La casa del dragón, segunda temporada
Como ocurre con varias de las propuestas televisivas de los últimos años, lo mejor de la segunda temporada de La Casa del Dragón se encuentra en el apartado técnico, expresado especialmente en la construcción de las escenas de acción. En este caso, al promediar la mitad del metraje del producto, nos encontramos con una batalla que combina ejércitos y dragones, realmente notable, superior sin duda, a la media de lo que ofrece la industria establecida. Y es que en general, uno de los mayores méritos de la serie está en su diseño estilístico; la escenografía, el vestuario, etc., etc.
Donde la serie encuentra sus mayores problemas es en el desenvolvimiento de la trama, lo que claramente perjudica la construcción narrativa general. No es que esta segunda temporada sea completamente deficiente o aburrida, pero la verdad es que no alcanza el nivel de la primera, que nos presentaba un “crescendo” continuo, construido mediante una planificación milimétrica, que terminaba explotando en el capítulo final en forma impecable.
Probablemente el problema se origine en la necesidad de alargar la duración de la serie (para justificar la inversión desde el punto de vista económico), con el objetivo de llegar a los diez capítulos. En ese sentido, la disputa por el poder dentro de la Casa Targaryen, con sus indefectibles juegos políticos y búsqueda de alianzas, sigue concitando la atención, pero líneas argumentales como la del tío – príncipe consorte (personaje “hecho” para la acción), perdido en divagaciones varias en un rincón alejado del reino, evidentemente sueltan un fuerte olor a relleno. De igual manera, los capítulos finales se alargan demasiado, haciendo esperar un desenlace que finalmente no termina de llegar. Justamente lo contrario de la primera temporada que lograba en esos capítulos los mayores picos de tensión.
La segunda temporada de La Casa del Dragón, sigue siendo una propuesta “de mujeres”; la heroína es la reina Rhaenyra, aunque en este caso el antagonista principal ha pasado a ser el príncipe regente Aemond; suplanta en ese rol a la mejor amiga – madrastra Alicent, aunque esta sigue jugando un rol importante. Igual que en muchos otros productos contemporáneos, la propuesta está hecha para reivindicar los roles femeninos, por eso es que en la serie la casi totalidad de los hombres son seres “defectuosos”; mediocres, malos, egoístas, crueles, y en el mejor de los casos bondadosos, pero demasiado tímidos. Por el contrario, Rhaenyra sintetiza las virtudes reales; valor, sensatez, bondad, y Alicent, a pesar de estar en el bando contrario, también se muestra como un personaje profundo y centrado. Inclusive la “mano” (equivalente al puesto de primer ministro), de Rhaenyra, una ex prostituta y ladrona, termina teniendo valores mucho más elevados que su equivalente masculino, la “mano” de Aemond.
Se trata de un planteamiento valido, más aún si es que se lo coloca en el contexto de un cine, que prácticamente en toda su historia confinó a las mujeres a roles secundarios, con muy pocas excepciones. El tema es que se haga “narrativamente bien”, es decir, que contribuya a la construcción de la historia en forma adecuada y en este caso hay que decir que el precepto se cumple (se me viene a la mente algún ejemplo contrario, como del Matrix resurrecciones -2021, en el que la intención de un empoderamiento forzado, se hacía parte de una construcción narrativa especialmente pobre).
En su momento, Juego de Tronos (2011-2019), se convirtió en una de las propuestas de mayor impacto de la televisión contemporánea, en la medida en que tuvo la virtud de acercar la fantasía a un nivel terrenal, utilizando el contexto de las intrigas políticas del primer feudalismo: aquel donde el poder estaba descentralizado en distintas casas nobiliarias, que se aliaban o se enfrentaban, en un equilibrio precario, con una propuesta que ganaba riqueza merced a una violencia y una sexualidad crudas, novedosas en la televisión de esos años (y hoy a punto de desaparecer, merced a la ola neoconservadora que se va esparciendo por el mundo).
El producto, hacía gala de un cierto nivel de cinismo controlado (ya que todos sabíamos que indefectiblemente el “bien” iba a triunfar en última instancia), al que aportaban personajes de una complejidad psicológica admirable, que terminaban de afinar el producto. En el caso de La Casa del Dragón, el nivel de propuesta narrativa se mantiene (sobre todo en la primera temporada), aunque evidentemente los elementos disruptores (sexualidad y violencia crudas, fuertes dosis de cinismo), casi han desaparecido. Un signo de los tiempos podríamos decir.
Queda claro por el final de la serie, que próximamente tendremos una tercera temporada. Ahí seguramente se verá con mayor claridad, si La Casa del dragón llega al “olimpo” de los “spin off”, como Better Call Saul (2015-2022), la derivación de Breaking Bad (2008- 2013), o si por el contrario termina teniendo un valor notoriamente menor al de la propuesta madre.