueran una bendición de Dios puesta en la tierra para beneficio del género femenino, son algo tramposos y maleantes –pero no realmente malos– y tienden, con una asombrosa facilidad performativa, a oscilar entre la crueldad gratuita con el prójimo y el sentimentalismo llorón para consigo mismos. Tal vez este retrato, que es cariñoso pero no acrítico, explique por qué en la película no hay una sola figura paterna reivindicable. Al final, Brillo se prometía: “No sé cómo, pero no voy a ser como Vito, voy a ser diferente”.
5. Los deseos cumplidos de Brillo
Todo parece indicar que, cuatro décadas después de su promesa, Brillo (en la sobria y precisa interpretación de Gerardo Suárez) ha logrado su deseo: en Mi socio 2.0 no es, en efecto, un hombre como Vito. Es más: la película indica que no solo es diferente sino lo contrario: no frecuenta bares ni le hace al trago, no es mujeriego y tampoco tiene prole repartida por el país, es un empresario exitoso, responsable y puntual, es tímido y hasta hostil. El que no ha cambiado es Vito, ahora como antes un borrachín entre agresivo y chistoso, de esos que repiten los mismos malos chistes sobre las mujeres que los quieren y cuidan, y que extraen sus ideas del vivir bien de las circulares epifanías de la farra (pues, mientras farrean, se conmueven con su propia perspicacia). Si esta segunda parte es un cuestión de cumplimiento de deseos, quizá el resultado sea otra ilustración de aquello de que “hay que tener cuidado con lo que se desea”. Porque a pesar de sus reencuentros forzados, actos de justicia retrospectiva y reconciliaciones sacadas de la manga (por ejemplo, la hija descubre que el padre ausente había sido nomás un buen padre), lo que propone la película es lo siguiente: que el sentimentalismo llorón de Vito continúa siendo una coartada cómica del patriarcado nacional y que la única “paternidad alternativa” que la película alcanza a intuir borrosamente es la de Brillo, un hombre viudo, sin hijos, solo y triste. Mi socio 2.0 es una verdadera tragedia, de esas que son las peores porque no saben que lo son. Cuarenta años han pasado y han pasado en vano.
6. Cambios del proceso
Se supone que entre la primera y la segunda parte de esta historia mucho ha cambiado: hay más carreteras y más puentes; los camiones y caminos son otros; los protagonistas son un hombre mayor exitoso y un anciano jubilado (el octogenario David Santalla, repitiéndose así mismo) y hasta hay espacio para una mujer joven (la entretenida Romaneth Hidalgo). O se usan drones para atiborrar el relato del viaje con indiferentes tomas aéreas y es claro que, cumpliendo con los sueños del nacionalismo revolucionario, el país retratado es uno que finalmente se ha marchado hacia el Oriente.
7. Tres personajes en busca de un autor
Las debilidades mayores y menores del asunto no son pocas. En plan de hacer el inventario, podríamos empezar con esta lista: a) El humor es un humor viejo, pesado y grueso, como de velorio. “Se ha recalentado”, dice Brillo de su camión en un taller de mecánica, y el mecánico mira a la chica y responde, poseído por el espíritu de Porcel, “veo que tiene con qué”. En su defecto, muda, la cámara se acelera, en homenaje a Benny Hill. b) La película logra algo imposible: que detestemos la tonada original de Alberto Villalpando, de tanto que se la usa, de pared a pared. c) Y el lenguaje cinematográfico a la vista tiene como un aire de correcto lenguaje televisivo, de una televisión que ya no se hace. e) Etc. Pero nada de esto es decisivo y puede que las enumeradas sean infelicidades menores. Lo que es más triste de aceptar –al menos para este reseñista– es que esta segunda parte confunda por completo lo que hacía de la primera una película valiosa: porque el discreto encanto de Mi socio radicaba en el retrato de sus dos personajes. Cuarenta años después, y en vez de volver a ellos para contarnos en qué andan y cómo son ahora, en Mi socio 2.0 los tres personajes centrales son arrojados a su suerte en el medio de una interminable trama torpe, plagada de huecos e inverosimilitudes, de enredos y secretos que a nadie interesan porque ya los habíamos visto antes en la televisión mexicana o la venezolana o la colombiana de los años ochenta. Y ya entonces nos aburrían.